[Pokémon] Steamcatchers

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    [Fanfic] [Pokémon] Steamcatchers



    ¿Qué secretos encierran los sueños y ambiciones de la humanidad?
    ¿Tortuosos pasados teñidos por la necesidad y la carencia?
    ¿Anhelos de libertad y superación?
    ¿O quizás el miedo hacia lo desconocido forzándonos a crear lo inimaginable para enfrentarnos a aquello que tanto tememos?

    Un joven inventor llevará adelante el sueño de una humanidad cegada por el fuego de la guerra, buscando construir un futuro donde las bestias de pesadillas puedan convertirse en algo más. Pero en un mundo donde solo los poderosos tienen voz, deberá encontrar su propia fuerza junto aquellos que, por ignorancia o por desidia, fueron señalados como los protagonistas de todos los males que azotan a sus tierras.



    Advertencia: Violencia, lenguaje soez, drogas/alcoholismo, abuso, tortura, muerte/daño de animales, racismo y discriminación, hambre, no sale Ash










    Índice

    Primera Parte // Vuelo sin nombre

    Capítulo 00: Los monstruos y sus jaulas
    Capítulo 01: El inventor
    Capítulo 02: El palacio de mármol
    Capítulo 03: Banquete
    Capítulo 04: Los escoltas
    Capítulo 05: Garganta de piedra (Próximamente)
    Capítulo 06:
    Capítulo 07:
    Capítulo 08:
    Capítulo 09:
    Capítulo 10:
    Capítulo 11:
    Capítulo 12:

    Fichas de Personajes

    (Próximamente)

    Vernea

    (Próximamente)

    Notas de Autor

    ¡Bienvenidos a Steamcatchers! Un fic que nació como una idea hace más de diez años, cuando el steampunk solo era cool por Fullmetal Alchemist. Bueno, no nos engañemos: jamás fue cool. Quizás por eso o porque pensaba darle al protagonista de aquel boceto de historia un KLINK solo por ser un pokémon apropiado para esta clase de historias donde el estilo suele primar por encima de la sustancia fue que la idea no llegó a desarrollarse más allá de un puñado de personajes, algo así como una trama de un viaje y los primeros compases de un arranque que siempre permaneció de alguna forma como un débil zumbido jodiéndome en la cabeza. Porque realmente me divierte escribir grandes viajes y aventuras llenos de peligros y personajes variopintos, y realmente amo escribir historias en el Mundo Pokémon.

    Así que acá me tienen, recogiendo los restos fósiles de aquella idea desechada y reavivándolos con un poco del fuego que surgió en mí al recuperar una herramienta con la cual poder escribir al ritmo que necesito (o sea, vertiginoso) hasta configurar una nueva criatura que no se parece en casi nada a la idea original, más allá de tener como protagonista a un chico genio que construye algo muy importante y acabará metiéndose en muchos problemas a raíz de esa invención. Como hablamos de una historia con un corte marcadamente steampunk (aunque con un poco de fantasía medieval por acá y por allá, por la estructura de la región creada exclusivamente para este fic), la acción se situará en un pasado incluso mayor al del conocido Pokémon Legends: Arceus. En este universo, los pokémon aún no son conocidos como tales, y atemorizan a países enteros que además se encuentran inmersos en cruentas guerras entre sí.

    La estructura de la historia que pienso contarles abarcará un viaje a lo largo y ancho de una región nueva y sus alrededores, y notarán a través de los capítulos que haré múltiples referencias al esqueleto conocido de los juegos principales de la franquicia. Es decir, quizás al principio no la sientan como una típica historia de Pokémon, pero la idea es contar un poco los orígenes de ese mundo como luego se lo entendería en los juegos que todos amamos odiar u odiamos amar. Quizás acá no tengamos una gran cantidad de batallas pokémon al uso, gimnasios espectaculares que te recompensan con medallas brillantes o un torneo legendario esperando por los mejores entrenadores al final del camino... Pero sí veremos muchos de los cimientos para que todo eso se haga realidad en un futuro no tan distante.

    Ya está escrito en su totalidad el primer acto de esta historia, así que prometo actualizar mensualmente o quizás quincenalmente hasta ponerme al día con los capítulos en producción. Espero que la disfruten y que me dejen sus opiniones, dudas, críticas, puteadas o lo que consideren necesario en los comentarios.
    Editado por última vez por Tommy; Hace 1 Semana.

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    #2
    Capítulo 00: Los monstruos y sus jaulas

    El Reino de Vernea, doscientos años antes de la modernidad. Aquella era una tierra peligrosa, tanto que incluso los más valientes podían permitirse temblar ante los misterios que la poblaban. Y si alguien era tan aguerrido como para hacerle frente a las bestias que campaban a sus anchas por cielos, mares, bosques y montañas del páramo condenado, ese alguien se volvía una amenaza tan temida por la débil humanidad como los monstruos indomables bendecidos (o malditos) por el dios caprichoso que los había concebido.

    Si tenías la suerte de vivir cerca de las fronteras terrestres y deseabas viajar a los países del este, famosos por el trato armónico en el que aparentemente habían comenzado a convivir humanos y monstruos, te encontrarías con un panorama desalentador: la guerra había estallado entre Vernea y la Alianza del Este, azotando las regiones de oriente con pesados vehículos traccionados por gigantescas ruedas de oruga, zepelines cargados con bombas incendiarias y el ensordecedor estruendo de cañonazos convirtiendo en polvo ciudades enteras. La paz que tantos años les había llevado alcanzar a los habitantes de Kanto, Zeio o Hisui en su trato con los monstruos ahora parecía un sueño distante: quizás el mayor peligro para la humanidad no eran esas bestias inconscientes, capaces de escupir fuego y truenos por sus fauces, sino hombres cegados por el poder y la ambición lo suficientemente astutos como para doblegar a miles y extender su vasta sombra sobre los reinos.

    La gran región de occidente, conformada aparte de Vernea por otras con sus propios monarcas como Galar y Kalos, ocupaba la porción de territorio más amplia en el planeta, o al menos eso creían entonces, cuando el océano parecía inexplorable dados los limitados avances tecnológicos de la época. Sin embargo, el desarrollo de máquinas voladoras capaces de alejarlos lo más rápido y lejos posible de la guerra y de las bestias salvajes se había vuelto una obsesión razonable para todos aquellos que contaran con un mínimo de conocimientos en ingeniería, o para quienes tuvieran suficientes riquezas como para pagar por su libertad.

    De entre todas las almas que compartieron la desdicha de habitar esa porción del mundo en aquellos años, probablemente la más desfavorecida —aparte de los prisioneros de guerra— eran los habitantes de los suburbios en las afueras de las ocho grandes ciudades de Vernea: pequeños o enormes poblados y villas que apilaban sus hogares como basura rebalsando del cesto, amontonados y apretujados en parcelas verdes y amarronadas cobijadas por el abrazo de bosques, ríos y cordilleras desde las que bestias hambrientas parecían acechar constantemente. Si anhelabas obtener el favor de los duques y nobles de las ciudades, debías estar preparado para dirigirte al castillo desde el cual rigieran llevando varias cabezas de los monstruos más famosos y peligrosos de la zona, y probar tu valía con al menos una o dos extremidades menos en tu cuerpo. Solo así podrías obtener una recompensa en plata lo suficientemente importante como para comprar una pequeña vivienda dentro de los seguros muros de las urbes.

    Marco Povarone era una de esas pobres almas aparentemente condenadas a vivir eternamente a la sombra de las ciudades mayores. El hombre, ya entrado en sus cuarenta, jamás había destacado por tener un físico o una mente privilegiados. Y aunque era un honrado trabajador que dedicaba sus días a la limpieza de los vehículos terrestres y aéreos que hacían paradas en las afueras de Brandenburg para su puesta a punto de cara a la guerra que esperaba al otro lado del anillo montañoso, sus ingresos apenas y eran suficientes para mantener alimentados a su esposa e hijos. Tal es así que ya se había acostumbrado al aspecto de sus costillas apretándose contra su tórax y al crujido áspero de sus entrañas mientras, subido a una inestable escalera, deslizaba un paño húmedo por las placas de vidrio al frente de uno de los aeropropulsores teñidos por hollín y empañados por el vapor que se arremolinaba como nubes artificiales sobre la ciudad.

    Pese a la delgadez de su cuerpo, Marco estaba convencido de que era más un idiota que un debilucho: su tenacidad y prestancia para labores de alto desgaste físico eran su mayor bálsamo en una tierra donde rápidamente podías desaparecer bajo los colmillos de las feroces criaturas que rezaba cada día por no tener que cruzarse en el camino de casa al trabajo. Pero quizás por ser un idiota, o tal vez por saberse harto de esa vida miserable y mal recompensada, o porque el hambre nublaba ya su juicio lo suficiente como para imaginarse el gruñido de un monstruo respirándole en la nuca cada vez que su estómago le reclamaba la carencia de alimento, Marco decidió un buen día que sus tiempos como limpiador de aeronaves y tanques de guerra habían terminado. Y en ese mismo acto, tras caer de la escalera astillada en la que llevaba trabajando durante quién sabe cuánto tiempo, se propuso hacer algo glorioso que traería abundancia, orgullo y prosperidad a su amada familia: se adentraría en el nacimiento de la cordillera y cazaría un monstruo con sus propias manos. Le llevaría la cabeza y las garras de uno grande a ese maldito Ferdinand Stormmherm y no se iría de los aposentos del robusto monarca del fuego sin antes recibir algo más acaudalado que una palmada en la espalda y una media sonrisa en su ancho y avaricioso rostro.

    —Perdiste la cabeza —le espetó William Crabstone mientras soldaba el chasis de un bombardero destartalado—. Y no van a darle más que dos o tres gears de oro a tu mujer cuando se la lleven en una caja luego de la estupidez que quieres hacer.

    No pensaba darle más explicaciones al abatido Crabstone, cuya máxima emoción cada día era desensamblar y ensamblar esa vieja chatarra obsoleta con la esperanza de hacerla funcionar nuevamente y recibir una bolsa de oro en el castillo de Brandenburg. Alguien demasiado aferrado a la supervivencia era, por definición, una persona que ya le había soltado la mano a la vida como debía ser vivida realmente. Y aunque Marco jamás había tenido lo necesario para considerarse un aventurero, sabía que tenía mucho por perder si condenaba a su familia al hambre y al olvido. Incluso si le costaba su propia cabeza, se ocuparía de que el mismísimo rey de Vernea supiera de su hazaña cuando acabe con uno de los monstruos de piedra explosivos en las laderas.

    —¡Claro! —reía Crabstone con desagrado—. El flacucho Povarone va a ocuparse con sus huesudas manos de matar a las moles explosivas capaces de regenerarse luego de volar en mil pedazos. Qué bueno eras, después de todo. ¿Quién diría que un héroe legendario se pasaba sus días fingiendo ser un soso limpianaves a la sombra de Brandenburg?

    —Esas bestias tienen suerte de que tú no seas el encargado de reensamblarlas luego de explotar —farfulló con una mueca mientras se encerraba en un baño químico detrás del enorme galpón donde trabajaban.

    —Tranquilo, me ocuparé de enviarle flores a Vivianne.

    Pero Marco ya no lo escuchaba. Ni al estúpido y burlón Crabstone, ni al desagradable murmullo de sus tripas. Ahora solo podía enfocarse en el latido recalcitrante de su corazón mientras contemplaba su obra maestra, apilada como si nada detrás del apestoso agujero en el piso donde hacían sus necesidades, reluciendo como solo el mejor acero podía hacerlo en una mente tan caprichosa e insignificante como la suya. Probablemente su colega jamás podría terminar de ensamblar adecuadamente ese viejo bombardero, pues muchas de las piezas más importantes de la cubierta habían sido hurtadas con máxima discreción y reacondicionadas por Marco para forjar una armadura metálica lo suficientemente ligera como para permitirle andar cuesta arriba en la ladera y aguardar la rodante llegada de las rocas vivientes.

    Se ató las placas curvas a las piernas y a los brazos, y se calzó el peto y la escarcela a través de la cabeza, raspándose un poco el cuello y los hombros al hacerlo. Aseguró todo con varias correas de cuero y hurgó en el orificio del suelo hasta tantear con la mano un pequeño bolso de cuero pegado con cinta en la cara interna, arrancándolo y comprobando que en su interior resplandecían (y apestaban) todavía más unas diez esferas translúcidas llenas de agua con una mecha de pólvora encauchetada. Su plan parecía perfecto: la armadura lo protegería de al menos una detonación de esos monstruos, dándole la resistencia suficiente para arrojar al mismo tiempo sus granadas hidráulicas cerca de los núcleos que quedaban expuestos tras la explosión. Si algo ahuyentaba a los moradores del gran volcán que coronaba a Brandenburg, eso era el agua. Cuanto más pura y cristalina, más temida era por los monstruos que reinaban la salida del este de Vernea, en el límite más peligroso con Zeio y donde ya ni la guerra parecía atreverse a tener lugar, debido a lo extremo y escarpado del terreno.

    Tambaleándose un poco, pues la armadura resultaba ser más pesada de lo que había calculado las semanas previas a su elaboración, Marco se escabulló fuera del baño y del galpón sin permitir que su colega pudiera verlo. Antes de abandonar el lugar, sintió su instinto de supervivencia agudizarse y asió por el mango una larga escobilla trapeadora fuera de un balde lleno de agua, empuñándola con el vigor con el que un lancero sujetaría su mejor arma.

    No tardó más de treinta minutos en llegar al aposento de los monstruos, allí donde las laderas de la montaña más se empinaban y la de por si escasa vegetación en la planicie perdía todo su verde. El aroma a ceniza podía percibirse en el aire, y el oxígeno se volvía esquivo entre las rocas puntiagudas que utilizaba de apoyo para no caer bajo el peso de su armadura. Había escogido la cubierta de una aeronave ligera precisamente por ser un modelo veloz, pero claro, él sabía muy bien que no podía comparar sus débiles y agotadas piernas con las turbinas de un vehículo volador.

    El suelo vibró suavemente justo cuando se distrajo observando un par de aves que se posaron en torno a un nido construido a más de treinta metros de altura, custodiando celosamente sus huevos del hambriento humano. Marco no se permitió dudar: en las montañas eran comunes esa clase de movimientos, y ese ronroneo en la tierra y la piedra solo le indicaba lo lejos que se encontraba aún de su objetivo, pero asimismo, lo bien encaminado que estaba. Los voladores lo tuvieron sin cuidado al ascender: estaba bien protegido de sus picos y garras pequeñas, y aunque le desagradaban tanto como cualquier otro monstruo de la naturaleza, ciertamente no suponían un peligro real para él. Si acaso se le cruzó por la mente que fungían como una especie de advertencia implícita durante su ascenso: «Ya te encuentras demasiado alto, humano, y tú no tienes alas como nosotros para salvarte de una caída mortal».

    Pensó entonces en su esposa, y en el amor que ella sentía por volar. Y al ver a las aves de plumaje rojizo resguardando los huevos en el nido pensó en sus hijos, tan enamorados de las aventuras como su madre. A veces se sentía un bicho raro dentro de su propia familia. Incluso llegó a temer el no agradarle demasiado a sus propios niños, especialmente cuando la caprichosa Amy le reprochaba su cobardía en comparación a mamá. Aquellos ojos aguerridos de su pequeña le arrancaron una amarga sonrisa cuando levantó su vista al cielo, y el eco de un estallido llegó mucho antes que los primeros pedruscos desprendiéndose de las cimas escarchadas. Entonces, el aroma del fuego y el murmullo de los gritos lo sobresaltaron, y su corazón se movió mucho más rápido que sus piernas cuando un par de aeronaves cruzaron dos picos montañosos en el noroeste, estallando contra el muro gris e inclemente de la cordillera que resistió su avance, recordándole al avance su insignificancia.

    Solo tres disparos contundentes bastaron para acallar las voces humanas del otro lado del camino que había escogido seguir, y mientras las aves levantaron vuelo llevándose los huevos entre sus patas en respuesta al humo negro que se escurría entre las montañas cuesta abajo, Marco supo que se había aventurado demasiado hacia el este, tan alto como para estar cerca de los monstruos de piedra explosivos… y tan lejos de Vernea como para encontrarse ahora dentro del territorio en guerra que se disputaba su región con Zeio. Uno sin ley ni garantías, donde la vida perdía su valor exponencialmente a cada paso que daba. Donde los bandidos ignorarían sus palabras y su idioma tanto como lo haría cualquier bestia salvaje.

    —«Tengo que salir de aquí» —pensó tan pronto como dos grandes monstruos cuadrúpedos lo encerraron por un flanco, atraídos por su propio reflejo sobre la armadura que le quedaba demasiado grande.

    El par de lobos le gruñeron feroces, y Marco no supo si temerle más a sus agudos colmillos o a las protuberantes rocas afiladas que emergían del encrespado pelaje en su lomo. A diferencia de la mayoría de las criaturas que poblaban los montes de Vernea, capaces de hacerte volar en pedazos con sus explosiones o de producir sismos aplastantes con la magnitud de sus cuerpos robustos, los lobos eran rápidos y letales. Sigilosos y voraces. Durante siglos, aquellas bestias se habían vuelto tan temidas como respetadas entre los habitantes de los suburbios de Brandenburg. Y aunque normalmente no se dirigían al poblado para hostigar a las personas, claramente veían en el uniforme de Marco un símil perfecto del enemigo que acababa de llevar fuego y guerra a su territorio natural.

    —Esperen, por favor… ¡No soy su enemigo! —clamó el hombre aterrado tras caer sobre el peso de su armadura con un estruendo metálico que hizo aullar a las bestias cuadrúpedas, quienes se lo tomaron como una provocación incluso siendo capaces de comprender vagamente sus balbuceos. Y para poner la cereza en el pastel, hizo un énfasis irónico agitando la mopa como una extensión de su brazo, salpicando el morro de sus nuevos depredadores. El agua apenas hizo estornudar a uno, mientras el otro se lanzó con un salto y las fauces abiertas para recibir su carne de un mordisco.

    Rodó como pudo dejando que los colmillos despedazaran pedruscos bajo su cuerpo, y empujó con el trapeador las costillas del lobo que se apartó de otro salto, clavándole sus diminutos y refulgentes ojos ambarinos, como si aquello hubiera sido el inicio de un duelo justo entre dos contrincantes en igualdad de condiciones. Lejos estaba de serlo, pues un aullido del segundo atrajo al resto de la manada: otros seis ejemplares asomaron por la pendiente, algunos de ellos con matas de pelaje faltantes y fauces sangrantes. De entre ellos emergió el claro líder alfa, uno cuyo pelaje era más naranja que grisáceo, con una melena de la que brotaban cuñas que probablemente se le clavarían mucho antes de que sus colmillos lleguen a su carne.

    La mano libre del trapeador viajó instintivamente a la bolsa de cuero repleta de granadas hidráulicas, incluso sabiendo que ni un lanzador profesional podría soltar una sobre la manada antes de perder su brazo frente al ataque colectivo de los monstruos lupinos. Recordó entonces a Vivianne, a Amy y a Bruno, así como a la última comida que compartieron todos juntos con una sonrisa en los rostros. Tuvo ocasión durante el segundo cumpleaños del hijo menor, que alegró a todos haciendo volar su porción de pastel en la cuchara como su madre había hecho volar su aeronave sobre el país de Kalos en una de las tantas aventuras que su hermana mayor le contaba orgullosa para hacerlo dormir. Y aunque Marco sabía que jamás sería protagonista del brillo esperanzado en los ojos de sus amados pequeños, no pudo desprenderse de la sonrisa culposa y llena de amor de su esposa al fijarse en él durante ese minúsculo momento.

    La respiración del lobo mayor ya estaba sobre él, su reflejo ensanchado y desfigurado sobre el peto de su armadura oval, y sus ojos se apretaron con más resolución que terror cuando una lanza de dos metros silbó sobre su casco de cuero y rasgó el lomo de la bestia, que con reflejos endiablados eludió jadeante torciendo una finta lejos de él. Antes de poder comprender qué diablos estaba ocurriendo, Marco vio incrédulo cómo un hombre con una armadura auténtica se sacaba del brazo a uno de los lobos menores que saltaba rugiendo sobre él y lo arrojaba como si nada por el precipicio de la montaña. Una patada de acero fue suficiente para doblar en el piso a otro licántropo, mientras aseaba por el mango su magnífica lanza clavada en la piedra y la hacía girar con presteza para rebatir un envite del macho alfa de la manda, apartando en su giro al resto que se le arrimó a traición y levantando una cortina de polvo que enturbió su perfecta visión.

    —Alto —dijo con voz grave el guerrero, empuñando con pulso impertérrito su arma delante de casi una decena de bestias asesinas como si fueran cachorros recién nacidos—. Este no es Escoria de Zeio.

    De no ser por sus palabras, posiblemente jamás se habría enterado de que tenía otros tres soldados a sus espaldas apuntándole con sus espadas curvas, listos para decapitarlo ante el mínimo gesto afirmativo por parte de su superior. Temblando, Marco agachó la cabeza sin saber si pedir clemencia o que lo liquidaran ahí mismo, pues no se atrevería a mirar a los ojos a su esposa o a sus hijos luego de su lamentable y trunca hazaña.

    Mientras escuchaba a uno de los soldados masticar con desprecio entre sus dientes un vago “Solo es un pobre diablo de Brandenburg que debe haberse perdido” y otro lo arrancaba de su lugar tirándolo del brazo para que no se entrometiera en la danza que el caballero comandante mantenía ahora con la manada de monstruos, rebatiéndolos con el extremo sin filo de la lanza y empalándolos con gráciles giros como si su descomunal armadura fuera un músculo más en su cuerpo, los aullidos y gruñidos pronto se tornaron en desgastados jadeos y sollozos. Y al cabo de un minuto, el macho alfa de pelaje ahora más rojizo que anaranjado dejó salir un último hilo de voz antes de desplomarse por completo.

    Lo que Marco atestiguó luego de eso fue quizás todavía más sorprendente y crudo que cualquier otra cosa que hubiera vivido en las montañas: el gran caballero hincó una rodilla junto al lobo y rodeó su cuello con una especie de correa forjada por cadenas entre cuyos eslabones se hallaban incrustadas jeringas apuntando hacia dentro. Tirando de un pequeño cordón atado en un rincón de la misma, hizo que las jeringas se activen con un mecanismo resorte y que las agujas se claven bajo el abultado pelaje de la bestia, liberando quién sabe qué líquido que rápidamente se fundió con su sangre. La bestia apenas tiritó un segundo, como si aquello hubiera sido un cosquilleo en comparación a la paliza que el hombre le había propinado antes, pero otros dos de la manada, que yacían casi inconscientes y muy agotados como para intentar seguir luchando, abrieron sus ojos instintivamente al ver cómo manipulaba el cuerpo maltrecho de su líder, y se lanzaron más por voluntad que por fuerza sobre el caballero agachado que por primera vez no pareció poder reaccionar a tiempo.

    —¡Jaula! —gritó uno de sus soldados al ver el impulsivo movimiento de los monstruos enemigos.

    Entonces, el sonido de ruedas levantando un portón de hierro y el veloz vuelo de una criatura enjaulada y sujeta por cadenas levantó un viento gélido que le hizo pensar a Marco que se había transportado a los montes gélidos del norte de Vernea, en el límite con Galar. Y un instante después, el ardiente coletazo que trazó un anillo de fuego entre las bestias le recordó inmediatamente que se hallaba ante el volcán más feroz de la región, y las fauces de un lagarto alado se hundieron en el pescuezo de uno de los lobos, arrojándolo por los cielos en un giro violentísimo con el que azotó en el mismo acto al otro con un revés de su pesada y larga cola acabada en llamas, dibujando un arco ígneo que le arrancó oxígeno al aire y al lobo, mientras con un lejano quejido se perdía de vista tras el barranco.

    —Zacharie, basta —le indicó el caballero al lagarto justo antes de que éste pudiera aplastar otro lobo con un súbito pisotón. El monstruo flamígero sostuvo su pesada pata en el aire, y tras un resoplido la apartó del adversario debilitado—. Regresa.

    Aquellas palabras normalmente no hubieran causado efecto alguno en los monstruos salvajes que gobernaban Vernea con una fiereza incluso superior a la del rey. Aun así, la robusta criatura agachó su cabeza dedicándole una mirada asesina al portador de la armadura y se dirigió sumisamente de regreso a la jaula, arrastrando tras sus pisadas los grilletes que lo encadenaban al interior. Los soldados a ambos lados de la prisión formada por gruesos barrotes giraron un par de manivelas, y unas ruedas dentadas deslizaron la compuerta frontal para mantener cautivo al monstruo nuevamente. Recién entonces Marco se atrevió a dirigirle nuevamente la mirada. Tiritando y ovillado en el suelo detrás de los soldados, consiguió distinguir alrededor del largo cuello del reptil un collar de cadenas con aquellas particulares jeringas inyectándose permanentemente entre sus escamas.

    —¿Cómo hizo eso? —pensó en voz alta, y antes de percatarse de que le había dirigido la palabra al caballero, éste ya se estaba quitando su casco oscuro y le dedicaba una mirada calma y segura. Le sorprendió descubrir que era un joven que no debía tener ni veinte años de edad, su corto cabello cobrizo brillaba en comparación a lo negro de sus ojos.

    —Es más ligera de lo que parece —se jactó haciendo girar hábilmente la lanza en su mano diestra. Aunque era un hombre alto y de contextura fuerte, aquella lanza debía medir al menos dos metros hasta la punta de acero. Por supuesto, Marco no hablaba de su destreza con el arma.

    —Ese monstruo lo obedeció —entonces, recordó al lobo tendido a pocos metros de allí, mientras los soldados aseguraban la jaula del lagarto y se aproximaban al resto de la manada, cortándoles el cuello con un súbito movimiento de sus espadas para que ya no puedan volver a levantarse. Entendió que no los necesitaban, pero tal vez al macho alfa, más grande y más fuerte…

    —Los usaremos —resolvió el caballero joven, descansando la lanza sobre la descomunal hombrera de su armadura—. El rey no piensa poner el futuro de Vernea en manos de esas obsoletas aeronaves que estallan en los cielos. La respuesta viene de la misma naturaleza, de la fuerza de sus hombres y la fiereza de sus monstruos.

    ¿Someter a los monstruos? Aquello le sonó absurdo, casi como las fábulas y epopeyas que le contaba su padre de pequeño para reconfortarlo siempre que volvía aterrado a casa por haberse cruzado con alguna de esas criaturas en el camino de regreso de la escuela. Hombres sabios capaces de entablar diálogo con esas bestias, mujeres con una sensibilidad tan grande como para forjar vínculos emocionales con deidades capaces de incinerar poblados enteros en un arrebato de ira, o maestros seguidos incondicionalmente por estos monstruos capaces de comportarse como leales compañeros a su lado. Incluso como amigos. Todo eso sonaba tan ridículo que estuvo a punto de escupir una risa amarga por lo bajo… Y lo habría hecho incluso a costa de su propia vida, por burlarse frente al ejército real, de no ser porque todo lo que había vivido en las montañas le resultaba más difícil de creer que aquellos cuentos de hadas.

    Tal vez no sería la amistad lo que atara al lagarto de fuego a ese implacable guerrero al servicio de Godric Wulfgar. Quizás no serían sus sentimientos puros los que ponían de pie como por arte de magia al lobo herido y encorvado que arrastraba pesadamente sus patas al lado del humano, enseñándole su nuca antes que sus dientes, y permitiéndole una caricia impersonal antes de marchar rumbo a otra jaula rodante desde la cual lo observaban tímidamente otras especies que jamás había visto. Pero sí cierto veneno, cierta ambición… Los mismos mecanismos en la psique humana que habían construido los tanques y bombarderos que marchaban por tierra y cielo a Zeio, atravesando las montañas volcánicas de Brandenburg, y que habían comenzado a esclavizar y apilar prisioneros de guerra —vivos, muertos, todos podían tener una utilidad, todos podían servir al Rey de un modo u otro, así fuera simplemente como un mensaje— en el oeste de Vernea. Eran tan capaces de ello como de someter ahora a las criaturas más intocables que la humanidad hubiera conocido.

    —«Wulfgar, maldito… Te saliste con la tuya finalmente, convirtiendo en sueño la pesadilla» —se atrevió a pensar Marco solo cuando el caballero que le había salvado el pellejo le dio la espalda desapareciendo tras su capa ondeante de terciopelo carmesí, por si acaso alguna de esas bestias enjauladas tuviera la facultad de leer sus pensamientos y transmitírselos.

    —No preguntaré qué diablos hacía un operario de los galpones en un sitio como este —dijo entonces, aplastando sus pensamientos con su voz. Quizás sí era capaz de comunicarse con alguna bestia telépata después de todo, y por algún motivo seguía apiadándose de él—. Alguien que se adentra en las montañas con una armadura tan patética usando esa cosa como arma no puede ser un traidor al servicio del enemigo. ¿Me equivoco?

    Creyó escuchar el sonido metálico de tres hojas asomando desde sus fundas de caucho.

    —No soy ningún traidor —sostuvo Marco con la frente alta, incluso cuando su interlocutor le daba la espalda de manera despectiva—. De hecho, intentaba conseguir algo para el rey: la cabeza de uno de piedra explosiva.

    Los soldados de su guarnición estallaron en grotescas carcajadas, pero el caballero joven los silenció con un simple giro en dirección al limpiador de aeronaves.

    —¿Pensabas barrer sus restos luego de que estallasen? Hubieras traído una escoba y no un trapeador para eso.

    Sus hombres se miraron confundidos: ¿ahora deberían reír para celebrar su comentario mordaz, o simplemente callar?

    —El agua los debilita más rápido —explicó rápidamente, desprendiéndose fácilmente el peto que cubría su pecho y sacando del interior el pequeño bolso de cuero, que arrojó a los pies del caballero. Uno de sus soldados desenvainó por completo la espada, pero su líder hizo una seña con la mano cerrada para frenarlo en seco, observando a Marco con tanto interés como a lo que había rodado hasta sus pies—. En mis ratos libres me gusta construir cachivaches como esos. No soy tan diestro como usted, joven caballero, pero arrojar una a los de piedra podría ser suficiente para debilitarlos incluso antes de que lleguen a explotar.

    Llamó a uno de los suyos para que levantara el bolso y lo abriera, sacando del interior una de las esferas de cristal llenas de agua.

    —Podría ser una trampa, sir Thane —advirtió el soldado titubeante, sujetando de la mecha el pequeño explosivo lejos de su rostro como si pudiera cobrar vida en cualquier momento y saltarle a la yugular.

    —No —sonrió el hombre de pesada armadura, arrebatándosela de la mano al constatar que el interior era tan puro y prístino como el agua en los manantiales de Acquabella. Las posibilidades danzaron en su mente tan rápido como la sangre por sus venas, reavivando la adrenalina del reciente combate en cada músculo de su cuerpo—. Podría ser justo lo que el doktor necesita para darle una grata noticia al rey.

    Comentario

    • Sakura
      Polémica Administradora
      SUPAR PRUEBA
      ADMINISTRADOR
      • nov
      • 16

      #3
      AaaaaAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAH

      Okey, ya paro, pero ¿qué es un comentario mío sin mayúsculas? For old times' sake, right? Qué nostálgico todo, ya echaba de menos leer algo tuyo y volver a esta rutina. Me hiciste más ameno el viaje ayer en tren, así que de entrada llévate ese crédito. En cuanto al fic en sí...

      ¿Steampuk con fantasía medieval? ¡Dónde tengo que firmar! Ya me estoy imaginando las futuras escenas con cachivaches de todo tipo y estoy deseando ver qué te inventas, porque el setting se presta a obligarte a hacer uso de toda tu creatividad tanto para hacer todo tipo de máquinas como justificar cómo se pueden hacer. La historia se desarrolla un par de siglos atrás donde la tecnología no se puede comparar a la que hay ahora (aun así siempre nos las arreglamos para someter al resto de criaturas de la naturaleza. ¿No podría caernos otro meteorito encima?) y al parecer todo empieza con algo tan "simple" como esas bombas hidráulicas, que ya parecen encaminar el destino de Marco después de su encuentro con sir Thane. Sinceramente, pensé que el tipo iba a morir ahí y que la historia la carrilearía alguno de sus hijos porque ya te veía recreándote y escribiendo con una sonrisa demoníaca y todo lujo de detalles cómo lo descuartizaban, aunque supongo que estás reservando la violencia explícita para más adelante (que no es que degollar a una manada entera de lycanroc no sea violencia, pero me espero cosas peores y descritas con más nivel. Seh, algo me dice que estás disfrutando de lo lindo con este fic).

      Supongo que este será el fic sobre el que hiciste la pregunta de si los murkrow hablaban, me pregunto cómo habrás resuelto esa situación al final. Está claro que, como siempre, la gente rica e influyente encuentra la forma de hacer lo que quiere y mientras el grueso de la población normal vive atemorizada de los monstruos, los reyes ya se han hecho con un maldito CHARIZARD ah no, perdón, con un ZACHARLE y varias especies más. Marco Marquito la que te espera, a ver cómo se aprovecha la corona de sus habilidades.

      Btw, no puedo irme sin decir que un tipo pelirrojo (pelo de color cobre cuenta como pelirrojo right, ¿right?), con capa y lanza no puede NO recordarme a Lance. ¿Será este mi husbando de este fic? ¿O tienes por ahí a otros encerrados en la jaula?​​

      En fin, poco más que añadir por ahora. Estaré pendiente de futuras actualizaciones

      Comentario

      • El_Rey_Elfo
        Junior Member
        SUPAR PRUEBA
        • dic
        • 20
        • 🇨🇱 Chile
        • Coquimbo

        #4
        Holi.

        Yo no sé qué es eso de steampunk, así que me puedo esperar cualquier cosa, tengo la mente abierta. Me agrada ese toque que le das al fic, donde en su mundo aun queda mucho por descubrir sobre los monstruos, creo que es lo que leyendas Arceus no logró transmitir del todo bien, puntos extras por describir a los pokémon sin nombrarlos, pero te queda claro cuáles son. Y la lectura se me hizo muy ligera y rápida, me encanta.

        Veo que la trama podría irse por el argumento de que se llevan a Marco para sacarle más sobre los conocimientos que tiene, no creo que lo de las bombas de agua para debilitar a los graveler/geodude sea la única idea que tenga, y veo que eso lo vas a contrastar un poco con sus ganas de hacer algo más con su vida, para que su hija lo deje de ver como un cobarde, lo que más me gusta de este personaje, es que no siente envidia hacia su esposa, como la mayoría de los hombres a lo largo de la historia cuando tienen al lado una mujer más exitosa, se nota que Marco es un hombre que resuelve, green flags. Y creo que su conflicto va muy de la mano con lo que vive mucha gente actualmente, no desperdiciar su vida y lograr algo. Bueno, y también está lo de la comida como motivación.

        Me agrada también cómo redactas, no recordaba que tus fics podían enriquecer tanto la imaginación al momento de leer. Crown fue ya hace muchos años, me siento tan viejo y me entró el bichito por escribir.

        Besos.

        Comentario

        • Tommy
          TLDR?/A tu vieja le gusta
          SUPAR PRUEBA
          • dic
          • 54
          • 🇦🇷 Argentina
          • Buenos Aires

          #5
          Comenzamos el 2025 y damos inicio formalmente a la historia, ocho años después de lo visto en el Capítulo 00.

          Respondo los comentarios a Sakura y El_Rey_Elfo:



          ---

          Capítulo 01: El inventor

          Una nueva mañana comenzó en Scraptown con el habitual estruendo de un estallido en el basural. Los vecinos de la villa estaban acostumbrados al ruido y al humo subsecuente, pero no por eso les preocupaba menos pensar que los fallidos experimentos de Junk podrían acabar atrayendo la atención de los monstruos que merodeaban el Bosque Wreckwood.

          Construida sobre un basural a los pies de la ascendente y lujosa Nova Haven, Scraptown parecía una especie de pila de desechos que con los años habían comenzado a tomar forma de hogares, pero no demasiado. Rústicas y pobres chozas cúbicas de hojalata en el mejor de los casos, cabañas deformes de madera mohosa con chimeneas de latón retorcidas y salpicadas por estiércol de aves pasaban por pintorescas allí. Y bajo esa pila de carencias y unión, apartado incluso de la sombra y casi sumergido en las montañas de mugre que rodaban cuesta abajo desde las laderas de la meseta hasta fundirse con el bosque agonizante, un taller con agujeros en el techo de chapa echaba humaredas de todos los colores. La postal de ese suburbio dentro del suburbio solo podía calificarse como “El lugar donde incluso los criminales de Scraptown prohibían a sus hijos ir a jugar”. Incluso si tenías la suerte de no acabar perdiéndote en el bosque husmeando entre las pilas de chatarra del basural en busca de restos de comida, juguetes rotos o monedas deformes, se creía que los monstruos que allí moraban no eran tan peligrosos como los experimentos del infame y huérfano inventor.

          —Bomberos voluntarios —golpeó la puerta del taller un fortachón de aspecto fatigado que no llevaba consigo más que un humilde balde surtido hasta la mitad con agua de cloacas. Una voz joven crujió a través del portal de madera cuya forma hacía tiempo había dejado de ser perfectamente recta o elegantemente oval, y que parecía como si muchas otras puertas hubieran intentado sin éxito ocupar el lugar en el hueco que la original había dejado.

          —¡Estoy bien, yo me encargo! ¡Tengo todo bajo control! —el bombero pudo escuchar claramente cómo un costal de arena era arrojado torpemente sobre el foco del incendio, sacudiendo la humareda verdusca que brotaba por el techo como un gusano estrangulado.

          Al cabo de unos segundos en silencio en los que solo consiguió oír palabrotas susurradas a toda velocidad por el inquieto joven que claramente estaba teniendo problemas para controlar el fuego, el bombero volvió a llamar a la puerta con sus nudillos.

          —Imagino que sí, Junk —suspiró—. Solo pasaba por el aporte comunitario del mes. Ya sabes, como estamos en septiembre…

          —Ah, por supuesto, sí… ¡Un segundito!

          Cuando la puerta se abrió tras un par de forcejeos y empujones desde adentro, el bombero se hizo a un lado para esquivar el torrente de humo que emergió de su interior. Y de entre la humareda, aguantándose las ganas de toser para no hacer más el ridículo, un joven con su piel blanca teñida de negro, verde y púrpura, asomó con sus expresivos ojos ambarinos acrecentados por el doble aumento de sus goggles. Parecía una especie de insecto intentando imitar a un humano, con el cuerpo demasiado flacucho y la estatura insuficiente para las ropas heredadas y remendadas que llevaba, y con una boina sin visera que no podía tapar el matorral de pelo rubio que se revolvía sobre sus antiparras. Pese a lo lamentable de su apariencia y lo apremiante de sus circunstancias, el muchacho se limitó a dedicarle una ancha sonrisa al grandulón, extendiéndole un pequeño caballito de madera con una especie de gatillo metálico en lugar de la cola, y depositándolo casi con dulzura sobre la palma extendida del atónito bombero.

          —¿Y esto? —se sorprendió por un segundo, antes de recordar a dónde había ido a buscar la recaudación. Junk infló un poco el pecho, se ajustó mejor los goggles y presionó el gatillo-cola de su caballito de madera, encendiendo con el sencillo mecanismo una llama en la cabeza y patas del mismo que habrían quemado al tipo de no llevar puestos los guantes reforzados de su uniforme.

          —¡Lo último en ingeniería juguetil! Espera, creo que debería decir… ¿Jueguística? ¡Sabes a lo que me refiero!

          —¿Me estás diciendo que esto es un juguete?

          —Tú tenías una hija pequeña, ¿no? Seguro le encanta.

          —No puedo obsequiarle esta cosa a una niña. ¿Lo modificaste para convertirlo en un encendedor?

          —Bueno, puedes usarlo para fumar si prefieres, pero no es un hábito muy saludable —se encogió de hombros el muchacho que no debía tener más de quince años y que, aun así, parecía sentirse lo suficientemente capacitado como para decirle a un bombero voluntario qué hábitos eran o no sanos mientras su taller se incendiaba a sus espaldas—. Ahora, si me permites, tengo que volver al trabajo. ¡Y tú deberías hacer lo mismo, Scraptown podría estar en peligro!

          Y de un portazo apresurado finiquitó el asunto sin preocuparse por mostrar más cortesía que aquel juguetito de madera, cuya cola se desprendió como empujada por un resorte, extinguiendo en el acto cualquier atisbo de fuego que hubiera pasado por allí. Al volver su incrédula vista al obsequio que le había otorgado, notó que donde antes había una bonita cabeza de corcel tallada ahora solo quedaba una diminuta cerilla consumida y ennegrecida por la que apenas escapaba un fino hilo de humo.

          Junk no estaba habituado a recibir visitas tan temprano en la mañana. De hecho, no estaba acostumbrado a recibirlas casi en ningún momento del día, aunque de vez en cuando algún envalentonado (o desesperado) vecino bajaba de la villa para pedirle ayuda reparando una caldera fundida o soldando un caño de acero a una silla rota. Scraptown era un lugar humilde pero voluntarioso, y el taller donde Junk trabajaba más de lo que vivía no era la excepción. Sin embargo, y para su fortuna, siempre conseguía ganar un premio doble recibiendo esa clase de encargos sencillos en los que podía entretenerse durante algunas horas o días (a veces rompiéndolas más adrede solo para poder tenerlas un tiempo más consigo antes de devolverlas funcionales a sus propietarios) y ganándose además el beneplácito de los pueblerinos, que en el mejor de los casos hasta le llevaban una tarta recién horneada hacía unos días o algunos gears de plata para poder abastecerse en el mercadillo central.

          Al muchacho no le desagradaba socializar de tanto en tanto, y hasta mostraba su mejor sonrisa —ensayada durante días hasta que se vio lo suficientemente decente para no ahuyentar a nadie con ella— a los demás, pero nunca permitía que otros ingresaran al taller. Quizás por esto muchos habían comenzado a advertir a sus hijos y vecinos de que no se acercaran demasiado, pues decididamente era un lugar peligroso y en permanente riesgo de desmoronarse o volar en pedazos por los aires hasta terminar de mimetizarse por completo con el basural que lo abrazaba. Pero todas esas tribulaciones solo eran ventajas para Junk.

          —¿Todo bien por ahí, Nix? —preguntó a una criatura amarillenta que se escabullía tímidamente entre las sombras y aleteaba con sus orejas alargadas intentando disipar el fuego con un poco de viento—. No, no, así solo lo vas a expandir más. Solo tírale un montículo de arena encima.

          Dicho y hecho, Junk cortó el costal que había revoleado antes contra una pila de bártulos desperdigados ahora por el suelo del taller y vertió un montón de arena sobre el fuego crepitante que brotaba como por arte de magia de un tubo de ensayo sujeto por una varilla de acero al rojo vivo. El pequeño reptil, tan flacucho y amarillo como el humano, se apartó de un salto de la arena y le soltó un gruñido tan agudo e inofensivo que no habría inmutado ni al más cobarde humano con aversión natural para con los de su clase. Y era difícil no despertar terror en la gente ante la mínima mención a esos monstruos, incluso si Junk no conseguía explicarse qué rayos le veían de malo a criaturas tan adorables e inofensivas como Nix.

          —Oh, Nix, eres tan linda y buena —la consoló al verla tiritar de cara a la arena que se esparcía poco a poco junto con los restos de vidrio del frasco que ahora solo echaba una débil humareda negra. El pequeño reptil tembló una vez más, pero esta vez fue para soltarle una descarga eléctrica al contacto con su mano. Junk apretó un poco los dientes, pero no se apartó—. Sácate las ganas aquí todo lo que quieras, pero no se te ocurra soltar esas chispas cerca del aquarium.

          El aquarium, como Junk lo llamaba, no era otra cosa que una enorme caldera agujereada por el frente con un panel de vidrio adosado que contenía unos cuantos litros de agua verdosa dentro de la cual podían adivinarse las figuras de algunos peces nadando lenta y aburridamente de un lado a otro. Bajo este y a lo largo y ancho del destartalado taller, pilas de objetos de mayor, menor o nula utilidad se acoplaban a veces hasta el mismo techo. De haber aceptado visitas alguna vez, probablemente muchos habrían deducido que los agujeros en la cubierta enchapada del recinto no eran más que accidentales excusas para poder levantar pilas de chatarra mucho más altas, por fuera de los límites de su hogar.

          Y aunque allí vivía, pues a veces comía y otras dormía en ese lugar, todo lo que permitía intuir que se trataba de su hogar eran un colchón con resortes de toda clase que se balanceaba como con vida propia en un rincón, una mesa chueca cuyas patas eran pilas de libros y bastones reforzados con tuercas y cinta de papel, un sofá de un cuerpo de un rosa chillón que alguien había obligado a su abuela con mal gusto a descartar en el basural alguna vez y una colección de marcos sin imágenes en una repisa cerca de su estante de trabajo, con la excepción de una diminuta ubicada en un marco mucho más grande que ella, pero que era el más bonito y limpio de todos y, por lo tanto, el único en el que Junk se sentía cómodo depositando su recuerdo más valioso. En la heliografía, un niño enclenque y encorvado y otro rígido y cruzado de brazos se dejaban abrazar por los hombros por un anciano harapiento que soltaba una carcajada casi desdentada. Debido a su limitada reproducción de formas y nulidad de colores, a Junk siempre le asombraba lo nítida que se veía la sonrisa del viejo.

          Saltando pilas de libros y diarios viejos y agachando la cabeza al pasar bajo una maraña de cables que colgaban del techo echando una pequeña llovizna de chispas de tanto en cuando, el joven se dirigió hacia el aquarium y alimentó a los peces con el cuarto de pan que les correspondía, desmenuzando las migas con una sonrisa mientras comprobaba cómo estos se acercaban rápidamente y comenzaban a atrapar los cuerpos de pan flotantes en sus pequeñas fauces. Tras observarlas detenidamente al comer, se dirigió de vuelta a su mesa de trabajo, que no era otra cosa que la cabina de mando de un vehículo submarino que por algún motivo el abuelo había obtenido en su juventud. Ya sin tantos botones o palancas molestas, el centro de mando se veía como una sonrisa de hierro de la que brotaban cables enroscados que Junk aprovechaba para quemar y usar como soldadoras, o para inyectar con la energía de Nix para realizar trabajos más complejos, siempre guiándose por los manuales de ciencia que habían desperdigados a sus pies, o por novelas y fábulas de aventureros que se valían de toda clase de artefactos improbables para salirse con la suya, o de su propia imaginación desatada de nimiedades como la lógica.

          Tomó una hoja de papel de diario cuya tinta se había borrado hace años y aprovechó el espacio en blanco para dibujar con un diminuto lápiz la silueta de los peces, alterando poco a poco su forma hasta asemejarla a la ilustración de un noble aventurero del futuro en una de sus novelas favoritas, que portaba en sus manos una pistola de rayos láser con la que podía vaporizar a sus enemigos en el acto. Mientras bosquejaba el esbozo de idea, mucho antes de preguntarse cómo diablos lo haría funcionar en primer lugar, Nix trepó por su pierna y su espalda hasta posicionarse detrás de su hombro, espiando con curiosidad la obra del inventor. Sin desviar la atención del boceto, el muchacho le extendió un trozo de pan a la boca y alimentó a la lagartija eléctrica, tan enfrascado en su mundo que no le prestó atención al quejido de sus tripas ni al hecho de que el monstruo amarillo devoró toda la ración restante en su mano, dejándolo una vez más sin nada.

          —Rayos, otra vez no… —suspiró al notar los restos de migaja en la palma de su mano izquierda, cuando por fin hubo terminado su diseño al menos media hora después de que Nix finalizara su desayuno—. No queda otra, pero vas a tener que acompañarme. No confío en que no vuelvas a incendiar algo aquí con tus descargas. Vamos.

          Y calzándose sobre el viejo chaleco de lana desabotonado un abrigo gris demasiado largo y ancho y con agujeros al fondo de sus bolsillos comidos por las polillas, Junk tironeó de uno de esos invitando a la criatura a refugiarse adentro de un salto, enroscando su larga cola en punta negra para que no sobresaliera por el orificio inferior.

          Siempre que viajaba al mercado central de Scraptown —que no era otra cosa que la única plazoleta circular sin una construcción en altura donde, en cambio, los vecinos desplegaban mesitas, tablones y alfombras para comerciar toda clase de productos de segunda, tercera u octava mano a módicos precios— se aseguraba de ir bien vestido y de no dejar que Nix fuera visto por nadie. La primera decisión era porque, aunque sus ropas fueran prácticamente harapos, le permitían ser reconocido por cualquiera como “el chico del Viejo Pocket”, como todos llamaban al viejo sonriente y excéntrico de la heliografía. Esto le garantizaba interesantes descuentos promocionales y alguna que otra manzana de regalo por parte de la familia Giggs.

          En mayor o menor medida, todos estimaban al Viejo Pocket y a su entrañable nietecillo que en vano intentaba continuar su legado desde el taller explosivo del basural. Su abuelo —aunque a veces lo pensaba más como un padre— había sido uno de los responsables en elaborar la estructura de poleas y los brazos hidráulicos tomados de una vieja grúa industrial que permitieron erigir Scraptown sin que se desmoronase por el peso de sus construcciones, además de ayudar en el día a día a cualquier vecino que necesitara una mano con ingeniería, mecánica, plomería, carpintería o, por uno o dos gears, la pintura del frente de sus casas. Antes, todo Scraptown formaba largas filas desde las alturas hasta la puerta de entrada del taller. Pero, claro, el Viejo Pocket había sido el Viejo Pocket, y Junk no podía equipararse a su nivel. Tan solo era “el Nuevo Pocket”, y en Vernea lo nuevo era tan temido como la guerra con Zeio y las aeronaves bombarderas que teñían de rojo y naranja los cielos del noreste.

          Y tan temido como lo más nuevo era lo más viejo: aquellas bestias asesinas que la guerra parecía haber vuelto más violentas todavía, una de las cuales viajaba cómodamente hecha un ovillo dentro del bolsillo roto del abrigo de Pocket. Junk guardó una mano dentro y le acarició la cabeza redonda, llevándose un minúsculo chispazo en el proceso, mientras ascendía por las escaleras de piedra a través de la avenida principal de Scraptown, rumbo al mercadillo. Sobre los faroles de argón y chimeneas de latón que brotaban de las casas entre sus ventanas y tejados como ramas de los árboles fantasma de Wreckwood, a veces conseguía ver a los especímenes más pequeños e inofensivos de aquellos monstruos: pequeñas aves de plumaje cobrizo y picos sonrosados que piaban curiosas a los transeúntes o roedores de sucio pelaje purpurino que enseñaban desafiantes sus largos incisivos a las viejas que intentaban ahuyentarlos desde las ventanas sacudiendo bastones y escobas. Aquella mañana, sin embargo, las pocas aves que se cruzó salieron volando apenas lo vieron, tal vez por percatarse de la particular carga eléctrica que el chico llevaba consigo.

          Gracias a Nix, Junk pudo corroborar muchas de las teorías que el Viejo Pocket le había comentado desde pequeño acerca de esas maravillosas criaturas moldeadas a imagen y semejanza de Dios: algunas de propiedades aéreas temían naturalmente a sus descargas eléctricas, pues su depredador más común en los cielos inalcanzables de Vernea no era otra cosa que una feroz tormenta eléctrica. Del mismo modo, las bestias de rayos naturalmente rehuían a la arena y al barro, pues se sabían indefensos contra la tierra capaz de neutralizar su carga eléctrica. Así, el mundo que lo rodeaba parecía responder siempre a principios lógicos de los que podía valerse para salir airoso ante eventuales encuentros desafortunados con monstruos mucho más grandes y temibles que pajaritos y ratones.

          Monstruos tan grandes como el hambriento ejemplar atraído por el aroma de la reciente humareda que se escabullía por los techos del taller. Olfateando con su cuerno en punta entre los restos de podredumbre y cáscaras mohosas en las pilas de basura, sus diminutos ojos rojos se fijaron en la vivienda humana y sus pesadas patas de piedra lo condujeron instintivamente hacia la ventana, olfateando por una grieta en el cristal el aroma a pescado proveniente del aquarium. Y aunque normalmente estos seres acorazados de piedra grisácea eran herbívoros, no le haría asco a un poco de carne luego de atravesar el moribundo Wreckwood durante días sin poder llenarse la boca.


          —Me vas a matar de un disgusto, Junkito —suspiró una oronda comerciante de frutas y verduras mientras le extendía una bolsa llena de naranjas y manzanas al joven inventor, pellizcándole luego una mejilla con aire maternal—. ¡Por favor, come mucho o vas a desaparecer bajo esas ropas!

          —Podría hablar con mi hijo para que te recomiende en el ejército de Brandenburg, ahí seguro te mantienen mejor alimentado e incluso entrenado. ¡Mírate! Das pena, tan flacucho —gruñó un hombre de poblado bigote levantando el chaleco de lana y la camiseta blanca para ver el huesudo costillar del muchacho. Junk se apartó como repelido por una fuerza magnética tan rápido como pudo, antes de que el señor Giggs se llevara una descarga imprevista por parte del monstruo en su bolsillo.

          —Ay, Oscar, no te andes dando ínfulas solo porque a Pete lo aceptaron en ese galpón como operario de máquinas —lo regañó su esposa, que a todo el mundo parecía hablarle como si fuera su hijo pequeño—. Tú sabes que, de tener verdaderos contactos en el ejército, no estaríamos aquí remando a contracorriente sino en Nova Haven, dándonos la buena vida.

          —¡Bah! Ese excusado de ricachones no podría estar más sobrevalorado. Nos quedaríamos ciegos entre tanto blanco.

          —Muchas gracias por todo, señor y señora Giggs —les dedicó una sentida reverencia intentando que no se le cayeran las frutas que abrazaba contra su pecho—. Ya saben dónde encontrarme si necesitan algo.

          Los Giggs le dedicaron una afable sonrisa, aunque Junk sintió la mirada de circunstancia que intercambiaron cuando se dio la vuelta. Sabían que no pondrían un pie en ese lugar luego de lo sucedido años atrás, así como muchos otros habitantes de Scraptown. Desde que el Viejo Pocket se había ido, la villa era más peligrosa, y los vecinos no se alejaban más que unos cuantos metros de sus hogares. Por esto mismo, el basural en la parte baja recibía sus desechos por contenedores vertidos desde las alturas gracias a uno de los brazos hidráulicos que Pocket había acondicionado para ayudar en la construcción. Antes del anochecer, los niños debían regresar a sus hogares y un breve toque de queda regía en Scraptown para que sus calles en pendiente se conviertan literalmente en desfiladeros de basura que se precipitaban en cascada hacia el basural. Esto no solo era peligroso por las razones más lógicas y por los altos niveles de insalubridad, sino porque el potente hedor atraía a ratas mucho más grandes que aquellas púrpuras y curiosas que correteaban ágilmente en los tejados y recovecos de la civilización, y a toda clase de monstruos que despertaban hambrientos en el bosque, listos incluso para triturar el plástico y acero con sus colmillos. En una región azotada por la guerra, cualquier cosa podía convertirse en alimento.

          Pensaba subir unas cuantas calles más rumbo al anticuario de Bob Stone, donde siempre aparecía alguna pieza útil que el chatarrero rescataba de sus excursiones aRavenhurst o Coeurville, cuando un eco distante capturó la atención de sus oídos, y de los del reptil en su bolsillo, que pareció despertar de una plácida siesta luego del copioso desayuno. Algo tembló en el sur, sacudiendo en su vigor un poco de arboleda en Wreckwood y causando un meneo inquietante en los montículos de basura que cobijaban su taller. Ningún hombre era tan fuerte como para causar algo así, y las implacables máquinas acorazadas del ejército real solían anunciar su llegada mucho antes de llegar. Lo único capaz de causar esa sensación de pánico súbito y de poner pálidos a los alegres transeúntes que compraban y vendían por el mercadillo de Scraptown era un monstruo tan grande que solo podía ser vomitado por ese maldito bosque lindante.

          No era la primera ni sería la última vez que Junk correría tanto como esa mañana, pero probablemente era la primera en la que lo hacía completamente en ayunas. Mordisqueando nerviosamente una naranja sin descascarar para no desmayarse por el esfuerzo, el adolescente esquivó cajones, pies y cabezas dejándose arrastrar más por la gravedad y la inercia que por sus cortas piernas, arrojándose con el suave peso de su cuerpo por la pendiente que sentía menos inclinada que nunca en su favor. ¿Por qué hasta la basura podía caer más rápido por esas calles? ¿Por qué no había sido más egoísta con aquellos peces y aquella lagartija que solo le dedicaba groseros chispazos siempre que intentaba acariciarla? Si tan solo hubiera comido un poco de pan, ya habría llegado a su taller y acabado con cualquier monstruo con sus propias manos. No, quizás eso era demasiado absurdo hasta para él… Pero de haber comido al menos un poco, no tendría que haberse apartado de ahí en primer lugar.

          Cuando llegó al basural, más rodando y chocando que corriendo y saltando, Junk oyó el grito de dos niños que se refugiaban bajo una inestable pila de placas de chapa y tablones astillados de madera. Algo agitaba el piso con cada paso que daba, y no le costó adivinar que incluso embestía débilmente, pero con la suficiente contundencia, el portón de madera de su taller doblando un par de montículos apestosos más al sur. Se detuvo con los chicos y los apartó del dudoso techo bajo el cual habían elegido ocultarse.

          —Mejor vuelvan al pueblo, este no es lugar para jugar —les pidió con una sonrisa contagiosa que no surtió ningún efecto en los aterrados infantes.

          —Monstruo… Grande… ¡Cuerno! —atinaron a balbucear, advirtiéndole a Junk del evidente peligro. El inventor arrancó algo de la pila de escombros en sus espaldas: apenas un corto destapador de baño que lucía exhausto luego de ahogarse en tanta mierda.

          —Descuiden, lo tengo bajo control. Vayan a casa y díganle a los vecinos que se encierren un rato —los niños se miraron entre sí, inseguros—. ¡Váyanse o se llevan esto de sombrero! —Amenazó finalmente con el apestoso destapador cuando el montículo sobre sus cabezas volvió a bailar por el temblor. Los niños soltaron un chillido y huyeron a toda prisa.

          Un estallido lo apuró. «Ahí va otra puerta», pensó, y enfiló rumbo a su taller con el destapador como baluarte. Afortunadamente para él, aquella bestia era más robusta que grande, pues en sus cuatro patas no debía pasar el metro y medio de altura, siendo incluso un poquito más bajo que él, aunque cuatro veces más pesado, y provisto por un cuerpo de piedra engañosa que podía pasar por acero perfectamente. Gracias a la gruesa coraza que lo cubría, era un monstruo demasiado ancho como para pasar amablemente por el hueco de la puerta que había pulverizado con su envite y su cuerno. Afortunadamente para el monstruo, los monstruos no necesitaban ser amables para irrumpir en propiedad privada si dentro había un buen alimento esperando por ellos.

          —¡Cuidado con el marco de la puerta, eso no es tan fácil de reemplazar! —exclamó el chico corriendo hasta la ventana y colándose por ella para pararse de frente al monstruo de roca atascado, que daba pisotones destartalando las pilas de libros en el interior del taller. Fijó sus ojos rojos en el chico y aquello pareció animarlo más en su envite, agrietando con su fuerza las paredes de acceso—. ¡Toma! ¡Come esto y cálmate!

          Se acercó con cuidado estirando su brazo todo lo que pudo y enseñándole una manzana fresca. Muy a su pesar, era mejor que comiera eso y no a sus sujetos de estudio en el aquarium. El monstruo pétreo olfateó el fruto rojo un segundo y luego pareció ablandar su postura, relajando los músculos y abriendo delicadamente su enorme boca para saborear esa delicia, pero Nix fue más rápida, y corrió desde el bolsillo del abrigo por el brazo del muchacho, arrebatándole a tiempo la manzana y llevándosela consigo.

          —¡Nix, no!

          El rugido de la bestia atascada lo arrojó hacia atrás. Incluso si vivía literalmente en medio de un basurero, el aliento pestilente de la bestia casi lo desmaya. Tumbado boca arriba pudo ver la imagen invertida del cristal en la pecera resquebrajándose por la potencia del bramido, y un pisotón del intruso hundió un poco el suelo, desatando un estallido de vidrio del que apenas atinó a cubrirse con los brazos sobre el rostro. Al mismo tiempo, la lagartija eléctrica corría sobre sus patas traseras abrazando la manzana. Se agazapó en un rincón bañado por sombras y, mordisqueándola celosamente, sus ojos azules oscilaron nerviosos entre el monstruo acorazado que se abría paso con un impulso de sus patas traseras y el humano que rodaba sobre vidrios, agua, libros y telarañas para reincorporarse apartando a tiempo los pescados chapoteantes que estuvieron a punto de ser zampados de un bocado por la bestia.

          —¡Los tengo! —aquello sonaba como si fuera algo bueno, pero el par de monstruos de agua se retorcían desesperadamente entre sus manos como pidiéndole regresar a su elemento—. Descuiden, los pondré a salvo de inmediato, pero antes…

          El monstruo pétreo se abalanzó nuevamente, ya completamente dentro del taller, pero su cuerno se enroscó con los cables que pendían del techo como lianas de una jungla, relenteciendo su envite el tiempo justo para que Junk pudiera rodar nuevamente lejos de su camino, esta vez apuntándole con los brazos al frente y presionando el abdomen de los pequeños peces de escamas celestes mientras los sujetaba firmemente por sus aletas caudales. Ambos abrieron sus pequeñas fauces instintivamente y expulsaron un par de chorros de agua de su interior, bañando completamente al agresivo depredador, que retrocedió apretando sus ojos y profiriendo un quejido.

          —Nix, si ya terminaste de comer, necesito una mano por acá.

          La lagartija derrapó delante del joven inventor, envalentonada al ver que las criaturas marinas habían aturdido bastante a la mole pétrea. Si aquellos pececitos fueron capaces de amedrentarlo de semejante forma, quizás solo fuera un bruto grandulón que no supondría mayor peligro para ella. Agudizando la mirada y cargando de energía sus orejas, soltó un chillido de guerra y lanzó una descarga brillante en contra del empapado monstruo, pero sus rayos se retorcieron en el aire en torno al cuerno al frente de la mole, envolviéndose a su alrededor y consumiéndose completamente por éste como si de una perfecta antena neutralizadora se tratase. Junk carraspeó en el lugar, pues lejos de hacerle siquiera un rasguño, la descarga parecía haber sido el cosquilleo que el monstruo necesitaba para salir de su trance por el agua, volviendo a abrir sus feroces ojos rojos y dando un pisotón al frente mientras arrancaba algunos cables con un movimiento de cabeza.

          —¡Sígueme si quieres comer algo más delicioso que carne de pescado! —llamó a la feroz mole acorazada enseñándole una reluciente fruta. Nix le dedicó una mirada de reproche, pero decidió comportarse esta vez y seguirlo cuando salió corriendo del taller seguido por el agresivo envite del monstruo de piedra.

          Tras el ensanchado marco de la puerta —ya sin puerta—, Junk disparó a sus pies con los peces que empuñaba cual pistolas y torció la trayectoria de su carrera antes de chocarse contra un montículo de chatarra de más de cinco metros de altura. De largo pasó el monstruo hambriento, que resbaló con el charco de agua y no pudo redirigir su carrera a tiempo para evitar que la montaña de escombros sucumbiera sobre él. El joven y su lagartija vitorearon con amplias sonrisas, e incluso los peces en sus manos parecían satisfechos con su cooperación, pero la pila de chatarra rugió con tal vehemencia que varios fragmentos de basura salieron disparados estallando contra las ventanas y paredes del taller, y con una sacudida de su cuerpo, el monstruo volvió a emerger más fuerte que cualquier obstáculo en su camino.

          Se giró un segundo para asegurarse de que no hubieran curiosos vecinos de Scraptown atestiguando sus últimos momentos con vida, pero un chillido de la criatura eléctrica en su bolsillo lo devolvió rápidamente a la realidad: una en la que el suelo se sacudía preso del sismo desencadenado por la embestida del monstruo de roca, cuyo cuerno resplandeció bajo los rayos del Sol en dirección al humano. Junk le apuntó de nuevo con sus pistolas vivas, pero al notar que su adversario solo aceleraba su carrera y pisaba con más vigor que antes al sentirse amenazado, decidió bajar los peces y, en su lugar, sacar rápidamente una naranja, haciéndola rodar por el suelo hacia él. Apretó los ojos preparado para lo peor, pero el temblor se detuvo tan pronto como las fauces del monstruo se encontraron con el fruto fresco que reposaba en el suelo delante de sus patas.

          Tuvo que entregarle todas las manzanas y naranjas que los Giggs le habían obsequiado esa mañana para dejarlo completamente satisfecho. Hubiera deseado que alguien estuviera allí presente aparte de él, Nix y los peces-pistola, pues de haber visto al imponente monstruo cornado asintiéndole dócilmente con la cabeza, dando media vuelta y regresando al bosque, probablemente en Scraptown comenzaría a correrse la voz de que aquellas bestias indómitas no eran realmente tan hostiles como todos pensaban. Soltó un pesado suspiro cuando sus tripas volvieron a reclamarle la falta de alimento, y tras fijar sus exhaustos ojos en los pececitos que se retorcían inquietos en su mano, recordó que debía devolverlos al agua. Tras llenar un balde en un aljibe cercano y depositar a las criaturas marinas en su elemento, se permitió curiosear un rato entre la nueva alfombra de chatarra que se extendía en la entrada del taller.

          —Mira nada más, la gente sigue tirando estos impecables tornillos de bronce como si fueran basura. ¿Y qué me dices de este estupendo perchero? Si le hago algunas modificaciones, seguro puedo fabricar un deslizador con las ruedas de poleas para cables. Así podré volver más rápido al taller si sucede algo mientras estoy en el mercadillo.

          Mientras revolvía la basura y olfateaba bolsas opacas para constatar si dentro había algo relativamente fresco y comestible, algo rodó hasta sus zapatos y reflejó un rayo de luz directamente desde su carcasa de acero. Era una esfera del tamaño de una manzana, construida con toda clase de metales diferentes soldados en un centro enroscado por una gran tuerca cuya cabeza se asemejaba a un engranaje de cobre. El cuerpo de metal era esterillado por fuera, permitiendo ver una bola de cristal en su interior que parecía delicada y que incluso mostraba algunas grietas menores. El cristal estaba sucio, pero al agitarla con la mano comprobó que, efectivamente, había algo guardado en su interior. Junk jamás había visto algo como eso, y se aseguró de escudriñar su alrededor antes de decidir que lo más prudente sería abrirlo dentro del taller. Corrió dentro seguido por Nix, depositó el balde con peces y arrastró un pedazo de techo de chapa caído al marco de la puerta para hacerse con una nueva en un santiamén: era casi perfectamente rectangular esta vez.

          Se sentó en el sofá rosa chillón esquivando el resorte que siempre se le clavaba en el trasero y se cruzó de piernas, encorvándose completamente sobre el objeto que acababa de descubrir. Se puso unos viejos guantes de cuero de caballo de tiro que alguna vez le obsequiaron al Viejo Pocket como agradecimiento por sus servicios en Scraptown, como si aquel gesto fuera a cambiar el hecho de que la esfera había estado durmiendo entre porquería durante quién sabe cuántos meses (pues el servicio de incineración de basura móvil enviado por Nova Haven pasaba dos veces al año en los mejores años), y mordiéndose la lengua para que no le temblara el pulso comenzó a girar la tuerca del engranaje central, liberándola de su carcasa de acero con un “¡Click!” y quedándose con una perfecta bola de cristal sucio en la palma de la mano. Como si el abandono del abrazo metálico le hubiera partido el corazón, el cristal terminó por agrietarse en el acto, resquebrajándose como un huevo y desplegando un bollo de papel guardado en su interior: era una nota escrita a mano en un viejo papiro amarillento. Al leerlo, a Junk se le resbaló de los dedos.

          “No me busques. Encierro más que solo secretos.”

          —Tiene que ser una broma.

          Arrancó su cuerpo del sofá y se lanzó sobre los libros desperdigados buscando los ejemplares más viejos y con peor encuadernación. Se quedó con uno y lo apoyó en su mesa de trabajo corriendo los frascos y tubos de ensayo con el brazo, llamando a Nix con un chiflido. La lagartija reptó por su nuca y se detuvo sobre su cabeza, entre el matorral de pelo rubio con el que casi podía camuflarse, y acercando sus largas orejas a las manos del muchacho emitió un tenue brillo dorado que alumbró perfectamente las hojas desvencijadas. El propio reptil le acomodó los goggles con las patas delanteras, y con un gesto afirmativo de cabeza, Junk se calzó el segundo par de cristales para aumentar todavía más su visión. La imagen era inconfundible: del lado izquierdo, un viejo manual de investigación de su abuelo describía con lenguaje soez y poco técnico cómo se podían emplear plumas de ave de acero para forjar espadas. A su derecha, en la mano que más temblaba de las dos, la nota escupida por aquella esfera misteriosa expelida por la basura. La misma letra imprecisa trazada en ambos documentos.

          —Viejo…

          Tuvo que apartar las manos antes de que sus lágrimas pudieran desdibujar la tinta sobre el pergamino. Nix le quitó los goggles antes de que sus ojos se ahogasen presos del par de aquariums emocionales, y los peces se ocultaron rápidamente bajo el agua cuando creyeron que el joven los había atrapado espiando con curiosidad. Se estaba secando con el dorso del brazo cuando la luz del monstruo eléctrico delató garabatos más tenues desperdigados por el dorso del viejo papel. Tal había sido por el impacto de aquel encriptado mensaje con la letra de su abuelo que no se le había ocurrido mirar el reverso, pero al hacerlo constató que eran toda clase de dibujos minúsculos de los mecanismos que parecían hacer funcionar aquella esfera de metal. Al cabo de unos cuantos minutos, Junk arqueó una ceja.

          Verificó la carcasa vacía y abierta que había dejado olvidada en el sofá: no parecía haber nada excepcional en ella más allá de su diseño peculiar. Un pequeño y sencillo resorte se disparaba tras girar el seguro de la tuerca frontal, abriéndola súbitamente. Para cerrarla, simplemente debía presionar el metal con su dedo y girar el engranaje hasta sellar la unión de ambas carcasas. Quizás sería una especie de juguete antiguo que el Viejo Pocket habría diseñado para sorprenderlos a Caleb y a él, y que terminó descartando al pensar que seguramente no le encontrarían nada divertido a abrir y cerrar una bola vacía en la que solo podían guardar manzanas o naranjas demasiado pequeñas. Pero aquello solo habría tenido sentido si su abuelo no hubiera partido hacía ya más de cinco años. El servicio de incineración de Nova Haven ciertamente no se preocupaba por la mugre acumulada en Scraptown, pero jamás había pasado más de un año sin visitar el basural con sus descomunales hornos móviles, previniendo así una tirada de oreja del rey y la rumoreada formación espontánea de monstruos tóxicos a raíz de la contaminación residual.

          Su instinto lo condujo una vez más a la mesa de trabajo. Tan apasionante era el hallazgo que olvidó el hambre y el cansancio durante las siguientes horas hasta bien entrada la noche, cuando su grito de eureka agitó a los peces que dormitaban plácidamente enroscados en el estrecho balde lleno de agua. Tras desarmar y armar varias veces el objeto de metal, constató que las estrías sobre su carcasa superior no solo permitían vislumbrar aquello que se resguardara en su interior, sino que esencialmente fungían como ranuras semicirculares con la forma exacta para que algo pudiera incrustarse en ellas desde afuera hasta sellar al vacío el dispositivo de guardado. Pero… ¿Qué rayos podía guardarse bajo ese mecanismo tan específico? Pensó en pequeños explosivos, tal vez, aunque no podía imaginarse a un soldado preocupado por tomarse esa molestia adicional en medio de una situación crítica de vida o muerte. Lo único que llegó a percibir en la cara interna del metal fue una fina cara de polvillo que se adhirió desde el cristal partido, y que instintivamente llevó a su nariz para olfatearlo con cuidado. El aroma era casi imperceptible, pero sintió una ligera picazón en los ojos, y la necesidad de parpadear más de la cuenta. Le recordaba un poco a la cebolla.

          Antes de poder continuar, se encontró tan profundamente dormido que la noche acaparaba el cielo de Vernea cuando sus ojos se volvieron a abrir. Había sido como un suave parpadeo que acabó pesándole más de la cuenta. Y aunque había comido poco y nada y el encontronazo con el monstruo unicorne lo sobresaltó sobremanera, nada justificaba que el sueño le diera semejante golpe a traición. Al ver que Nix todavía dormitaba en su regazo, pensó que no sería justo despertarla para que alumbre su mesa de trabajo, y se quedó acostado mirando las estrellas a través de los orificios en su techo de chapa.

          Por la mañana, cuando los primeros rayos de Sol barrieron la grieta que separaba la plancha de acero del suelo desde el marco roto de la puerta, un golpecito llamó tímidamente a su hogar. Quizás fuera ese bombero voluntario reclamándole que su hija había perdido un ojo jugando con el caballito de fuego. Arrastrando los pies, Junk se dirigió encorvado al émulo de puerta y lo arrastró hacia un lado solo para caer de bruces sobre su trasero cuando del otro lado apareció bañada por el sol la figura del monstruo de piedra.

          —¡¿Qué haces tú aquí?! —le apuntó con el dedo, arrastrándose hacia atrás. Nix abrió un ojo y se erizó contra la pared echando chispas por las orejas, y los pececillos comenzaron a chapotear inquietos en el balde.

          —Rhy… —barritó aquello agachando un poco su alargada cabeza, mirándolo con aquellos intimidantes ojos rojos que, a diferencia del día anterior, hoy parecían verlo casi con dulzura. El monstruo abrió la boca con paciencia, y el estómago de Junk gruñó.

          —No tengo más comida, tienes que ir a buscar a otra parte.

          —Ho…

          El monstruo pareció desilusionado, pero obediente comenzó a apartarse y a doblar rumbo a Scraptown. Junk abrió los ojos y gateó más rápido que un gato fuera del taller, frenándolo con un abrazo.

          —¡No me hagas caso! Yo me encargo, tú espérame aquí, ¿sí? No quiero que vayas a cansarte subiendo esa pendiente.

          El monstruo asintió como si hubiera comprendido a la perfección cada una de sus palabras. O posiblemente hubiera percibido el miedo con el que el muchacho actúo ante la idea de que aquella bestia demoledora se adentrase en la civilización y acabe conjeturando que un par de niños podían alimentarlo mejor que unas cuantas frutas.


          Golpeó diez veces la puerta de la casa de los Giggs, y la señora abrió entre bostezos.

          —Oh, Junkito. ¿Qué haces por aquí tan temprano? Oscar todavía duerme. Si es por lo del ejército, no le hagas caso, solo estaba parloteando.

          —No es eso, necesito-- —sus entrañas completaron la frase por él, y la señora bonachona comprendió que no había comido. Se llevó una mano al rostro.

          —Veo que lo de ayer no fue suficiente. Pero… ¿En serio te comiste todo eso? ¡Tienes un estómago insaciable, después de todo!

          —Le pagaré esta vez —y, sacando hasta el último gear de plata que pudo encontrar entre los escombros de su hogar, incluyendo viejos botones quebrados y tuercas tan oxidadas que parecían haber salido de un auténtico naufragio en las profundidades del océano, Junk extendió sus manos y agachó la cabeza muerto de vergüenza—. ¡Acepte esto humildemente, por favor!

          La señora Giggs suspiró antes de esbozar una dulce sonrisa y cerrar las manos delgadas y temblorosas del joven. No es como si ellos mismos no pasaran necesidades, pues todos en Scraptown vivían como podían con lo que tenían, pero no se hubiera perdonado nunca por arrancar de aquellas manos cansadas y avejentadas las últimas monedas que le quedaban. Para no ofenderlo, sin embargo, acabó aceptando medio botón y dos tuercas oxidadas, y a cambio llenó el morral de cuero sin solapa que Junk había llevado con pan, manzanas («Las naranjas se vendieron todas, y éstas no están tan frescas como las de ayer, pero sería peor tirarlas») y un poco de lechuga, además de guisantes y semillas que podían hacer una sopa decente con el calor suficiente. La mujer lo abrazó cuando oyó los quejidos de su esposo al despertar, y lo apuró a irse antes de que Oscar descubriera que la ración de comida había desaparecido.

          Sin poder agradecerle lo suficiente, corrió a toda prisa cuesta abajo ignorando las preguntas de vecinos sobre qué rayos había sido el escándalo en el basurero del día anterior. De todos modos, no habría sabido cómo explicar aquello sin desatar el pánico colectivo.

          Al regresar, comprobó que el monstruo de piedra no solo lo había esperado pacientemente, sino que tenía a Nix trepada en la cabeza chillándole gruñonamente que repare un poco del daño que había causado ayer, por lo que con su vigoroso cuerpo se había encargado de recoger los escombros que dificultaban el acceso al taller, formando nuevos montículos de chatarra casi prolijos alrededor del baldío. Junk lo invitó a pasar y dispuso un trozo de chapa recalentada por el Sol como mesa improvisada para que todos pudieran disfrutar de un copioso desayuno. Incluso los peces saltaron del agua para saborear algunas semillas y lechuga picada, mientras que la mole de doscientos kilos esta vez tuvo la decencia de comer un poco menos de lo que su cuerpo le pedía, permitiendo con gratitud que Junk comiera su parte (es decir, aquello que Nix le permitía llevar a su boca antes de robárselo).

          Fue el momento más feliz que el joven inventor experimentó en mucho tiempo, y aunque no entendía qué rayos querían decirse esas misteriosas criaturas que intercambiaban gruñidos de complicidad, podía captar cierta armonía en el ambiente que le recordó fuertemente a las mejores comidas compartidas con el viejo y su hermano. Tan surrealista le resultaba esa felicidad compartida con monstruos temidos universalmente por los humanos, que no pareció fuera de lugar cuando una de las manzanas resecas comenzó a comerse a sí misma desde dentro ante la mirada perpleja de Nix y los demás.

          —¡Hel! —chilló la lagartija amarillenta pegando un brinco y soltando una descarga contra la manzana suicida, pero sus rayos viraron antes de darle y se zambulleron en el cuerno de piedra del rinoceronte, que se llevó no pocos reclamos de la criatura eléctrica porque su mera presencia le restaba autoridad en la mesa.

          —¿Y tú qué cosa eres? —le preguntó Junk, todavía divertido, a la manzanita que había revelado un par de ojos saltones y verdes desde el interior de la cáscara.

          Mientras Nix lo miraba con sus azules ojos llorosos como pidiéndole permiso para comérselo, Junk tomó al monstruo parasitario entre sus manos y comprobó que de él pendía una inquieta colita verde asomando desde la parte inferior del fruto rojo. Con un par de mordiscones más, aquello terminó por consumir el fruto que habitaba, revelándose como un insignificante gusanillo regordete que de un brinco y un mordisco se zambulló nuevamente en otra manzana, rodando lejos de las fauces del de roca justo antes de que éste pudiera comérsela. Los ojos del insecto se apaciguaron tras su breve desayuno, cerrándose plácidamente en un profundo sueño que hizo ver a su nueva morada como cualquier otra de las manzanas sobre la mesa de chapa.

          —No se lo coman, por favor —les pidió cambiando completamente de semblante, poniéndose de pie y apartándose neuróticamente hasta su mesa de trabajo. Y al igual que su cabeza, la esfera de acero que el Viejo Pocket le había enviado desde el cielo hizo un fuerte “¡Click!”.


          Dos meses después, ya bien entrada la tarde, Junk regresó a Scraptown. En la puerta de su taller lo esperaba gran parte del pueblo, y el basural se había reducido a apenas un poco de pasto y tierra quemada. Había un aroma ahumado y un canasto lleno de manzanas frescas esperando por él en manos de la señora Giggs, que no contuvo sus lágrimas cuando lo vio regresar desde el Bosque Wreckwood. Corrió a darle un fuerte abrazo, pero su marido la agarró del brazo cuando vio mejor al inventor.

          —¡Junk, pensamos que habías--!

          —¿Qué traes contigo, muchacho? —levantó la voz Oscar, tan enfadado como preocupado. Los niños que se habían topado con el monstruo de piedra haciendo estragos en el basural lo reconocieron y corrieron junto a sus padres, tan aterrados como orgullosos de demostrar así que no les habían mentido aquella mañana. Incluso el bombero voluntario estaba presente, y había formado parte del equipo de búsqueda que se adentró en Wreckwood las semanas anteriores buscando lo que quedara de él.

          —No tengan miedo, descuiden, esta vez les prometo que nada va a explotar —sonrió Junk, que tenía un ojo hinchado y varios moretones en los brazos, pero que mostraba un semblante fuerte pese a ello. A ambos lados de sus pantalones y amarradas a su cinturón de cuero bien ajustado, dos cilindros de cristal llenos de agua contenían un par de peces que enseñaban los colmillos a los humanos. A sus espaldas, el robusto monstruo de roca ahora lucía dos vigorosos cuernos, uno de los cuales era más largo y se asemejaba a un taladro como los que usaban para excavar las minas de Brandenburg en busca de oro y minerales preciosos. Los niños creían recordarlo cuadrúpedo, pero éste ahora reposaba sobre sus patas traseras, alcanzando una envergadura de tres metros de altura. Cada pisada era una advertencia a la estabilidad de la villa.

          —¡Aléjalos de nosotros!

          —¡Vuelve por donde viniste!

          De los bolsillos rotos del abrigo del Viejo Pocket colgaban dos colas inquietas que se balanceaban de un lado al otro: una verde y otra amarilla y negra. Dos pares de ojos curiosos espiaron por fuera: verdes y azules como postales de vida y naturaleza. Pero todos los vieron como amenazas letales, y algunos exhibieron palos y piedras para enfatizar su desprecio a las bestias que el chico había arrastrado a su pueblo, condenándolo para siempre.

          —Qué dramáticos… ¿Cuándo fue la última vez que una manzana destruyó sus hogares y se comió a sus hijos? —y, hundiendo la mano en el bolsillo izquierdo, sacó a la criatura parasitaria y se la enseñó a todos con el orgullo con el que una madre presumía de su hijo recién nacido. Aunque el monstruo frutero los saludó con un amigable chillido encerrado en la manzana, nadie pareció prestar atención a otra cosa que a la bestia acorazada que parecía nerviosa e intranquila al estar de pie ante tantos humanos. Sin embargo, Junk permaneció tranquilo, y hurgó dentro del abrigo hasta alcanzar un bolsillo interno más pequeño, del cual sacó un objeto que brilló bajo la luz plateada de la luna que le ganaba al Sol en el firmamento—. Hice una breve excursión, como habrán notado, y tras investigar lo suficiente… ¡Por fin pude terminar mi revolucionario invento! Es tan solo un prototipo, pero estoy seguro de que comprenderán su importancia cuando--

          —¡¡Llévatelos de aquí, niño!!

          —Hijo, no te acerques.

          —¡Vi a esa cosa arrojando rayos a los pájaros una vez! ¡Es peligrosa!

          —¡Llamen a Nova Haven! ¡¡Consigan ayuda!!

          Antes de poder exhibir contento su máximo orgullo, Scraptown había regresado a Scraptown a toda prisa. Solo quedaban presentes el señor y la señora Giggs, y el bombero voluntario que apretaba con fuerza la mano de su hija, cuyos ojos todavía brillaban pensando en si ese genio inventor podría construirle acaso un rinoceronte bípedo de madera o tallarle una dulce manzanita con ojos para jugar con su caballito chamuscado.

          —Ay, Junkito… —la señora Giggs quería, pero no se atrevía a dar un paso más arriesgándose al encuentro con ese monstruo terrorífico—. Todo esto que haces es muy peligroso, yo sé que los debes extrañar mucho, pero--

          —No, Susan —bramó Oscar dando un paso delante de su esposa con los brazos extendidos para protegerla—. Ese chico nos tomó a todos por idiotas, viviendo de nuestra hospitalidad mientras buscaba la manera de aliarse con las bestias del bosque maldito. ¡¿Para eso nos pedías alimento antes de irte?! ¡¿Para cerrar tratos con esos demonios?!

          —Sí y no —replicó el inventor, encogiéndose de hombros. Oscar soltó algo así como un gruñido, pero el muchacho se limitó a dedicarle una sonrisa amigable y lastimera a la niña que era apartada de allí por el bombero voluntario. Éste apenas se limitó a mirarlo con dolor por encima del hombro antes de comenzar a alejarse de regreso a su hogar.

          —Tienen que volver al bosque, ahí es donde pertenecen, y nosotros aquí —intentó conciliar la mujer al joven, sin saber si de un momento a otro éste podría volverse completamente loco como su abuelo y hacer que esas bestias los aplasten a todos—. ¡Este es nuestro hogar, no el suyo! —Insistió, exasperada, ante la falta de respuesta de Junk.

          Pero él no necesitaba palabras para callarlos. Se limitó a enseñar con desgano aquello que sacó finalmente del bolsillo interno del abrigo de su abuelo: una esfera con carcasa metálica de color plateado y cobrizo, envolviendo sus lienzos estrilados una más pequeña de fibra de vidrio translúcida que permitía ver algo resplandeciente en su interior, como un ojo minúsculo de piedra azul que soltaba ligeras descargas dentro del receptáculo. Un polvillo verde brillante flotaba suspendido en el interior, envolviéndolo como la aurora del polvo de estrellas que formaba galaxias en aquel universo de bolsillo.

          —Señora Giggs, a esto llamo “Bola de Pocket”. Es… Un recuerdo de mi abuelito, ¿sabe? Y es lo más preciado que tengo. Le prometo que tan pronto como pueda haré otra para usted, para agradecerles a los dos por todo lo que hicieron por mí y, sin saberlo, por ellos también —se giró hacia la bestia de piedra que permanecía calma e inalterada comiéndole la sombra, y luego hacia los ojitos inseguros de Nix espiándolo desde la oscuridad del bolsillo—. No les tema, por favor. Solo les hablé maravillas de ustedes, y de la gente de Scraptown. Ellos nunca permitirían que algo malo le pase a la gente buena, no son esa clase de monstruos.

          —¿Ah no, y qué son entonces? ¿Ángeles caídos? —farfulló Oscar, intranquilo y con una ceja crispada, aunque su agitado corazón le suplicaba que creyera en las palabras y buenas intenciones del chico.

          —No lo sé, pero hasta que pueda averiguarlo… Ellos pueden permanecer al lado de los humanos.

          —No puedes vivir con ellos —zanjó Susan Giggs, una vez más, como si fuera su propia madre—. En el mejor de los casos, esas criaturas son empleadas como armas por el ejército real.

          —Déjanos hablar con Pete, y buscaremos la manera de que estén al servicio del Rey. ¡Serán más honrados como soldados que como bestias!

          —¡¡No!! —rugió Junk, exasperado y nervioso, la mano que sostenía la esfera temblando de impaciencia—. Los honraré como lo que son: mis compañeros, mis amigos, mi… familia.

          Y girando el engranaje frontal liberó el mecanismo resorte que abrió la mitad superior de la carcasa tras exhalar un chorro de vapor. Una descarga de Nix alcanzó para hacer brillar la gema en el núcleo interior del objeto, haciendo girar las partículas verdes en su interior. Apenas tuvo que apuntar aquel extraño objeto a la mole de tres metros que aguardaba por detrás, y lejos de reaccionar de forma agresiva por percibirlo como una amenaza, éste cerró sus ojos rojos y relajó todos sus músculos, dejándose envolver por la corriente de energía que emanó de la bola. Los Giggs no daban crédito a lo que sus ojos veían, y la hija del bombero comenzó a arrojar patadas y sacudir los brazos con una sonrisa llena de ilusión mientras éste la cargaba en brazos ascendiendo por la calle principal de Scraptown.

          —¡Se encoge, papi! ¡Se hace tan pequeño como el caballito de fuego!

          El cuerpo de la bestia se desmaterializó en su lugar, consumido por el torbellino magnético que albergaba la esfera de metal en la mano de Junk. En un santiamén, su imagen volvió a emerger nítida a través del cristal que envolvía el interior: dormitando plácidamente, ahora se hallaba encogido e ileso. Acercando bastante los ojos, incluso podía apreciarse su apaciguada respiración. Boquiabiertos, los Giggs no supieron cómo protestar ante eso. El gusano en la manzana ladeó un poco la fruta y parpadeó con curiosidad desde el hombro de Junk, que les sonrió tímidamente exhibiendo de nuevo la esfera en la palma de su mano, con el monstruo capaz de sacudir pueblos enteros con sus pisotones siendo capaz ahora de caber en sus bolsillos.

          —Muchacho, tú… Eso… ¿Cómo es que…?

          Atinó a balbucear Oscar, pero Susan tomó su mano con cariño y, finalmente, le dio un sentido abrazo al joven. Luego, apretó sus cachetes y lo miró seriamente a los ojos.

          —¿Cómo dijiste que se llamaba este objeto?

          Desde la arboleda gacha y melancólica de Wreckwood, un joven soldado de Nova Haven terminaba su turno de patrulla junto con los últimos rayos del Sol poniéndose en el oeste. Cabalgaba sobre un corcel muy similar al juguete que Junk le había obsequiado al bombero voluntario, solo que su cabeza no estaba chamuscada por el fuego que ardía a través de una ranura en su casco de bronce. Los ojos del uniformado no salían de su asombro, y no estaba seguro de que su visión no hubiera sido una ilusión producto de los traviesos espectros que merodeaban el bosque nocturno. Espoleó el cuerpo de su corcel con la bota y éste torció el galope a toda prisa, ascendiendo por una colina lindante a Scraptown que conducía directamente a la compuerta de acceso de la gran ciudad blanca.


          Continuará…

          Comentario

          • El_Rey_Elfo
            Junior Member
            SUPAR PRUEBA
            • dic
            • 20
            • 🇨🇱 Chile
            • Coquimbo

            #6
            Acá va un kie especial.

            KIEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEE

            Holi.

            Me agrada Junk, tiene una personalidad muy humilde y sencilla, me fascina que sea despreocupado y curioso, parece ser alguien que sólo vive el día a día, hasta ahora que descubrió la esfera y lo que pueden hacer, imagino que su propósito ahora será convencer a más gente de que pueden ser amigos de las criaturas, creo que es alguien muy noble, me pregunto cómo reaccionará a cuando quieran usar el invento de su abuelo para fines egoístas. Scraptown y el resto de lugares están a punto de vivir una revolución cultural con esta invención.

            Me gusta mucho también cómo retratas la relación de Junk con su abuelo sin que éste esté vivo, y en cómo Junk termina heredando un descubrimiento tan importante, y por casualidad-a propósito, no me extrañaría que el abuelo lo haya dejado ahí adrede para que Junk lo descubriese. Creo que le abuelo puede ser el hombre que vimos en el capítulo 0. Esta primera pokéball puede ser el avance tecnológico de lo que usaron con Charizard.

            Ya me estoy imaginando las posibilidades, cosas buenas y malas pueden pasar ahora.

            Besos.

            Comentario

            • Sakura
              Polémica Administradora
              SUPAR PRUEBA
              ADMINISTRADOR
              • nov
              • 16

              #7
              —¡Cuidado con el marco de la puerta, eso no es tan fácil de reemplazar! —exclamó el chico corriendo hasta la ventana
              Qué tierno. Aparece un monstruo que podría derribar toda la casa e incluso comerse al muchacho y lo único que le preocupa es que el marco de la puerta se rompa. Por un lado, creo que esta escena resumen muy bien la personalidad del chico y, por otra, me hace pensar que ha vivido tantas penurias que esta es simplemente otra experiencia en su alocada vida. O simplemente el hecho de convivir con otras criaturas similares ha hecho que le pierda el miedo a los monstruos (hablando de eso, qué genial me pareció cuando utilizó a los peces como arma, con criaturas así quién necesita pistolas de verdad).

              Al fin conocemos a nuestro prota, Junk, cuyo nombre le va que ni pintado porque mira la de chatarra entre la que vive y la que usa para construir sus cachivaches. Me ha caído simpático el chaval, que a priori parece el típico inventor loco que con suerte logra que su casa no se derrumbe, pero al final vemos que es capaz, con la ayuda de su abuelo difunto, de construir el primer (?) prototipo de pokéball. Imagino que este momento marcará el inicio de su aventura, una en la que ya es repudiado por gran parte de la población de Scraptown (reject society, embrace Pokémon) y en la que hará caso omiso a la advertencia de su abuelo y tratará de seguirlo o lo que sea que haya dejado atrás.

              Estuvo muy entretenido. Esperaré el siguiente.

              Comentario

              • Poisonbird
                4th Wall Breaker
                SUPAR PRUEBA
                • dic
                • 29
                • 🇺🇸 Estados unidos
                • ¿London?

                #8
                ¡Lo leí! I am so proud of myself, chirp!

                Voy a empezar diciendo, nada más leer el primer párrafo, no he podido sino evitar pensar "is that Pokémon x Shingeki no Kyojin crossover?" (yo y mi predisposición a encontrar similitudes con otras franquicias). Nah, qué iba a tener que ver una cosa con la otra... el setting es más o menos similar though. Aunque bien dijo Saku que es más Steampunk que otra cosa-wait, ¿es Steampunk, really, o es Poké en su Segunda Guerra Mundial? De una forma u otra, ¡me gusta! Sobre todo por el contexto histórico, que es... muy plausible, incluso dentro del canon. Se ve que te montaste bien el worldbuilding y tomaste bases bastante robustas. Por ello me quito el sombrero... o eso haría si tuviera puesto uno [?].

                Y ahora es la parte por donde ahondo en el capítulo... ptamare, no sé por dónde empezar. Es que me estoy debatiendo en decir "muy original" (¡lo es!), pero leches, eso se puede aplicar a todos los que estamos aquí porque tendemos a divergir de la típica historia de Poké. Aunque... señores del proletariado de 40 años como protagonista no he visto muchos, y menos en esta franquicia. De momento ni me cae bien, ni me cae mal. ¿Los soldados del rey though? Pueden irse a tomar por-

                A ver, igual bien por ellos no asumir de inmediato que el señor (me tengo que aprender los nombres ya) sea un enemigo y les haya...

                ... Ha... ya...

                ?

                ¿Qué quería decir aquí, otra vez?

                En fin, parece que me han mandado cualquier cosa mientras estaba redactando el comentario yyyy se me pasó lo que quería poner. Así que, sep, voy a concluir con una "buena intro" y aprovecharé que acabo de leer el siguiente para comentar ese también.

                Y voy a empezar diciendo que Junk NO merece ese nombre ¡PORQUE ES EL TROZO DE PAN QUE NO SE COME! OK that was weird. Muy al contrario que al prota del anterior que ya se dispone a echarse a hostias contra los Lycanroc (a veces me cuesta saber qué Pokémon es cual, a pesar de los esfuerzos que haces por describirlos... then again, esto está situado en una época antes de que les dieran nombre), aquí tenemos a un muchacho que no discrimina a los bichos, pero que encima los alimenta. ¡Y el muchacho solo va haciendo sus cositas! Ya sabes, conectando cables, combinando cosas, haciendo artilugios con chatarra, ¡lo normal! Y no se diga que el chico no le da ni rencores, ni se derrumba ni ná cuando el Ryhorn le destroza la choza. No, ¡encuentra una bola y se pone a ir al bosque! ¿Creo que eso pasó? Igual tengo Déficit y a veces la noción del espacio-tiempo dentro de la lectura se me pierde... no me tengas en cuenta si fallo en entender algunas cosas @-@. Parecería, eso sí, que está siguiendo los pasos de su abuelo, por eso...

                Igual el pueblo me da un poco de asquito; y no por la basura, precisamente. Entiendo que estén asustados todos al ver al evolucionado Rhydon, pero dejen hablar al pobre chico antes de mandar a sus compas para fuera o alistarlos a la esclavitud al ejército, leches .

                (¡Yyyyyy el chico inventó las Pokéball, yipee! Definitivamente no va a derivar en ninguna escalada de la guerra, ¡no señor! A no ser que Junk haga los primeros Snags de la historia huehuehuehue)

                Bue, con suerte la siguiente ocasión haré mejor comentario. ¡Seguiré leyendo! Cheerio~!

                Comentario

                • Tommy
                  TLDR?/A tu vieja le gusta
                  SUPAR PRUEBA
                  • dic
                  • 54
                  • 🇦🇷 Argentina
                  • Buenos Aires

                  #9
                  Aunque el prólogo tuvo su dosis de crudeza, la verdad es que el primer capítulo me quedó bastante tranquilo y bien intencionado, ¿no? Solo sería justo de mi parte darles un segundo capítulo bastante más amargo y deprimente, aunque la verdad es que me divertí mucho escribiendo a los personajes que hacen su primera aparición acá.

                  Primero, eso sí, respondo y agradezco los inestimables comentarios de El_Rey_Elfo, Sakura y Poisonbird:



                  ---

                  Capítulo 02: El palacio de mármol

                  Ubicada en lo más alto de la meseta, Nova Haven resplandecía bajo el Sol con la tranquilidad de saber que sus muros mantendrían bien delimitados sus terrenos de los de Scraptown. Tan alta como estaba, el pestilente hedor de los basureros no alcanzaba las torres del prístino castillo que supervisaba cada movimiento entre sus calles. El viento soplaba fuerte en la mañana, haciendo ondear vanidosos a los estandartes y banderas azules y doradas de Vernea, así como aquella característica de la ciudad, de un blanco tan inmaculado que solo permitía llenar su espacio vacío con una afilada corona de oro en su centro, engalanando las torretas de vigilancia del impresionante castillo de más de cuarenta metros de altura.

                  Abajo, en las calles adoquinadas y abrazadas por las murallas cercadas por un hondo estanque atravesado por un puente colgante, la vida en Nova Haven discurría con total normalidad: gente acaudalada iba y venía, dándose todos los lujos imaginables en los abundantes comercios de la gran avenida, disfrutando de espectáculos callejeros llevados allí por artistas locales y extranjeros, pudiéndose confundir las mentes menos avispadas entre el torbellino de idiomas que se mezclaban entre los transeúntes. Gente de Vernea, Kalos, Galar y Paldea reía, comía y amaba en Nova Haven. Todos eran bienvenidos allí, siempre y cuando sus apellidos o sus logros fueran reconocidos por el duque que regía la ciudad con aval del rey. Por supuesto, nadie menos que impresionante podía vivir allí, por lo que la mayoría de los edificios dentro de la ciudad eran comerciales y de esparcimiento, y las viviendas eran opulentas, ostentosas y de puertas mucho más altas y anchas de lo que cualquier persona hubiera necesitado para entrar o salir. Casi como si le dieran la bienvenida a cualquiera, aunque todos sabían que no cualquiera podía poner un pie en dichas mansiones.

                  A las puertas del castillo, aguardando el permiso del ejército real que custodiaba directamente las rejas de oro, un soldado raso local se esforzaba por mantener erguida su postura y su cabeza, pues el casco le pesaba y sofocaba bajo el Sol, y sus piernas se encontraban ya entumecidas luego de pasar toda la noche montando al corcel de fuego que bebía agua de un abrevadero, esperando a ser recibido por el duque.

                  Consideraba que tenía atravesado en su garganta el mensaje más importante que podía recibir cualquier jerarca de Vernea en esa instancia crítica de la guerra con Zeio y contra las propias bestias que tantos años les había tomado empezar a domar (siendo el mismo corcel que montaba ejemplo de ello, pues parecía divertirse quemándolo entre las piernas durante fugaces segundos solo para fastidiarlo). Pero nada parecía urgente para el hombre más poderoso del sur de Vernea, que lo mandó a llamar recién entrado el mediodía, justo después de finalizar su almuerzo y antes de comenzar su siesta: esto le otorgaba unos nada despreciables cinco minutos para comunicarle lo que necesitara.

                  —Traigo un reporte de Scraptown, señor —dijo con un hilo de voz al comandante general de la tropa que hacía hilera custodiando las rejas del palacio. Al comandante le pareció que, por un instante, el soldado raso le había dedicado una mirada de envidia al monstruo en el que había llegado cabalgando la noche anterior, como si hubiera deseado estar en su lugar bebiendo del abrevadero.

                  No fue mejor su suerte cuando finalmente pudo descender del corcel y avanzar por los largos jardines vestibulares hasta el salón comedor en el interior del palacio de mármol. El brillo de la piedra blanca siempre lo cegaba, impidiéndole ver con claridad las obras maestras esculturales y arquitectónicas que decoraban cada rincón del edificio. Había estado toda la noche despierto haciendo guardia para transmitir noticias difíciles de creer, soportando el duro y caliente lomo del caballo que lo llevó hasta allí y el insoportable ruido de su lengua sorbiendo el agua que resecaba su boca por la falta, y ahora encima se encontraba estoico sobre una alfombra de terciopelo diez veces más cara que su propia casa, viendo al Duque masticar con la boca abierta un pedazo de carne tan rojo que, si agudizaba el oído, probablemente todavía podría escuchar soltando quejidos agónicos desde la vajilla de porcelana.

                  —¡¿Scraptown?! —se limpió la comisura de los labios con una servilleta de hilo que luego entregó con asco a una sirvienta, ordenándole que la deseche luego de mancharla con sangre—. ¿Y qué de ese agujero le hace pensar, soldado, que es tan importante como para traerlo a mi mesa en medio de mi almuerzo?

                  Reginald III era el nombre heredado por el duque de Nova Haven. A ciencia cierta, pocas personas sabían si realmente se trataba de un nombre, de un apellido o de ninguna de las dos cosas, ni tampoco le veían razón de ser a algo que, de todos modos, tenían terminantemente prohibido usar en su presencia o a cien kilómetros a la redonda de la gran ciudad. El mandamás prefería que se refirieran a él como “Duque”, en el peor de los casos, o como “Su Excelencia” idealmente. Aquella mañana, sin embargo, el soldado raso había llegado demasiado agotado del servicio como para recordar decirle de ninguna de las dos formas, y simplemente se reportó allí nombrando el lugar que Reginald III más despreciaba en el mundo: las sobras de Nova Haven, esa villa pestilente que manchaba la imagen impoluta de su ciudad, pero que debía conservar como señuelo para las bestias salvajes del exterior por orden directa del rey. Nadie que mencionara ese lugar en el palacio de mármol se libraba, al menos, de un dramático gesto reprobatorio del duque.

                  —Disculpe, Su Excelencia —profirió una sentida reverencia. Una sonrisa forzada tensó la comisura en los finos labios de Reginald III—, pero considero que son novedades pertinentes para usted y para el rey. Por supuesto, jamás me tomaría el atrevimiento de pasar por encima de Nova Haven, por lo que decidí traer el informe directamente a usted.

                  —Sí, sí… Parece que te aprendiste la etiqueta básica —hizo rodar las pupilas el duque, dándole un ruidoso sorbo al vino en el fondo de una copa de cristal que le entregó a otra sirvienta porque, esta vez, el vidrio se había manchado con sangre—. Te quedan cuatro minutos, yo en tu lugar me apresuraría.

                  Le costaba un poco concentrarse al hablar, porque entre las piernas larguiruchas del duque se pavoneaba agazapado ese monstruo de pelaje color crema, con orejas negras redondeadas, agudos bigotes y colmillos y una jema tan roja y brillante entre sus despiadados ojos que parecía capaz de reflejar el corazón agitado en el pecho de las personas que lo observaban. Aquella bestia carnívora ronroneaba por lo bajo, apareciendo y desapareciendo tras el mantel de la mesa larga en el centro del comedor, pero su actitud parecía advertirle que, si se atrevía a mirarlo más de la cuenta, le saltaría a la yugular sin pensárselo dos veces.

                  —Hay un chico en Scraptown, aparentemente bastante popular entre los vecinos de la villa, que tiene a varios monstruos como aliados conviviendo con él cerca del basural.

                  Reginald III arqueó ligeramente una ceja, y su larga nariz como el pico de un ave exótica se elevó un poco como para olfatear si lo que el soldado le decía tenía buen o mal aroma. Decidió que apestaba un poco, pero se incorporó del asiento y caminó hacia él con interés.

                  El duque era un hombre alto que no aparentaba los años que tenía: algo en él se veía joven e impoluto, quizás su ropa tan blanca como el castillo con revoques dorados, pero otra parte en algún rincón de su rostro permitía entrever que en realidad estaba remando a contracorriente de la vejez, huyendo cobardemente de ella y tapando sus pronunciadas entradas con una ostentosa corona llena de joyas resplandecientes o las arrugas en la comisura de sus labios bajo un poblado y respingado bigote que parecía forzarle la sonrisa. El felino lo siguió fielmente mientras atravesaba el salón, y se paseó confianzudamente entre las piernas del soldado raso, olfateando el acero de su armadura, especulando qué tanto podría hacerlo ceder con sus garras.

                  —Una rata haciéndose amiga de otras ratas entre la basura, ¿qué hay de excepcional en eso? —inquirió con desdén, mirando de reojo cómo una segunda criatura saltaba sobre la mesa antes de que las sirvientas pudieran juntar la vajilla para lavarla en la cocina. El soldado desvió sus ojos un segundo y comprobó que allí había ahora una bola de pelos café lamiendo la sangre del plato y mordisqueando con sus afilados incisivos los huesos que el duque le había dejado. Aunque era un monstruo repugnante y mucho menos sofisticado que la fiera que lo circundaba con sus suaves y sigilosos movimientos, nadie se hubiera atrevido nunca a decir nada malo de aquella otra “mascota” personal de Reginald III.

                  —Su Excelencia —insistió el soldado, intentando mantener la cordura aunque su cuerpo comenzaba a temblar un poco bajo la armadura—, el muchacho tiene un objeto, lo vi con mis propios ojos, con el que puede encerrar a los monstruos y hacer que respondan por él. Absorbió con la energía de ese artefacto a un monstruo de piedra con cuerno perforador… Me he topado con ellos en las cavernas y minas de las afueras de Wreckwood e incluso se han avistado en las montañas de Brandenburg: son tan peligrosos como aquellos que explotan o escupen fuego. Pudo haber derrumbado Scraptown con su fuerza, pero permaneció manso y tranquilo junto al niño mientras éste lo aprisionaba en… ¡En una esfera en la palma de su mano!

                  Cuanto más se escuchaba, menos creía lo que había
                  visto la noche anterior. Era difícil no sonar como un desquiciado cargando con el sueño, el hambre y la fatiga que le producía ser acechado directamente por esa fiera que encendía y apagaba la joya en su frente recordándole la forma de la esfera en la que el jovencito había doblegado y desmaterializado al monstruo de tres metros en un santiamén. El duque, sin embargo, prestó bastante atención, y pareció casi divertido al imaginarse la escena que el soldado le planteaba.

                  —¿Una… esfera? Uhm.

                  Mientras todos pensaban que Reginald III soltaría una grotesca carcajada antes de mandarlo a decapitar, éste reflexionó acerca de la particular forma de ese objeto casi mágico que le había descripto. Le resultaba extrañamente familiar.

                  —Últimamente se habla bastante de esferas, aunque las que presumen el rey y Helmut Lazarus no hacen otra cosa que confundir bastante a estos adorables pequeñines… Y volverlos particularmente violentos —comentó en voz alta acariciando el sedoso pelaje del felino que le dedicó un falso ronroneo, rascando bajo su barbilla y deslizando sus dedos largos y huesudos por la cadena impregnada de agujas que se fijaba con candado a su cuello. Después de todo, aquellas bestias solo podían ser mascotas en tanto asumieran su rol de esclavos al mando de los grandes monarcas de Vernea—. ¿Estás seguro, soldado, de que no te atontaron los gases tóxicos del basural? Quizás los espectros ilusorios de Wreckwood jugaron bromas con tus sentidos. Fue una noche larga.

                  —En absoluto, Su Excelencia —se mantuvo firme e impertérrito el soldado. Incluso si estuviera cuestionándose lo que había visto, ya había ido demasiado lejos como para echarse atrás—. Si me lo permite, puedo escoltarlo personalmente para que conozca a ese joven y su artefacto.

                  Aquello fastidió a Reginald III. Una cosa era que irrumpieran su almuerzo para recordarle el pestilente basurero sobre el que se alzaba su preciosa ciudad, pero otra muy diferente era que siquiera se atrevieran a insinuar como posibilidad que él dirigiera su excelentísima presencia directamente a ese charco de estiércol. Ni con dos pares de botas superpuestos pondría un pie encima de esa pocilga, ni aunque le dijeran que ahí encontraría todo el oro del mundo. Quería gritarle, exigirle que se quitase el casco de bronce y así poder abofetearlo finalmente. Sin embargo, respingó el bigote con su dedo y soltó una jocosa carcajada dándole una palmadita en el peto cobrizo de su armadura.

                  —¡Ay, pero qué cosas dices!

                  —O puedo traerlo aquí —se apresuró en corregir, todavía conservando aprecio por su cabeza, muy a pesar de la voluntad del monstruo felino a sus pies.

                  El duque de Nova Haven sopesó sus palabras con mayor consideración, como si en su cabeza pudiera hacer la conversión a oro de cada propuesta que le llevaran a su palacio. Definitivamente el rey estaba interesado en cualquier avance que pudiera facilitar el adiestramiento militarista de los monstruos. Si en Vernea eran tan temidas esas bestias no era por su condición de “monstruos”, sino por su cualidad salvaje. La posibilidad de no solo controlarlas a voluntad, sino encima contar con una herramienta capaz de almacenarlas en grandes grupos y transportarlas fácilmente a territorio enemigo, perpetrando así toda clase de ataques sorpresa y redadas, sería irresistible para cualquier capitán de cualquier ejército. Sonaba peligroso, terriblemente peligroso que aquello pudiera caer en garras enemigas… Y ahora tenía esa posibilidad al alcance de su mano: solo debía tragar asco y dirigir su vista a la mugre que se apilaba en los barrios bajos, fuera del alcance del precioso paisaje que le otorgaban los ventanales de su castillo. Esta vez, la sonrisa de Reginald III tuvo un poco más de felicidad que de burla.

                  —Muy bien, soldado —concedió finalmente, restándole entusiasmo a su tono—, tráigalo de inmediato. Si es un asunto tan perentorio como usted advierte, valdrá la pena ahorrarme la siesta para recibir al dueño de ese intrigante objeto. Solo por si acaso —Añadió tan pronto como el soldado raso se permitió respirar de nuevo, dirigiéndose a un guardia dos veces más grande—, envíen una guarnición de al menos cinco hombres y dos monstruos de mi colección personal. Nada que llame demasiado la atención: si ese chico es tan estimado en la villa como dicen, será mejor no ponerlos en estado de alerta. Sean… ¿Cómo se dice? Discretos.

                  Pero era difícil ser discretos cuando montaban corceles con crines de fuego, enfundados en sus lustrosas armaduras casi espejadas que hacían estallar rayos de luz solar sobre sus curvas superficies, produciendo un tintino metálico con el agite de sus lanzas y espadas y el galope de los monstruos que los transportaban. En la retaguardia de la fila que descendía por la ladera dejando Nova Haven y adentrándose en el Bosque Wreckwood para bordear Scraptown, el roedor de pelaje café y otro similar pero con aspecto más distinguido y larguirucho que trotaba estoico sobre sus patas traseras como un soldadito más, eran acarreados por el guardia más robusto de todos, que aferraba su puño cerrado con alma y vida al otro extremo de las largas cadenas que envolvían sus cuellos. Al soldado raso que dirigía la breve expedición le dio la impresión de que esas bestias, sin embargo, no parecían tener ningún apremio por escapar: casi que estaban ansiosas por aproximarse más y más a los montículos de basura apilados al otro lado del bosque.

                  Cuando llegaron al basural, Junk estaba martillando y soldando placas sobre los agujeros en el techo de chapa de su hogar. Había tenido una noche insoportablemente cargada de emociones y carente de sueño y, cuando finalmente el sueño le había llegado, la luz matinal filtrada por doquier le impidió pegar un ojo. Así, con sus enormes goggles cubriendo sus enormes ojeras, el muchacho se secó el sudor de la frente mordiendo un clavo y notó la guarnición de guardias de Nova Haven llegando desde Wreckwood.

                  —Hm —se extrañó apenas un poco, ladeando su cabeza con los brazos cruzados—. «Supongo que algún vecino se habrá quejado».

                  No estaba preocupado en absoluto; después de todo, no había hecho nada malo. Les hizo un gesto amigable con el brazo levantado para llamar su atención, y el soldado raso descendió de su montura y desplegó un pergamino aclarándose la garganta.

                  —Joven, traigo una petición de Su Excelencia, el duque Reginald III de Nova Haven, quién amparado en la potestad que el rey de Vernea le otorga, le concede a usted el honor de recibirlo en su palacio para una entrevista —comenzó el uniformado mientras los roedores del duque, no sin cierta desilusión, hurgaban con sus narices el suelo de pasto chamuscado detectando el rastro pestilente de un jugoso basural que ya no estaba ahí—. Lo escoltaremos de inmediato.

                  Aunque no se había topado con ellos demasiadas veces, Junk sabía que los soldados eran mejores dando palizas que exhibiendo sonrisas. Sin embargo, les dedicó una afable tras deslizarse por la escalera desde el tejado a medio rehacer. Cuatro de los cinco grandulones lo escudriñaban de arriba abajo con una mano sobre sus armas y otra sobre los arneses de sujeción de sus corceles —que, a fines prácticos, fungían también como armas alternas, quizás no capaces de cortarlo por la mitad, pero sí de reducirlo a un montículo de cenizas—, mientras que el quinto jalaba de las cadenas para atraer la atención de las ratas que corrieron junto a él. El único que parecía verlo como algo un poco distinto a una amenaza o a una presa era el soldado que le dirigía la palabra, y ni siquiera él pareció ofrecerle la alternativa de oponerse o hacer preguntas. Sin embargo, Junk era curioso por crianza y naturaleza.

                  —¿Debería preocuparme? —dijo como si lo estuviera citando el hombre más importante al sur de Vernea por haber roto una taza—. ¿O es que necesitan mi ayuda para algo?

                  —Es muy probable que sus conocimientos sean requeridos por Su Excelencia —asintió el soldado, haciendo un gesto con la cabeza para que subiera a uno de los corceles de fuego, que llevaba un casco y montura especiales de hierro y cuero reforzado para que el jinete no pudiera quemarse con sus llamas.

                  «Lo que también quiere decir que deberías preocuparte», decodificó Junk en su mente mientras rodeaba al caballo. Pensó que el de madera que había tallado meses atrás se le asemejaba lo suficiente, aunque las extremidades de éste eran más largas, y al frente de su cabeza lucía un cuerno tan majestuoso como intimidante. Como si el fuego ardiendo no fuera suficiente para algunas bestias.

                  —Súbete ya —ordenó otro de los soldados, empujándolo con la vaina de su espada. Como si doblar en altura y peso a un muchacho de catorce años no fuera suficiente para algunas personas. Y Junk subió.

                  Antes de partir rumbo a la gran ciudad, y mientras el soldado raso montaba el corcel por detrás y aseguraba los amarres, el grandulón en la retaguardia dejó que las dos bestias se adentraran en su taller sin pedir permiso ni perdón. Junk se imaginó a los roedores planchando su desarticulado laboratorio personal con sus narices, colmillos, garras y bigotes en búsqueda de cualquier cosa que pudiera ser relevante para el amo al que servían, o quizás simplemente estuvieran tan hambrientos como Decker —así llamó al rinoceronte bípedo que descansaba dentro de su Bola de Pocket—. Había mucho que no sabía acerca de los monstruos, pero no le hubiera sorprendido que su sistema de comunicación les permitiera saber que era el único individuo en Scraptown con más predisposición a alimentarlos a ellos que a sí mismo con su comida. Y las frutas de los Giggs eran especialmente sabrosas en esa época del año.

                  Pensó en lo decepcionados que se sentirían esos ratoncitos tan simpáticos cuando descubrieran que no había nada de provecho en el taller… Hasta que recordó que sí lo había. Cayó del caballo y corrió detrás de las bestias mientras el chapoteo desesperado de los peces le confirmaba sus mayores miedos. El largo brazo de uno de los guardias lo cazó del cuello del abrigo, deteniéndolo en seco. Se le ocurrió quitárselo y correr fuera de su agarre, pero no podía arriesgarse a dejar en manos de ese tipo la prenda de enormes bolsillos en los que guardaba tanto a la acurrucada Nix como a Decker en su Bola de Pocket. En cambio, arrojó un par de patadas a la nada mientras el uniformado lo levantaba por los aires, de regreso a su montura.

                  —No te preocupes: las mascotas del duque traerán lo que sea que consideren importante en tu taller —le dijo con una sádica sonrisa el grandulón, aplastándolo en el asiento detrás del soldado raso que parecía mirarlo con lástima por encima del hombro—. Todo lo que haya de valor ahí es de interés para Nova Haven, y para Vernea. Tú relájate y disfruta el viaje, chico.

                  —¡No se atrevan a comérselos! —vociferó Junk con un bufido mientras otro soldado daba la orden y los corceles emprendían galope por Wreckwood, cuesta arriba rumbo a la ciudad.

                  Pronto descubrió que esas ratas debían haber estado mejor alimentadas en el palacio que nadie en Scraptown, pues alcanzaron a la caballería en pocos minutos arrastrando la bípeda un costal lleno de bártulos que había confiscado de su taller, mientras que la cuadrúpeda sujetaba en sus fauces a un par de pececitos que agitaban y sacudían sus colas desesperadamente, sin sufrir más daño que el incordio de hallarse presos del pestilente aliento de la bestia. No serían dignos de sus estómagos, pero le preocupaba que la falta de agua y el pánico fueran suficientes para matarlos durante el trayecto.

                  —Déjeme llevarlos conmigo —pidió en voz baja al jinete que lo transportaba. El hombre no respondió, y el resto del viaje transcurrió en agrio silencio.

                  En su mente, Junk se preguntaba si los corceles de fuego sentirían lástima por las criaturas del mar arrastradas entre los apretados incisivos del roedor. Si existiría una especie de empatía implícita en los monstruos por el mero hecho de ser monstruos, y de estar a merced de los caprichos de un humano al que le habían concedido demasiado poder. Por si acaso, aprovechando la breve distracción de los roedores que vigilaban la retaguardia cuando algunas aves agitaron la arboleda con su vuelo, el joven hizo un sutil movimiento como de bostezo. Cuando el jinete que lo llevaba torció el cuello para ver por encima de su hombro, solo vio a Junk adormecido ajustándose la correa de los goggles a la boina que le quedaba grande y que el galope parecía querer arrancar de su cabeza.

                  Llegaron al palacio de mármol durante el atardecer, con el cielo anaranjado como telón y las siluetas fugaces de las aeronaves que ingresaban y abandonaban el espacio aéreo de Nova Haven desde todas las direcciones, trazando estelas al zambullirse y emerger de las nubes como si sus turbinas fueran capaces de llevarse consigo pedazos de nimbos. El castillo, como nada que Junk hubiera visto en su vida, era tan grande como Scraptown, y lo hizo sentir más pequeño que nunca. Como si castigara a sus ojos plebeyos por mirarlo directamente, el palacio le devolvió una ráfaga de luz reflectada en sus marmolados sedimentos, obligándolo a apartar la vista mientras atravesaban los ostentosos jardines decorados con arbustos podados con las formas de dioses y héroes legendarios.

                  Reginald III lo esperaba en el salón principal, contiguo al comedor, casi acostado en su robusto trono de terciopelo blanco, nogal recién lustrado y ribetes dorados. Sin embargo, lo único que atrajo la atención de Junk en medio de todos esos costosos ornamentos que hacían ver minúsculo al hombre en el centro del castillo fue la bestia guardiana que dormitaba plácidamente a espaldas de su trono: un gigantesco orangután en una jaula de oro cuyos brazos no parecían menos gruesos o fuertes que los pilares de mármol elevándose a través del vestíbulo que lo condujo al gran salón. Más apartado de ahí, otro guardia despertó su interés: era un hombrecillo redondo un poco más alto que él, completamente rosa y sonriente. Tras mirarlo un par de segundos más, se percató de que no era un hombre, sino un monstruo que se relamió un poco al verlo.

                  Cuando el duque se aclaró la garganta fuertemente, notó que estaba esperando algo de él antes de dirigirle siquiera la palabra. Un soldado lo empujó, y Junk trastabilló algunos pasos hacia adelante como si lo hubiera arrastrado un fuerte vendaval. Levantó la vista y frunció el ceño, pero le dedicó una breve reverencia antes de hablar.

                  —Dígales que los suelte, por favor —le pidió, aunque su voz ofuscada sonó como una orden. Reginald III arqueó una de sus fijas y alargadas cejas como una víbora que se despertaba de una larga siesta y necesitaba estirar los músculos antes de volver a cazar.

                  Recibió entonces un duro golpe en la nuca con la larga empuñadura de una lanza, y cayó al suelo de rodillas. El guardia sostuvo el pesado mango de madera sobre la cabeza de Junk para que no pudiera levantarle la mirada al duque.

                  —¿Qué dijiste? —parpadeó divertido el aristócrata, saltando de su trono y avanzando rápidamente hacia él, inclinándose noventa grados por encima de su enmarañado y sucio pelo rubio. Entonces el roedor color café escupió en la alfombra el par de peces que seguían chapoteando, sin fuerzas para expulsar agua para defenderse—. Oh, ¿te refieres a estos animales?

                  Reginald tomó con su guante blanco a uno de los peces por la cola, levantándolo e inspeccionándolo con cierta curiosidad manteniendo el brazo extendido y a la criatura bien lejos de su ganchuda nariz.

                  —No te preocupes por nada, niño —rio jocosa y falsamente Reginald III, torciendo su alegre caminar hacia el desfiladero adornado por majestuosas esculturas de piedra tallada y por la cálida luz del atardecer filtrándose por los ventanales de más de cinco metros de altura—. Eres un invitado de honor del palacio de mármol; ya no tienes que preocuparte por comer esas porquerías que pescarás en quién sabe qué charco del basural en el que vives. Aquí te proveeremos con alimentos de calidad.

                  Y, como si estuviera haciéndole el favor de su vida al chico, el Duque de Nova Haven abrió una de sus ventanas y sacudió el brazo para arrojar por el aire al aterrorizado pez que se retorcía con alma y vida en su mano. Junk ahogó un grito en su garganta cuando su bolsillo se agitó y de él salió corriendo a toda velocidad la lagartija eléctrica que, sin dudarlo ni medir consecuencias, arrojó un chispazo al hombre antes de que suelte al de agua, inmovilizándolo por unos segundos y arrebatándolo de su mano. Los soldados desenvainaron sus espadas.

                  —¡Deténganse! ¡Nix, quieta! —se interpuso Junk cuando el guardia que apretaba su cráneo contra el suelo levantó su arma para apuntarle a la criatura que se había escabullido bajo su abrigo. El joven extendió los brazos entre las armas y sus temblorosos amigos, pero algo húmedo y rosado se estiró por un flanco a sus espaldas y envolvió a Nix y al pececito, levantándolos por los aires—. ¡No!

                  —¡Roberto, no te los comas todavía! —enfatizó Reginald III comenzando a recuperar el movimiento en las articulaciones de su brazo. Pese al ataque traicionero del reptil, no permitiría que ninguno de ellos tuviera el gusto de verlo enfadado. El monstruo rosa, cuya lengua era tan gorda como él y parecía estirarse a voluntad desde su boca tonta y sonriente, acató la orden antes de enroscar completamente su lengua mientras estrujaba con ella a una histérica Nix que se contenía para no soltar una descarga fulminante que probablemente rostizaría más a su compañero de agua que a su orondo oponente—. Y ustedes bajen sus armas; no estamos ante una amenaza. ¿No es así, niño?

                  Pero Junk le dedicaba una mirada tan voraz que le recordó a un monstruo, como si aquellas fábulas sobre niños salvajes criados entre bestias hubieran cobrado vida y tomado la forma de ese chico pobre de Scraptown. Reginald III casi sintió compasión, pero cuando Junk hundió una mano en el bolsillo remendado y emparchado del abrigo, todos sus hombres blandieron sus filos de metal alrededor de su cuello.

                  —Su Excelencia —se atrevió a intervenir el soldado raso que había llevado a Junk ahí en primer lugar, cuya espada era la única que tiritaba dócilmente presentada frente al cuello de su hallazgo, sabiendo que las miradas acusatorias de sus compañeros se le clavaban en la nuca—, tal vez el chico deba saber por qué está aquí en primer lugar. Los conocimientos que contiene su cabeza pueden ser demasiado valiosos como para desparramarlos sobre la alfombra de su salón.

                  El roedor bípedo corrió junto a Reginald III y depositó a sus pies el bolso con todo lo que había rescatado del taller. El duque metió la mano con la misma expresión con la que un niño escarbaba una caja de regalos en su cumpleaños y sacó, entre muchos otros bártulos que no podía comprender, una lupa con borde de chapa y un mecanismo de tuercas que deslizaba otros lentes cada vez más pequeños para darle varias capas de aumento, una linterna de aceite, un recipiente de vidrio reforzado con tapas de bronce lleno de agua con un mango curvo de madera atornillado, un reloj de bolsillo improvisado con engranajes y un motor de cuerda, una telégrafo portátil con teclas de madera y cable de cobre, una especie de lámpara de latón con un cilindro que contenía diversas clases de caleidoscopios y que producía una luz multicolor hipnótica, y lo que parecían ser juguetes para niños, como pequeñas pistolitas de madera sin compartimento de pólvora y un ave mecánica con alas de tela de cometa que se batían gracias a un diminuto motor de resorte. No era más que chatarra para el hombre de Nova Haven, cosas que cualquiera podría encontrar hurgando entre ruinas y basurales.

                  —¿Qué trajiste exactamente a mi castillo, soldado? —inquirió Reginald III con aire amenazante, enseñándole al uniformado raso aquella ave metálica que agitaba sus alas rápidamente, como intentando escapar de sus garras por voluntad propia.

                  —Mi nombre es Junk —gruñó el joven, sin apartar sus ojos de la gorda bestia que hacía danzar su alargada lengua en el aire mareando a sus compañeros—, soy un inventor.

                  —¡Oh! Así que en verdad hiciste todo esto… —forzó una mueca muy lejana a una sonrisa y dejó caer el ave junto al resto de bártulos en el fondo de la bolsa, arrojándola hacia un lado con desdén. Una de las mucamas corrió a atraparla antes de que tocara el suelo y pudiera desperdigar la basura sobre la costosa alfombra—. Ciertamente es más de lo que imaginaba que pudiera hacer cualquier habitante de Scraptown, te lo concedo. Pero sigue siendo basura ante mis ojos, y no te cité aquí para que me trajeras basura.

                  —No sé para qué me han citado —terció Junk, que a cada segundo que pasaba odiaba más a ese tipo. Y era difícil que Junk odiara cualquier cosa.

                  —Imagino que tienes en la mano la respuesta —la sonrisa del duque fue sincera esta vez: destilaba veneno al mirar cómo hundía su mano diestra en el bolsillo emparchado del abrigo que tan grande le iba—. ¿Cuántos monstruos pueden ocultar esos bolsillos tuyos?

                  Junk apretó los dientes. No había pasado ni un día desde que había presentado su más reciente y valiosa creación ante unas pocas personas en Scraptown, y en Nova Haven ya sabían de qué se trataba y, probablemente, cómo podrían sacarle provecho de la peor manera. Con la empuñadura de la lanza, el corpulento soldado a su derecha golpeó su axila, obligándolo a quitar la mano de allí. Los demás se pusieron en guardia cuando instintivamente apuntó su mano al mismo duque, pero Reginald III soltó una grotesca carcajada retorciéndose por el salón mientras la manzana inerte reposaba entre sus dedos apretados.

                  —Creí que traerías a un genio revolucionario a mi palacio, cadete —dijo entre risas, tensando cada vez más la soga invisible que envolvía el cuello del soldado raso—, pero este es posiblemente el mejor bufón que ha visto Nova Haven en muchos años. Hasta estoy pensando en quedármelo, en lugar de mandarlo a ejecutar enseguida junto contigo.

                  Se acercó a Junk tan confiado como estaba y estiró su mano hacia la fruta mientras su lengua viperina seguía escupiendo basura sobre su rostro.

                  —No recordaba un payaso tan grande desde que ese anciano demente me vino a pedir fondos para “elevar la ciudad por los cielos” —sus finos y alargados dedos se posaron en la manzana, clavando sus ojos pequeños en un Junk desencajado—. En serio, ustedes los de Scraptown son una caja de sorpresas: tan orgullosos de su miseria que en verdad piensan que puede tener algún valor en el mundo real. ¿Qué habrá sido de ese repugnante desquiciado? ¡Oh! Tal vez lo sepas, niño; era el único infeliz del basurero tan arrogante como para llamarse a sí mismo “inventor”, tal y como tú acabas de hacer.

                  Pero Junk se mordió la lengua para no insultar al Duque mientras cinco filos diferentes se cernían alrededor de su cuello.

                  —Murió, Su Excelencia —respondió por él un mayordomo de pelo cano—. Su tumba está en Wreckwood, y sus restos ya deben ser otro de los árboles vagabundos del gran bosque.

                  —Maldito sea —suspiró Reginald III, arrebatándole la manzana a Junk finalmente y llevándola a sus labios—, debí cortarle la cabeza cuando me dio la oportunidad… Pero su sangre no haría más que manchar mi impecable alfombra. Fue un obsequio del Sultán de Turem, ¿sabes? Como agradecimiento por--

                  Probablemente el Duque hubiera disfrutado mucho presumiendo en un largo soliloquio sobre sus bienes y posesiones, pero la ira que desataron sus palabras en Junk se contagió incluso al fruto que amagó con morder simplemente por el placer de arrebatarle lo poco que tenía. Antes de que pudiera continuar parloteando, Reginald III vio al par de ojos verdes abriéndose desde el tallo de la manzana, y cómo una cola gorda de gusano emergía golpeando sus dedos para tomar impulso en un salto sobre su cabeza. Al mirar para arriba se le cayó la corona, y el estrépito de joyas sobre el suelo fue acompañado por el silbido metálico de cinco filos dejando a Junk abajo mientras se elevaban hasta la criatura que atacó al hombre más valioso de Nova Haven.

                  Aprovechando ese instante de distracción, Junk rodó por el suelo lejos de ellos mientras se calzaba los goggles con una mano y levantaba la boina con la otra. Una lanza se clavó en su abrigo, y Junk se lo arrancó esta vez siguiendo de largo, girando sobre su talón y arrojando con alma y vida una esfera atada a una cordón que se ajustó automáticamente a su dedo índice, tal y como si fuera una especie de yoyó. Los soldados encontraron el filo de sus armas en el aire, haciéndolas chocar y permitiendo un esquive holgado de la criatura parasitaria que pegó varias volteretas y aterrizó sobre el casco de uno de ellos. Tras un segundo brinco, otro de los guardias abolló el casco con la parte plana de su espada y lo dejó aturdido por un buen rato, mientras la criatura rodaba a toda velocidad sobre la alfombra sin darse cuenta de que comenzaba a ser perseguida por el roedor cuadrúpedo, que se interpuso veloz en su camino. Cerca estuvo de arrancarle su hogar con los dientes afilados, pero un estallido de luz lo dejó ciego, y un temblor que agitó todo el castillo lo paralizó.

                  —¡Decker, estamos en problemas! —gritó Junk mientras el monstruo de armadura pétrea resurgía fuera de la Bola de Pocket, que regresó de un tirón a su mano gracias al cordón que los unía. Los soldados retrocedieron ante el vigoroso rugido de la bestia que hizo girar el taladro que tenía por cuerno, pero los monstruos del palacio le hicieron frente casi sin titubear.

                  Corriendo a tal velocidad que trazó una estela blanca tras su paso, el roedor cuadrúpedo olvidó al gusano y saltó sobre el rinoceronte confiado de poder partir su roca con los dientes. Quizás porque nunca antes había tenido que enfrentar resistencias mayores a las de la carne fue que se llevó una sorpresa cuando sus incisivos se partieron al cerrarse sobre el brazo que Decker interpuso en su camino. Lejos del alivio, el monstruo de Junk tuvo que girar sobre su propio eje para asestar un duro coletazo a la pesada lengua que se agitó como un látigo en su contra. Al otro lado de la sala y sin abandonar su posición, el orondo y rosado monstruo todavía apresaba a sus compañeros bajo capas de carne rosa que se anudaba formando una especie de maza en la punta de la lengua. Y aunque el de piedra era decididamente más fuerte, el roce húmedo le produjo un escalofrío que entumeció cada músculo de su cuerpo.

                  —¡Trágatelos, Roberto! ¡Quiero ver sus huesos en tu excremento! —mandó un desencajado Reginald III reincorporándose, con un hilo de voz y el corazón latiéndole tan rápido que sentía que su pecho explotaría. No recordaba cuándo había sido la última vez que debía enfrentarse a una rebelión dentro de su propio castillo, pero semejante falta de respeto no podía ser respondida con su habitual diplomacia y buenos modales. Incluso un hombre distinguido y de la más alta alcurnia como él debía saber cuándo era momento de mancharse las manos por su honor—. ¡Y ustedes tráiganme esa esfera de inmediato! ¡Córtenle la mano o el brazo al maldito si es necesario! —Le bufó a sus guardias, que esquivaron la grieta en la alfombra por un pisotón del monstruo de piedra y corrieron pesadamente hacia Junk.

                  El ruidoso coro de acero se hizo eco hasta la cúpula del gran salón, desde donde los ojos de los dioses en la pintura observaban atentos el choque de fuerzas allá abajo. Las hojas de las espadas silbaban por encima de la gorra de Junk, que rodaba con unas fuerzas que no sabía que tenía para esquivar y se impulsaba con sus zapatos de cordones desatados para lanzarse sobre el bolso que le arrebató de las manos a la aterrada mucama —atinando a soltarle un apremiado «Perdón» por el trabajo que seguramente le daría limpiar el desastre que dejaría su paso por el palacio—, hundiendo su brazo en él y sacando rápidamente uno de los bártulos de chatarra que Reginald III había descartado con desdén: el recipiente de vidrio tubular con mango de madera que contenía agua cristalina en su interior.

                  Esquivó de un salto una lanza que se enterró junto a su pie y dejó que su amigo oculto en la manzana lo cubriera de otro espadazo que le llegó por la espalda, justo sobre el hombro diestro. El gusano verde pareció invocar una fuerza del elemento de Decker con la rápida rodada, siendo capaz de aguantar el choque contra el arma filosa sin sufrir un evidente corte en la cáscara, y hasta de rebatirlo con la fuerza de varios hombres haciendo que el soldado tenga que soltarla con su brazo entumecido.

                  Sin mirar atrás, Junk corrió con desesperación hasta un rincón ya olvidado por todos en el salón principal: sobre un tenue charco de babas, un pececito yacía casi muerto con las marcas de los dientes del roedor todavía visibles en un flanco de sus escamas celestes. Lo tomó con cariño mientras el suelo se agitaba nuevamente cuando Decker embistió a Roberto y lo apresó con sus garras por el nudo de la lengua para evitar que éste la guardara en su boca y a Nix y el otro pez en su estómago, y presionando un botón oculto en la parte posterior del mango de madera abrió la tapa de bronce del cilindro y sumergió en el agua a la criatura agradecida que rápidamente llenó sus branquias con oxígeno y se permitió volver a respirar, abriendo sus ojos y girando rápidamente en dirección al monstruo rosa que apresaba a su compañero.

                  —Lo siento. Sé que es un poco pronto para ponerte en práctica —suspiró Junk deslizando una ranura circular de la tapa tras ajustarla bien para que no se escape el agua con las vibraciones del palacio, y giró con sus dedos una punta cónica que le confirió ahora el aspecto de pistola al curioso aquarium portátil—, pero no estamos preparados para morir.

                  Un soldado lo rodeó por el cuello con el brazo de hierro, y aunque el yelmo en su cabeza lo protegía de golpes y explosiones, no pudo hacer nada para frenar el chorro de agua a presión que disparó Junk torciendo el dispositivo sobre su hombro y gritando “¡Dispara!” al monstruo acuático en su interior. El agua helada penetró la visera y llenó cada hueco del casco, ahogando rápidamente al hombre que se apartó sin poder respirar o abrir los ojos. Entonces le apuntó con su prototipo de arma al monstruo gordo y rosado que se hallaba en el otro extremo del salón, ajustando el cono con los dedos para que el orificio en la punta fuera más pequeño, y jaló el gatillo ordenando un disparo nuevamente, que esta vez consiguió mucho mayor alcance y precisión. El certero chorro de agua rebotó sin embargo en el gordo estómago del lenguado monstruo rosa, que se distrajo un segundo de su lucha a distancia media con el de piedra y se fijó en él. No parecía adolorido, pero borró por primera vez la sonrisa de su rostro.

                  Gracias a los temblores bajo el suelo que Decker producía con cada envite, golpe de cola y pisotón, el resto de la guardia del palacio de mármol no tardó en ingresar al recinto, algunos incluso a caballo, y todos con sendos escudos y jabalinas de metal apuntándole al chico y a sus bestias desatadas. El ejército de Nova Haven avanzó sin temor al enfrentamiento con los monstruos, e incluso algunos jalaban de cadenas a bestias que parecían muertas en vida y arrastraban sus patas y sus garras sobre la alfombra trazando heridas en su tela. Junk percibió una oscura sombra violácea centellando en las miradas perdidas de aquellos lobos, perros y lagartos que asomaban sus colmillos entre las lanzas y escudos de los soldados, y fue quizás la primera vez que sintió temor hacia los monstruos.

                  —¡Decker, muralla! —ordenó sin cavilar, y para sorpresa de todos y espasmo de Reginald III, Decker respondió como si hablaran el mismo lenguaje. Levantó con un brazo al rosado Roberto sujetándolo por la lengua para no herir colateralmente a sus amigos, y con un pisotón invocó una serie de grietas bajo la alfombra de las que brotó una columna de roca y tierra separando al ejército de Junk. El gusano rodó en su manzana mientras la tierra se elevaba como una rampa, hinchándose como el estómago del camaleón obeso que pataleaba en el aire a merced de la fuerza del rinoceronte.

                  Las armas y las garras no tuvieron la fuerza necesaria para atravesar el muro de contención que el monstruo había invocado pidiéndole prestada su fuerza a la tierra que pisaban. Era una de las tantas cualidades que volvían tan temidas a esas criaturas misteriosas: su voz parecía ser escuchada directamente por los dioses que todo lo habían creado, concediéndoles el permiso ocasional de utilizar sus poderes para luchar. Los habían visto invocando bosques enteros, columnas de fuego capaces de volver polvo ciudades enteras, o generar olas en el mar capaces de hundir una flota entera de sus mejores navíos. Reginald III se llevó una mano al cuello, arrancándose la gargantilla con rabia. Precisamente por bestias como aquella era que debía obtener con urgencia eso que el despreciable escraptonita había utilizado para amaestrarla. Solo así podría ser capaz de encerrarlas para siempre, o mejor aún, de hacer llover esas esferas desde sus aeronaves sobre ciudades enemigas para bombardearlas con algo mucho más mortífero que la pólvora.

                  A Junk le pareció que el duque de Nova Haven estaba a punto de perder la poca cordura que le quedaba tras ver cómo una sola criatura podía contra su ejército completo. Se atrevió a formar una tímida sonrisa en su rostro y tuvo el descaro de sentir algo así como esperanza mientras el hombre larguirucho se encorvaba y corría como la rata que era hasta ocultarse tras su trono. Y entonces sus ojos subieron por la bestia que roncaba tras éste, y sus más de cuatro metros de envergadura. Le pareció escuchar un silbato muy bajo escurriéndose asustadizo tras el asiento, y vio la nariz aguileña y desagradable de Reginald III asomando seguida por una macabra sonrisa mientras un líquido púrpura ascendía por las cadenas guiado por una serie de cables internos que se clavaban directamente en el collar alrededor de su robusto cuello. Y los ojos del orangután se abrieron con un shock de electricidad.


                  Mientras Decker azotaba a Roberto contra un ventanal produciendo un estallido de cristales, Nix se abrazó al pececito cuyo hermano esperaba ansioso en la cápsula de agua que sujetaba Junk. El joven se deslizó entre los flecos deshilachados de alfombra y abrió la tapa para sumergirlo finalmente en su elemento, mientras su amiga lagartija se volvió una bufanda escamosa alrededor de su cuello, temblando de miedo y despeinándolo con su electricidad estática. La pequeña manzana corrió a su encuentro rebotando sobre su cola y se acurrucó contra su estómago. Junk parecía ahora una ensalada de vidas que pendían ahora de un hilo sostenido por el nuevo monstruo que se incorporó por encima del trono, liberándose de la jaula como si estuviera hecha de papel, arrancándolo de su lugar con un brazo y arrojándolo hasta el comedor mientras Reginald III gateaba lejos de él.

                  —¡¡Arriba, Holgazán!! —chilló empujando con una patada a uno de los guardias desmayados en el suelo y arrebatándole su escudo para desaparecer detrás.

                  El primate se desperezó con un vigoroso bostezo que hizo rodar a Junk por el suelo. Su aliento era como una ráfaga de aire que le quemó los párpados mientras apretaba los ojos por la fuerza de su empuje. Si una criatura así podía desencadenar semejante poder solo con un bostezo, no quiso imaginar lo que podrían provocar sus puñetazos. Decker resultó ser más curioso que él en el área de combate, y se interpuso en su lento camino sacudiendo su cola delante de Junk y los demás. Hizo girar su taladro cuando el simio se acercó a olfatearlo con curiosidad: su aspecto era feroz, pero sus movimientos todavía parecían adormecidos. Y como un niño descubriendo un juguete nuevo y explorando de qué modo podría jugar con él, apretó sus dedos sobre la punta del cuerno giratorio, deteniéndolo en seco al tensar los músculos en su brazo. El efecto inercia arrancó las patas del rinoceronte del suelo, pegando un giro de trescientos sesenta grados en el aire y soltándolo a tiempo para mandarlo a volar hasta destrozar los portones de caoba rumbo al salón comedor. Reginald III se tiró los pelos del bigote con desesperación.

                  —¡¡No, Decker!!

                  —¡Eso es! —aplaudió el duque a su bestia esquivando el estallido de astillas del portón a sus espaldas—. ¡Ahora inténtalo sin destrozar mi palacio en el proceso, mono estúpido! ¡Aplástalos a ellos! ¡¡A ellos!! —Apuntó a Junk con un dedo y éste le correspondió apuntándole con su pistola hidráulica, los peces nadando en la recámara de cristal completamente revitalizados con el agua que los cobijaba, y el orificio en la punta se expandió al máximo para permitir un disparo a toda potencia. Quizás si llenaba su gran bocota con una bomba de agua no podría ordenar locuras a sus bestias.

                  Algo emergió corriendo entre los escombros del portón del salón comedor. Junk torció la vista con un brillo en los ojos, sin poder creer que Decker fuera tan tenaz como para reincorporarse luego de ser arrojado allí con semejante violencia, pero aquello que emergió entre la polvareda no se parecía en nada a Decker. Al comprobarlo, muy a su pesar, ya era demasiado tarde. Un felino ágil y sigiloso corrió hacia él con una sonrisa llena de colmillos y un destello en la jema roja de su frente fue lo último que vio antes de que el feroz silbido de sus garras arrancase de un zarpazo el arma de su mano, partiendo en dos el cristal como si fuera manteca.

                  Apenas atinó a gritar, un agudo chillido de su bufanda viva lo silenció, y Nix brincó para enfrentar a la bestia blanca echando tantas chispas como lágrimas. Una descarga fulminante deshizo la imagen residual del gato, que esquivó con una finta antes de atraparlo entre sus fauces. El gusano de manzana brincó y giró en el aire cargando un débil golpe con su cola, pero fue repelido a tiempo por el envite del roedor café que aceleró y le propinó un cabezazo que lo estrelló contra una columna, produciendo un ruido seco. Los peces gemelos consiguieron absorber el agua para propulsarse envueltos en ella a toda velocidad, pero dos manos rápidas los atraparon en el aire, frenándolos a centímetros de los bigotes del felino: era el roedor bípedo, que no se había mostrado participativo durante la escaramuza. Junk casi no se había fijado en él, pero ahora los ojos del mamífero se clavaban en los suyos. Eran rojos y amarillos, y luego rojos y azules, y luego blancos, y brillantes, y de todos los colores, al igual que las franjas horizontales en su torso, que parecían comenzar a danzar.

                  Oyó las densas pisadas del gorila gigante que barría el polvo con su respiración; ya lo tenía al alcance de la mano. Escuchó el rugido salvaje de Decker y el feroz chillido de su taladro listo para perforar. La piedra y el vidrio se sacudieron en la alfombra despedazada, y luego todo fue silencio y oscuridad.


                  Despertó en una cama más cómoda que la suya, y eso lo intranquilizó. Aunque abrió los ojos, todo lo que lo rodeaba seguía siendo profundamente oscuro y frío, a excepción de la débil llama ardiendo en una lámpara de aceite en el muro de piedra negra que se extendía hacia arriba y abajo en aquél cubículo de dos metros de diámetro que era su celda.

                  No tuvo que mirar los viejos barrotes llenos de óxido para saber que estaba encerrado, pero sí ver el vendaje sucio en su mano derecha para recordar que aquella bestia le había propinado un feroz arañazo trazándole surcos en la piel. Un dolor agudo lo acompañó al incorporarse del duro colchón sin sábanas sostenido por una tabla de madera con ganchos. Al parecer, un sueño plácido era todo lo que Nova Haven tenía para ofrecerle a cambio de su libertad. Se tocó el pecho y las piernas y la cabeza: le habían quitado todo, dejándolo solo con una vieja camiseta blanca y sus pantalones cortos y anchos. Ni siquiera llevaba sus zapatos, aunque tampoco iban a resultarle útiles en ese entorno. Ahí no tenía lugar dónde correr.

                  —Chicos —por supuesto, sus amigos ya no estaban a su lado, ni la Bola de Pocket como mayor legado de su abuelo. Estuvo a punto de quebrarse, pero sus lágrimas no iban a sacarlo de ahí, y no estaba lo suficientemente flaco todavía como para pasar a través de los barrotes.

                  Se puso de pie sobre el colchón y saltó intentando alcanzar la lámpara de aceite, pero no era tan alto tampoco. Entonces se bajó e intentó arrastrar el colchón y pararlo para colgarse del borde: era lo suficientemente duro como para soportar su peso. Haciendo fuerza con sus brazos, el arañazo le dolió tanto que las lágrimas se le escaparon de todas formas, pero estiró su mano izquierda y alcanzó el objeto. Había estudiado lo suficiente como para saber que esa cantidad de fuego no alcanzaría para derretir el acero que lo aprisionaba, pero al menos podría tomar por sorpresa al guardia que le llevaría comida y atacarlo para robarle las llaves. Lo había leído en varias historias de los libros de su abuelo, y le constaba que no todo lo que sucedía en esas fábulas era mera fantasía: el invento que lo llevó ahí era prueba de ello.

                  Acomodó el colchón como estaba y fingió dormir cuando oyó el eco de pasos subiendo por escaleras hacia su celda. Aunque no había ventanas, el aire frío que se arremolinaba le permitió intuir que se hallaba en una de las torres más altas del palacio, tan alto que ni el blanco impoluto del mármol se atrevía a llegar hasta allí. Un espacio reservado para los peores criminales de Nova Haven… si no contaba los suburbios de Scraptown ni el trono del duque. Cuando recordó aquello y se permitió sentir una ligera simpatía hacia el “holgazán” que había hecho un pequeño destrozo en su preciado salón, la voz de un hombre mayor le habló al otro lado de las rejas.

                  —Le traigo algo de comer, joven Junk —dijo la única voz suave que escuchó ese día, una que le resultó vagamente familiar. Tras fingir su despertar, Junk giró la cabeza esperando que no notara la ausencia de la lámpara de aceite, que había apagado y ocultaba detrás de su espalda. Era el mayordomo de pelo cano que le había informado al duque de la muerte de su abuelo, con su traje negro impoluto, como si no hubiera formado parte de la batalla campal que se desató antes en el gran salón, y sosteniendo una bandeja de porcelana con tapa redonda sobre su mano—. Lamento el desafortunado encuentro que tuvo lugar con Su Excelencia horas atrás —«Así que pasaron solo algunas horas», pensó Junk, aliviado luego de sentir que había dormido durante semanas enteras de forma antinatural—, créame cuando le digo que jamás fue la intención del Señor mantenerlo cautivo de esta forma ni desencadenar esa sucesión de violencia entre sus mascotas y las suyas.

                  —No son mis mascotas —puntualizó Junk—, son mis amigos. ¿Qué hicieron con ellos? ¿Dónde están Nix, Decker y--?

                  —Encerrados, donde deben —le aseguró el mayordomo, estoico—. Bueno, para ser exactos, su Rhydon se encuentra encadenado en los calabozos inferiores reservados para los monstruos más grandes. No nos hemos atrevido aún a poner en práctica ese curioso artefacto en el que lo trajo.

                  —“Rhydon” —repitió el chico en voz alta, intuyendo que se refería a Decker. El mayordomo asintió.

                  —Me apasiona un poco la zoología —explicó con modestia, como restándole importancia a sus intereses personales—. No sé si leyó algo sobre el tema, pero recientemente el profesor Bernard Batheust publicó su ensayo “Mil bestias: un propósito humano y divino” y se tomó la molestia de clasificarlos tomando como base sus propios estudios, además de los de otros colegas de todo el mundo. Es fascinante, ¿no le parece? Y revolucionario también: por primera, vez un hombre de ciencia y prestigio se atreve a tratar a los monstruos como algo más que monstruos. Una cualidad que, me parece, usted comparte ciertamente. “Rhydon” es como el profesor Batheust clasificó a la especie a la que pertenece su compañero, Decker, aunque “Rhinoferos” es el nombre que originalmente se le dio en Kalos, de donde la especie es autóctona.

                  Junk se extrañó profundamente, pero aquella extrañeza le resultó agradable. Estaba seguro de haber leído el nombre de Bernard Batheust alguna vez en su vida, perdido entre los cientos de volúmenes científicos que formaban pilas uniformes y descoloridas en el taller, pero más convencido estaba de que jamás había podido leer uno de sus libros. A su abuelo le apasionaban más las cosas inanimadas que los seres vivos, y quizás ese desapego hacia la naturaleza lo había terminado recluyendo a la soledad del taller y a la hostilidad de las demás personas en Scraptown. Incluso habiendo sido parte importante en su fundación, había muerto simplemente como “El Viejo Pocket”, un harapiento chatarrero que se había arrancado los tornillos de la cabeza para poder construir máquinas absurdas con ellos. Y pese al toque amargo de su recuerdo, todavía esbozaba una sonrisa involuntaria cuando algo se lo recordaba. En este caso, la pasión que el mayordomo parecía compartir con él por la ciencia, aunque fuera por una de las ramas que menos había podido explorar en su corta vida.

                  Dibujó la imagen de un Rhydon en su cabeza, ahora que sabía que se trataba de toda una especie poblando varios rincones del mundo y no simplemente Decker escogiendo ser su amigo a cambio de ricas naranjas y manzanas. Pensó en toda una manada de aquellos rinocerontes bípedos y cuadrúpedos pastando a sus anchas por brillantes praderas o mimetizándose con la roca de las montañas, abriendo grietas con sus poderosos cuernos y dando vida a cuevas enteras donde refugiarse del frío. Se preguntó si Decker habría tenido una familia como esa, y entonces recordó que su amigo estaba encadenado en las entrañas del castillo, y toda la calma que la amable voz del mayordomo le había intentado transmitir se esfumó por completo.

                  —Déjelos libres —le pidió poniéndose de pie y apretando un barrote con su mano izquierda, sujetando firme la lámpara de aceite tras su espalda—. Quédense con todas mis cosas si quieren, pero dejen que ellos puedan volver a la naturaleza.

                  —Me temo que es demasiado tarde para eso —dijo el mayordomo—. Verá, estos monstruos son seres capaces de causar gran destrucción, pero también de experimentar un terrible apego hacia sus amos--, perdón, “amigos”, como usted dice ser de los suyos —Se corrigió apresuradamente—. Habrá visto cómo lucharon a su lado, cómo lo defendieron y experimentaron abruptos cambios en su temperamento al verlo expuesto al peligro. Y mi Señor es plenamente consciente ahora del peligro que supondría enviarlos libres de regreso al bosque o la montaña. Sencillamente no dejarán este lugar sin ponerlo a salvo a usted. No es algo que podamos negociar con ellos.

                  —Negocien conmigo entonces, hablamos el mismo idioma —gruñó el joven—. ¿Qué necesitan de mí para dejarnos salir a todos? No creo que le sirvamos de nada al duque estando encadenados a sus muros. No parece ser la clase de decoración que más le interese para su castillo.

                  —Imagino que conoce la respuesta —sonrió el mayordomo con un dejo de lástima en su mirada oscura y sincera—. Ninguno de nosotros quedó indiferente al ver de lo que fue capaz con sus inventos. Especialmente aquella esfera… La intención de Su Excelencia es que elabore más como esas para él y, por supuesto, para el mismísimo rey. Sus servicios para Vernea pueden concederle mucho más que la libertad, señorito Junk. Y aunque imagino que tendrá una vida alegre y simple en Scraptown, me permito incitarlo a mostrar un poco más de ambición. Porque nada es más propio de un genio que la ambición.

                  —Mi ambición es inventar cosas —se sinceró Junk, sin dejarse manipular por las elegantes palabras de su interlocutor—. Ya inventé la Bola de Pocket; ahora me preocupa crear otras cosas. No soy un comerciante ni un productor, pero estoy seguro de que tienen algunos muy buenos aquí.

                  —Los tenemos —asintió el hombre—. Pero usted tiene el saber en su cabeza, y aunque los hombres del duque han inspeccionado concienzudamente su taller y siguen haciéndolo en este momento, por ahora no encontraron nada que les permita saber cómo construyó eso. Me apena reconocer que Nova Haven no es potencia en Vernea gracias a su desarrollo tecnológico, y los mayores genios en ingeniería y mecánica se encuentran allá arriba, en Imperia.

                  —Así que el rey los dejó a ustedes sin alguien capaz de diseccionar mis objetos para averiguar cómo funcionan —Junk entornó la mirada, y el mayordomo captó cierta arrogancia chispeando en sus ojos al descubrir que solo él podía explicarle a su estúpido jefe cómo funcionaba su invento. Le preocupó, sin embargo, imaginarse a sus brutos soldados revolviendo todo en su taller. Pero tan brutos como eran, estaba convencido de que jamás podrían encontrar los manuscritos más importantes de su abuelo, ni las anotaciones y bosquejos con los que él mismo dedujo los componentes necesarios para hacer funcionar la esfera—. Vaya ambición tienen algunos…

                  —Estoy de acuerdo —el pensamiento del mayordomo parecía distanciarse del de Junk solo por los duros barrotes que los separaban, así como por el poder al que respondían. Incluso encerrado ahí en esa diminuta y vieja celda, el joven se sintió un poco más libre que el hombre que llegaba a viejo luego de toda una vida sirviendo a gente como Reginald III—. Pero es mi deber recordarle que somos una nación en guerra, y si queremos salir adelante como habitantes de Vernea, debemos entender nuestra posición en el tablero. Y la suya, permítame decírselo, puede ser mucho más importante de lo que cree, Junk Pocket.

                  Los ojos de Junk se encendieron al escuchar ese apellido detrás de su nombre. Instintivamente soltó la lámpara tras su espalda, dejándola caer y rodar bajo la cama. Posiblemente el mayordomo ya se hubiera percatado de que la ocultaba de todas formas, pero no pareció importarle. Su labio inferior tembló, y de golpe se vio encerrado allí como un niño temeroso y abandonado, solo en un mundo demasiado cruel para soportarlo. Empuñó otro barral con su mano libre, y apretó su frente contra las rejas.

                  —¡¿Quién es usted?! ¡¿Conoció a mi abuelo?! ¡Alguien de Scraptown vino a hablarles de mí, ¿cierto?!

                  —Tu apellido no es un misterio para nadie que haya conocido a Silas —dijo el hombre viendo más allá de lo que sus ojos le mostraban—. De vez en cuando recibimos cartas de Scraptown informando de las desventuras de cierto joven inventor que se la pasa creando cosas particularmente propensas a volar por los aires, y sus respectivas quejas por la atención que atraía de las bestias en Wreckwood. Por supuesto, Su Excelencia no tiene el tiempo para detenerse a leer toda la correspondencia que llega, así que me tomo el atrevimiento de hacerlo dentro de mis posibilidades. Fue así como me enteré de su muerte.

                  —Si realmente lo conociera, sabría que no llevo su apellido —gruñó Junk, que nunca había conocido su verdadero apellido, ni tenido el valor para pedirle al viejo que le permitiera usar el suyo. Después de todo, los apellidos no tenían una utilidad práctica si no pertenecías a la realeza: a nadie le importaba quién eras, sino qué hacías para valer algo en Vernea—. No compartimos la misma sangre.


                  —Lo conocí —la voz del mayordomo sonó inusualmente grave—. Y tú mereces llevar su apellido. No por la sangre que corre en tus venas, sino por aquello que la hace hervir y que te mantiene vivo incluso viviendo en las condiciones en las que lo haces. Ese lazo que te une a tu abuelo es mucho más ancestral que un árbol genealógico. Diría que es algo así como un don, tal y como los que poseen las bestias.

                  —No existen los dones —terció Junk, intentando enfriar las palabras del hombre pese a lo hondo que calaban en su pecho. Hasta ese momento, no se había percatado de cuándo había comenzado a tutearlo—. Para decirse un hombre de ciencia, me extraña que le de tanta importancia a cuestiones divinas.

                  El mayordomo sonrió con ternura.

                  —Como dije antes, solo soy un aficionado. No tengo lo necesario para llamarme “un hombre de ciencia” —hizo una pausa cuando notó que en su mano de pulso impertérrito todavía reposaba la bandeja de porcelana, ya más tibia que caliente—. Por eso mismo decidí ocupar el rol que ocupo en este tablero, y te aconsejo hacer lo mismo. Me apena decir esto, y sé que no te va a gustar escucharlo, pero la muerte de Silas fue un desperdicio. No… Su vida también lo fue. Mi Señor te está otorgando una nueva oportunidad para serle útil aquí, en Nova Haven. No la desperdicies.

                  Le resultaba tan extraño que alguien se refiriera al viejo como Silas, pues ni él ni Caleb acostumbraban a hacerlo en vida. Silas era un nombre perteneciente a otra época, a un pasado que no parecía enorgullecer ni siquiera a su abuelo en sus últimos años, que se reía tan divertido y alegre cuando lo trataban simplemente como el Viejo Pocket. “El loco de Scraptown con bolsillos infinitos, capaces de recibir cualquier cantidad de gears de plata y oro solo para acabar vomitándolos por las costuras deshilachadas en sus fondos”. Como si hubiera convertido su apellido en un chiste tonto y simplón.

                  El mayordomo abrió una pequeña ventanilla disimulada en el enrejado de su celda y extendió a través de ella la bandeja de porcelana.

                  —Recibí la orden de traerle su cena, joven Junk —llamó su atención al cabo de unos segundos demasiado amargos en los que su tono de voz volvió a suavizarse, pero también a sonar tan distante e impersonal como debía hacerlo un mayordomo—. Usted decide si come o no, pero está comenzando a enfriarse, y le garantizo que no pasará por estos barrotes aunque baje diez o veinte kilos más: su cabeza es demasiado grande para eso.

                  Mientras el mayordomo se alejaba, Junk se desplomó en la cama con la cabeza ardiéndole. Lo maldijo en su mente por tratarlo de cabezón, pero inmediatamente después cayó en la cuenta de que probablemente estuviera refiriéndose a otra cosa. Sí: era demasiado listo como para dejarse morir ahí mismo. Todavía no estaba perdido.

                  Se incorporó de un salto y apretó sus cachetes a los barrotes, abriendo la boca tan grande como pudo.

                  —¡Oiga, señor! ¿Cuál es su nombre?

                  El eco rebotó por los altos muros de piedra y se perdió entre las sombrías escaleras caracol que bajaban por la torreta. Junk cayó de rodillas junto a la bandeja apoyada en el suelo, y una tímida melodía llegó distante a sus oídos. Era la voz suave del mayordomo, que se había detenido algunos escalones abajo, pero que no parecía pronunciarse con la distinción y soltura con la que le había hablado antes.

                  —Iveroy —le respondió, sintiendo un gusto amargo en su boca al decirlo en voz alta. No le enorgullecía su nombre, pero sintió que le debía al menos eso al pobre chico.

                  Cuando se hubo ido, dejándolo nuevamente solo con sus atormentados pensamientos y su jaqueca insoportable presionándole el cerebro, Junk torció la vista hacia la insoportablemente blanca porcelana en la que lo esperaba su jugosa cena. No percibió el aroma hasta que quitó la tapa, sin más curiosidad que hambre, y su cabeza sangró cuando se echó hacia atrás con una violenta repulsión, golpeándose contra los barrotes de su celda.

                  —No… ¡No! ¡¡No!!

                  Junto a una copa con agua y sobre un plato impecable reposaban juntos, acostados sin descansar, un par de pescados horneados con puré de manzana. Una tarjeta blanca doblada sobre la servilleta de lino le deseaba “Buen provecho” en la sofisticada caligrafía de Su Excelencia, el duque Reginald III de Nova Haven.


                  Continuará…

                  Comentario

                  • El_Rey_Elfo
                    Junior Member
                    SUPAR PRUEBA
                    • dic
                    • 20
                    • 🇨🇱 Chile
                    • Coquimbo

                    #10
                    AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHH

                    ¿QUÉ FUE ESE FINAL DEL CAPÍTULO? DÍOS MIO, ESTOY EN SHOCK. QUEDÉ AGUDA, GRAVE Y ESDRÚJULA (lo escribo en mayúscula para enfatizar el impacto que sentí)

                    Kieeeeeeeeeee.

                    Maldigo a Reginald III, lo odio con todo mi ser, hasta la muerte y más allá.

                    A raíz de lo que pasa por la cabeza de Junk, no recuerdo en qué momento del capítulo lo redactas, creo que fue cuando el estúpido de Reginald III menciona ala esfera que inventó, me refiero a cuando Junk deduce que quiere utilizar el invento para capturar monstruos y ganar la guerra, Junk es alguien inteligente, muy por encima del promedio, pero sus actitudes son muy consistentes a su edad y me gusta que lo hagas notar con sus acciones, como cuando en el primer capítulo muestra el invento a esa pareja que le daba frutas, creyendo ingenuamente que nadie lo vería. Es un niño aún, sigue siendo impulsivo y cree que puede cambiar al mundo con sus actos de bondad. Supongo que una de las cosas que si o sí aprenderá es que por muy buenas sean las intenciones de alguien, las consecuencias negativas y daños colaterales siempre pueden suceder. ¿Cómo se puede ser decente en una era sin moral? Junk tendrá que averiguarlo a su manera, a veces toca elegir entre lo fácil y lo correcto, pero en la vida hay matices.

                    Siento que Iveroy podría ayudarlo de alguna forma, quizás haya cosas que de a poco vaya descubriendo sobre su abuelo. Creo que Junk terminará cediendo ante el maldito de Reginald III.

                    Espero que ese final inesperado sea revertido de alguna forma en el siguiente capítulo, algo así como: eran otros peces y otra manzana, lo hicimos para que cedieras con tus conocimientos. No soy tan cruel, dijo el Reginald III.

                    Fuera de broma, eso fue de alto impacto y no lo vi venir, lo pusiste en el momento preciso, justo luego de una conversación calmada con el mayordomo, una conversación que invitaba a la introspección de Junk y ¡BAM! Esto sólo demuestra la crueldad del idiota de Reginald III. Espero que el final de este nefasto personaje sea satisfactorio para los lectores.

                    Abrazos cordiales.

                    Comentario

                    • Tommy
                      TLDR?/A tu vieja le gusta
                      SUPAR PRUEBA
                      • dic
                      • 54
                      • 🇦🇷 Argentina
                      • Buenos Aires

                      #11
                      Tardé un poquito más de lo planeado, porque anduve con mil cosas en la cabeza además de nuestros amados monstruos de bolsillo. Pero este primer arco está cocinado hace rato y le tengo que meter un poco de ritmo si no quiero aburrirlos a todos, así que pasemos a un nuevo capítulo de la historia.

                      Acá se presentan un montón de personajes y se ordena la estructura que tendrá el primer acto, así que perdón si hay demasiada información aglomerada. Intenté hacerlo lo más llevadero posible.

                      ¡Muchas gracias por seguir leyendo! Respondo al comentario de El_Rey_Elfo:



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                      Capítulo 03: Banquete

                      Se obligó a dormir aunque el asco y el dolor le impedían a su cuerpo relajarse en la cama. Sentía que si no se sumergía en un profundo sueño, el tibio aroma a pescado ahumado y manzana aplastada lo volverían loco. La vajilla, destrozada y desperdigada al otro lado de las rejas, podría haberle concedido un escape rápido y casi indoloro, pero no podía darse el gusto de sucumbir en ese lugar. Se lo había dicho antes: no estaba preparado para morir.

                      Y aunque su mente intentaba desesperadamente mantener su cuerpo a flote, lo cierto es que le resultó imposible comer nada más que trozos de pan con cada plato que los guardias le llevaban. Esperaba volver a ver a Iveroy, el cordial mayordomo del duque que, al parecer, guardaba más cosas en común con su abuelo que solo las canas en la cabeza; pero luego de aquella primera noche, no volvió a saber de él. Mientras tanto, los días pasaban y su cuerpo se demacraba más y más. Sus pómulos se hundían, sus costillas empujaban su piel, su estómago era lo único ruidoso en su celda durante jornadas enteras. Así y todo, Junk no dio su brazo a torcer: ni siquiera se atrevió a quitar la tapa de las bandejas de porcelana que llegaban sin cesar, a veces hasta cinco o seis veces por día. Tenía pesadillas en las que la próxima comida podía incluir la cola frita de Nix o el cuerno triturado de Decker espolvoreado sobre su jugosa carne. A menudo se despertaba con nauseas incluso teniendo el estómago vacío, pero nada podía vomitar. Entonces lloraba, y gritaba con la voz quebrada y se golpeaba los puños contra los barrotes de hierro de su jaula personal.

                      No sabía cuántos días pasaron hasta que, una mañana —o quizás fuera de tarde o de noche—, un golpe metálico en su celda lo despertó. El chirrido de la puerta lo hizo saltar de la cama, y dos soldados ingresaron con grilletes que le resultaron insoportablemente pesados. Se dejó encadenar tan manso como las bestias convertidas en mascotas del duque, y fue llevado por un largo puente sobre un arco hacia otra torre en las alturas de Nova Haven, desde donde un enorme reloj de bronce indicaba las tres de la tarde. Los párpados le quemaron al recibir los primeros rayos de sol en mucho tiempo, y deseó volver arrastrándose a la sombría seguridad de su celda. No se preguntó a dónde lo llevaban, simplemente fue.

                      Al cabo de unos minutos se encontraba dentro de una sala barroca iluminada por luces de argón en tonos verdes y azules bastante fríos alumbrando un desfiladero de escritorios metálicos sobre los cuales reposaban todo tipo de herramientas, cables, jaulas vacías, líquidos humeantes burbujeando desde matraces y tubos de ensayo, balanzas de latón, frascos de vidrio apilados con etiquetas viejas, hornos y calderas que exhalaban vapor en el sofocante ambiente y hombres viejos y calvos vistiendo largos delantales blancos y gruesos guantes de cuero para manipular los peligrosos elementos del laboratorio. Uno de los hombres parecía esperarlo ansioso al fondo del largo pasillo, iluminado por la fluorescente barra de luz verde sobre su calva cabeza y por las ocasionales chispas que salpicaban su rostro desde una soldadora o un cable pelado que otro sujeto acercaba infructuosamente a una carcasa metálica en una repisa contigua. La reconoció de inmediato: incluso mutilada como estaba en varios fragmentos, aquella era sin dudas su Bola de Pocket.

                      —¡Qué gusto conocerlo por fin! —se alegró el viejo científico con una sonrisa tan falsa que hubiera sonrojado al mismísimo Reginald III—. Soy Johannes Bohr, dirijo el equipo de investigación científica de Nova Haven. No sabe cuán popular se ha vuelto usted la última semana, señor Pocket.

                      Junk no le respondió ni con una falsa sonrisa ni con toda la hostilidad que merecía. Simplemente estaba demasiado débil como para tomarse la molestia de actuar como un ser civilizado, y prefirió volverse otro elemento más, sin vida ni alma, dentro de ese bullicioso laboratorio.

                      —Oh, no se tome la molestia, déjeme que le explique nuestra situación aquí, por favor —el científico le dio la espalda e hizo un ademán para que se acerque a la repisa de hierro sobre la cual otros dos hombres disponían desensamblada la esfera que lo había condenado a ser un prisionero de Nova Haven—. Aunque nos tomó unos cuantos intentos, y no me enorgullece reconocerlo, finalmente conseguimos desarmarla. Es un objeto fascinante y muy curioso, ¿no lo cree? Como si pedazos de tecnología desperdigados en el tiempo y el espacio hubieran sido soldados para dar forma a esta preciosidad. Pero, aunque investigamos a fondo y conseguimos descifrar parte de su intrincada ingeniería, no conseguimos explicarnos ciertos detalles que resultan esenciales para terminar de comprender su funcionamiento —El hombre deslizaba cuidadosamente su dedo enfundado señalando cada diminuta pieza que, como un perfecto mecanismo de relojería, dividía las piezas de la Bola de Pocket: minúsculas tuercas de bronce, resortes de alambre cuidadosamente enroscados para dividir las bisagras, esterillas con el tamaño justo en la parte superior, una cubierta de acero reluciente demasiado perfectamente pulida como para que un chico lo hubiera podido lograr en su humilde taller—. No es mi intención faltarle el respeto en absoluto, señor Pocket, pero… ¿Cómo diantres consiguió usted crear algo tan perfecto?

                      Junk permaneció en silencio. Si ese sujeto intentaba socavar su ego y apelar a ello para forzarle algunas palabras, aunque fueran insultos, no se saldría con la suya.

                      —Como le decía, con los medios con los que contamos pudimos desenmarañar los mecanismos que la hacen abrir y trabar, e incluso el equipo de química pudo tomar muestras de las esporas somníferas en las caras internas de cristal —explicó el hombre que parecía tan fascinado por el artefacto como exasperado por su falta de competencia—. No son muy diferentes de las que el Doktor Lazarus desarrolló para el Rey, aunque claro, todas estas artimañas químicas solo responden a la necesidad de “atontar” a los monstruos. Pero… ¿Cómo hace esta cosa para desintegrarlos y absorberlos a su interior? ¿Sabe cuánto hemos experimentado con esa posibilidad? ¡Desintegrarlos no es difícil, lo difícil es no dejarlos hechos polvo en el proceso! ¿Cómo hizo que esta cosa fuera capaz de reorganizar su código molecular para re-ensamblarlos al ser liberados nuevamente? ¡Incluso conservan sus recuerdos y parecen emerger de ella completamente conscientes en tiempo y espacio! Responden al frío y al calor en cierta forma aun estando encerrados. Pueden escucharnos. Hay vida latiendo en ellas, vida en miniatura. Pero solo funciona con monstruos… Aunque Bobby, del departamento de electromecánica, no se cansa de darme dolores de cabeza con ella. ¿No cree que sería mejor ajustarla para que también pueda encerrar a humanos?

                      Si aquello intentó ser una broma para romper más el hielo, a Junk no le hizo gracia.

                      —Pero si algo me frustró particularmente es ese núcleo dentro de la maldita esfera. ¿De dónde sacaste esa gema? Su composición no se parece a nada que hayamos estudiado antes, y sin embargo parece almacenar la composición genética del monstruo que encierra. Por mucho que intentemos con otras bestias, no hemos sido capaces de utilizar tu bola para capturarlas. ¡Solo responde a ese Rhydon! Y no a cualquier otro de la especie: ¡únicamente al tuyo! ¿Sabes el trabajo que supuso conseguir otro en las montañas solo para que no diera resultado? ¡Es tan frustrante que te desarmaría como a esa estúpida chatarra que creaste!

                      Cuando el científico estaba comenzando a dejar caer sus tornillos presa de arranques iracundos ante el silencio de Junk, la puerta del laboratorio se abrió y el duque Reginald III se hizo presente con las manos en la espalda, su sombra perseguida por el gato de perla roja en la frente y por un perro de fino y esponjoso pelaje blanco estilizado con tintura verde para asemejarlo a un faraón de antiguas civilizaciones. Detrás de él, el mayordomo Iveroy llevaba entre las manos una cápsula de cristal cilíndrica y llena de arena hasta la mitad, desde donde una lagartija amarilla intentaba echar chispas infructuosamente y daba golpecitos débiles con sus patas al vidrio translúcido.

                      —¡Nix! —Junk quiso correr hacia ella, pero el científico presionó un botón en el tablero de una máquina de escribir reacondicionada y activó una descarga remota en los grilletes de hierro que le habían colocado en los tobillos y las muñecas, estremeciéndolo con un grito de dolor y dejándolo paralizado y encorvado en su lugar.

                      —¿Ves cómo sí habla? —le sonrió Reginald III al científico, que se mordió un labio y retrocedió cuando éste avanzó hacia el inmovilizado chico—. ¡Tiempo sin vernos, “Junkito”! ¿Así te decían quienes te querían en Basuralandia, no? Oh, no sabes cuánto nos costó hacerlos hablar, pero tu estúpido tallercito de juguete no nos daba las respuestas que necesitábamos.

                      Entró en pánico cuando pensó en la posibilidad de que le hubiera hecho algo a los Giggs o a cualquier otro habitante de Scraptown. Sus ojos desencajados se fijaron en los de Iveroy, casi suplicándole una clemencia que no podría alterar cualquier estúpida y cruenta decisión que hubiera podido tomar su Señor, y se permitió respirar de alivio nuevamente cuando el mayordomo hizo un leve movimiento negativo con su cabeza. No, no habían llegado tan lejos. Todavía.

                      —¿Qué nos dices, niño? ¿Esta última semana en penitencia te hizo reflexionar? —el duque miró a Iveroy cuando notó que el chico se había enfocado en él y torció una mueca de desprecio. ¿Cómo se atrevía a mirar a un simple mayordomo cuando le estaba dirigiendo la palabra el mismísimo Líder de Nova Haven?—. Entiendo que quieres que negociemos contigo.

                      Aunque no podía mover un músculo de sus brazos o piernas, alcanzó a escupir a sus pies, devolviéndole un poco de la repugnancia que parecía sentir por él y por todos los de su pueblo.

                      —Eso quería —masticó cada palabra con desprecio—; luego vi lo que le hicieron a Remo y Rema, y a Ureka. Váyase a la mierda.

                      El duque pareció más intrigado por aquellos nombres que por el insulto proferido a su persona. Y aunque uno de sus hombres presentó el filo de su espada, éste levantó una mano para indicarle que se quedara quieto. Sin embargo, el dedo del científico fue más rápido, y lo electrocutó un momento de todas formas por su atrevimiento. Junk aguantó de pie y le sostuvo la mirada.

                      —¡Oh! ¿Te refieres a esos monstruos que vinieron contigo? —dijo restándoles importancia, como si ya se hubiera olvidado de ellos. Luego soltó una risotada, por si el desprecio no había sido suficiente para golpearlo—. Por favor, niño, esos pescados llegaron prácticamente muertos a Nova Haven, ¿cuánto más crees que habrían sobrevivido? Y en cuanto al gusano en la manzana… Bueno, si te sirve de consuelo, aparentemente consiguió escapar de ella antes de que la hiciéramos puré. De todos modos, ¿me consideras tan vulgar como para darte de comer esa larva asquerosa? ¡Qué horror!

                      —El único monstruo aquí es usted —terció Junk con un ojo inyectándosele en sangre por la ira contenida, como si quisiera salírsele y golpear con él la repulsiva y petulante sonrisa del duque. Miró de reojo al felino que se pavoneaba entre las largas piernas de su amo, y éste le devolvió una sonrisa tan calma como maliciosa, haciendo que las cicatrices en su mano volvieran a arderle luego de varios días.

                      —Agradece que esta pequeñita y tu grandulón de piedra, Dorrhyn o como se llame —Reginald III hizo una breve pausa para mirar por encima del hombro a su mayordomo, que ladeó un poco la cabeza como diciéndole «Casi, pero no»— están vivos y a salvo. Ahora, si quieres que esto siga así, deberás sentarte a conversar conmigo como una persona civilizada. ¿Es demasiado pedir para alguien de los suburbios?

                      —No negociaré con usted —dijo Junk tras sopesar su respuesta unos segundos. Su cabeza viró nuevamente hacia el hombre de traje que sostenía a Nix—. Quiero acordar mis condiciones directamente con él.


                      Una noche entera pasó de nuevo. Esta vez el duque no se tomó la molestia de enviarle ni un trozo de pan, quizás como castigo por la insolencia que había mostrado en el laboratorio al querer pasarle por arriba y negociar directamente con su mayordomo. Junk imaginó no sin cierta preocupación que su actitud podría poner en problemas a Iveroy, pero en definitiva, ese hombre trabajaba para el enemigo, y si había elegido servir al duque en su cruzada de tortura y esclavismo para con monstruos y humanos por igual, no tenía por qué sentir lástima por su destino. Sin embargo, esperaba que viviera otra noche, así tendría una nueva posibilidad de que le cuente más sobre su abuelo.

                      La mañana siguiente lo despertó el agudo rechinar de las patas de roble de un sofisticado sillón de un cuerpo que un soldado arrastró pesadamente dentro de la celda. El mayordomo Iveroy ingresó con su habitual distinción y se sentó cómodamente enfrentado a la cama en la que Junk se incorporaba lenta y débilmente. Desplegó una bandejita de madera con patas mucho más sencilla que la habitual porcelana llena de muerte que le llevaban y sirvió té en una taza, dándole un sorbo silencioso a la humeante infusión.

                      —¿Gusta un poco? —ofreció entonces, señalando la taza vacía sobre la bandeja. Junk asintió tras considerar negarse por unos segundos. En el peor de los casos, ese brebaje sería veneno. Dejó que la cálida bebida llene su garganta reseca y le aporte al menos algo de nutrientes a su estómago, y se sintió absurdamente agradecido por tener esa oportunidad—. Tal parece que está aprendiendo a salirse con la suya en el palacio de Su Excelencia. Toda una hazaña.

                      El mayordomo no parecía particularmente contento de tener que sentarse a hablar con él, quizás por el riesgo que corría si se volvía a ablandar demasiado en su presencia. Era bastante más sensible que los soldados de Nova Haven, y a diferencia del duque, éste sí parecía tener algo así como un corazón latiendo en su pecho. «Pero sigue siendo el enemigo», se forzó a recordar Junk tras apoyar la taza en la bandeja. Sus ojos se fijaron en los uniformados de armadura y yelmo sosteniendo firmes tres lanzas verticales de largo agarre, capaces de alcanzarlo con sus puntas recién afiladas a través de los barrotes. Ni siquiera le darían tiempo a tomar al mayordomo como rehén: estaba seguro de que cualquier movimiento irregular de su parte lo convertiría en una horma de queso agujereada en tiempo récord.

                      —Lamento ponerlo en una situación incómoda —le dijo entonces a Iveroy, y realmente lo sentía—, pero su Señor no me deja alternativa. Vine aquí sin oponer resistencia alguna cuando fui llamado, esperando ser de ayuda, sin buscar siquiera una recompensa. Pero el modo en el que tratan a la gente como yo, que no tiene un verdadero apellido… No invita precisamente a ser educado. De este modo solo pueden perpetrar este absurdo desprecio entre los de Scraptown y Nova Haven. Entre los monstruos y los humanos. Incluso entre los de Zeio y Vernea.

                      —Cuida tus palabras aquí, Junk —se apresuró a frenarlo el mayordomo, escuchando el suave rasgueo de acero cortando el viento cuando los soldados a su espalda bajaron las lanzas, acercando sus puntas a los barrotes de la jaula—, la guerra es un tema delicado que a ti no te concierne.

                      —Creo que me concierne y mucho, si piensan usar Bolas de Pocket para ganarla. ¿Realmente piensa que ese era el legado que mi abuelo quería dejarle al mundo?

                      —Lo que yo piense aquí no importa —le aseguró Iveroy con cierta severidad, haciéndole entender que era tan dispensable como cualquier otra pieza en las primeras filas del tablero—. Y estoy hablando contigo ahora solo porque mi Señor así lo ha solicitado, así que vayamos al grano. ¿Qué condiciones tienes para elaborar más de esos artefactos aquí? Pide los elementos, componentes y herramientas que hagan falta y los buscaremos en el acto. Iremos a donde sea necesario.

                      —No vaya tan deprisa —entornó los ojos Junk, intentando mantener las riendas de la negociación aunque estaba muerto de ira y miedo—, después de todo, usted no es el que se está muriendo rápidamente dentro de esta celda. Y si tanto le interesa saber cómo fabriqué ese objeto, debo decirle que, aunque probablemente ya lo haya deducido, es realmente una vieja idea descartada de mi abuelo. No se crea que tengo tanto ego como para llamarla “Bola de Pocket” por mí, porque no siento que me haya ganado ese apellido. Al morir, sin embargo, me legó las pistas necesarias para que pudiera deducir cómo debía construir esa cápsula contenedora. Por supuesto, era y soy consciente de la importancia que algo así podría tener en el mundo, y lo revolucionario de la propuesta… —Hizo una breve pausa para que sus próximas palabras se asentaran mejor en los oídos de su interlocutor—, así que quemé las notas y bosquejos la misma noche que la construí, por temor a que pudieran caer en manos equivocadas —mintió por fin, aunque mentir se le daba fatal normalmente, y esperó con todas sus fuerzas que Iveroy le creyera—. Ya ve: memoricé el paso a paso minucioso para fabricarlas, pero temo que no guardé evidencia alguna de cómo lo hice. Y tardé dos meses en reunir lo necesario para hacer una sola, arriesgando mi vida en el proceso. Sin embargo, si tan apremiado está el duque por llevarle buenas noticias al Rey y ganarse dos o tres palacios más, voy a necesitar un equipo idóneo para la tarea.

                      El mayordomo consideró cuidadosamente cada una de sus palabras. Le dio un sorbo más al té, tan hondo que vacío la taza, y con la garganta clara y una sonrisa le habló con su particular suavidad.

                      —Tal y como le dije: nosotros nos encargaremos de traer lo que sea necesario para la elaboración de las Bolas de Pocket. Usted no tiene que preocuparse por arriesgar su vida absurdamente, solo por mantener esas nociones en su mente y esa cabeza en su lugar.

                      Junk negó categóricamente, sacudiendo su cabeza de un lado al otro y agitando lo que quedaba de té en su taza. Con una exagerada expresión de desilusión, se encogió de hombros y fingió un puchero como si fuera más chico de lo que ya era.

                      —Creí que, de entre todos aquí, usted no subestimaría tanto mi inteligencia —suspiró con frustración, pero Iveroy mantuvo aquella sonrisa petrificada en su rostro—. Yo en persona voy a ocuparme de conseguir los componentes, esa es mi condición. Solo necesito un equipo que me escolte para garantizar mi transporte y seguridad. Ya sabe: allá afuera es un territorio casi tan salvaje como aquí, entre los lujosos y altos muros del castillo.

                      —No estará más seguro afuera con una escolta de Nova Haven que aquí en su celda, joven.

                      Realmente lo creía: Junk ya había visto cómo se comportaban esos brutos soldados con pesadas armaduras y filos demasiado peligrosos para poner en manos tan ignorantes como esas.

                      —Designen a los hombres que consideren más aptos entonces —Junk se golpeó la sien con el dedo, como forzando al duque a pensar mejor de lo que solía pensar, y a Iveroy a transmitirle eso a su Señor—. Solo les advierto que, si somos demasiados en la expedición, con toda certeza llamaremos mucho la atención y las bestias no se acercarán.

                      —¿Y no es precisamente eso lo que necesita? —inquirió el mayordomo, consternado—. Alguien que lo mantenga a salvo de las bestias.

                      —A salvo, sí —dijo Junk—, pero no que las ahuyente. Verá, también necesitaremos de ellas para la fabricación de las esferas. Pero no vaya a hacerse ilusiones: esta será la última pista que podrá transmitirle a “Su Eminencia” de mi parte.

                      Iveroy torció media sonrisa bajo su esculpido bigote.

                      —Es “Su Excelencia” —lo corrigió, divertido por la confusión. Junk ensanchó una sonrisa mejor.

                      —A mí me parece que no es ni una cosa ni la otra.

                      Iveroy se puso de pie antes de darle el gusto de ver que un destello en su mirada parecía aprobar sus palabras.

                      —Déjelo en mis manos —resolvió finalmente, y un guardia abrió la reja para que pudiera salir arrastrando el cómodo sofá tras de sí. Junk también se levantó, antes de perderlo de vista.

                      —Una cosa más —lo detuvo, y su voz resuelta sonó más bien titubeante—. Voy a necesitar a Nix y Decker.

                      —No —la voz del mayordomo lo aplastó—, ellos lo esperarán aquí. Descuide: me ocuparé personalmente de que nada le suceda a esos Helioptile y Rhydon. Pero, si está de acuerdo, puedo solicitar los permisos de la biblioteca para cederle una copia de “Mil bestias”. Seguramente le resulte de gran interés durante su investigación.

                      Junk no pudo disimular que aquella idea no le resultaba tan desagradable como el resto de cosas que le habían ofrecido en ese lugar.

                      —En cuanto a su seguridad, también me encargaré de eso —le dio su palabra el mayordomo—. Su escolta tendrá experiencia en el manejo de los monstruos.

                      Se despidió de Junk con una cordial y sutil reverencia y se alejó. El joven habría querido que llevara consigo a Nix, y se preguntó si podría volver a verla al menos para despedirse antes de dejar el castillo. No sabía cuánto tiempo más pasaría antes de que llegara su escolta, pero pensó que no le quedaría mucho tiempo antes de comenzar a experimentar las severas consecuencias de su inanición prolongada. Decidió que, si realmente necesitaban de su cooperación tanto como parecía, ya no le llevarían desagradables sorpresas ocultas bajo porcelana, y deseó que llegara el momento en que le volvieran a llevar algo que comer.

                      Acompañado entonces por el gruñido rabioso de sus tripas, Junk se recostó observando el lejano techo de la celda. Notó algunas telas de araña brillando con el tenue reflejo que la luz de la lámpara de aceite en el muro le proveía, y se sintió extrañamente reconfortado por ello. Tal vez la presencia de esas redes significaría que no estaba tan solo, y que alguna pequeña y escurridiza criatura de ocho patas merodearía por ahí mientras durmiese, brindándole su peculiar y tácita compañía, tanto como se la brindaban Nix, Decker, Remo, Rema y Ureka en sus recuerdos. Tanto como se la brindaban Caleb y el Viejo.

                      En su décimo día como prisionero del palacio de mármol de Nova Haven, a Junk se le notificó que finalmente podría salir como un hombre casi libre. Un peculiar motor de turbinas quemando combustible llegó desde el cielo por encima de la torre en la que aguardaba la muerte o la liberación, y aquello ya le dio la pauta de que no sería un día como cualquier otro. Cuando llegaron los guardias del duque, él ya estaba esperándolos. Junto con los hombres armados iba el mayordomo, que sostenía una muda de ropa limpia para él. Le indicó que se diera una ducha en el estrecho baño contiguo a su celda y que se cambiara, pues lo llevarían al salón comedor para disfrutar de un desayuno y presentar a sus escoltas en la expedición que daría inicio ese mismo día.

                      Junk sintió que volvía a nacer al lavar meticulosamente cada parte de su cuerpo y al vestirse con las ropas nuevas que habían preparado para él. Le iban un poco grandes, como cualquier otra prenda, pero se sentía cómodo con ellas: una camiseta blanca de cuello ancho y abotonado, un chaleco de lana gris y, encima, una chaqueta de cuero impermeabilizada con cuello alto y forro interno de cordero, ideal para protegerse del frío y la lluvia. Se calzó unas botas altas que le concedían un par de centímetros extras y su vieja boina sin visera, ahora lustrada como nueva, a la cual no sabía cuánto había echado de menos hasta que la tuvo sobre su cabello rubio que todavía olía a pompas de jabón. Finalmente, recuperó con sorpresa sus goggles de trabajo: alguien en el laboratorio se había tomado incluso la molestia de reemplazar los cristales agrietados y de pulir aquellos que todavía servían, además de aceitar el mecanismo de biseles a los lados para ajustar rápidamente los distintos lentes de aumento que se superponían presionando un pequeño botón lateral.

                      Tanta ilusión sentía que olvidó durante varios minutos la situación en la que se hallaba: todavía estaba lejos de ser libre. Pero al menos era un paso hacia ese destino, quiso creer.

                      Bajaron las eternas escaleras caracol con custodia de cuatro soldados: dos al frente y dos en la retaguardia. En medio, Iveroy le pasó a Junk un paquete envuelto en tela por lo bajo.

                      —Guárdelo bajo la chaqueta, tiene un bolsillo interno bastante amplio —le susurró, confiado de que el ruido metálico de las pisadas de los guardias amplificado por el eco ocultaría el tenue sonido de su voz—. No obtuve el permiso para prestárselo.

                      Junk asintió seriamente sin mirarlo, deslizando el libro bajo el forro de su abrigo nuevo y ocultándolo a salvo en una grieta del cordero. No podía evitar sentir que incluso era probable que pudiera llevarse a Nix y Decker consigo para la expedición, y esa esperanza lo revitalizó más que cualquier platillo. Sin embargo, estaba tan ansioso por comer algo decente que no le importaba saltarse la parte de las presentaciones de rigor.

                      Pero cuando accedieron al salón comedor cruzando un jardín lleno de fuentes y cipreses, su estómago volvió a hacerse un nudo. En el centro del espacioso ambiente —Junk ya había olvidado lo enormes que podían ser los interiores del palacio de mármol luego de llevar una semana y media encerrado en ese cubo de piedra—, una mesa demasiado larga justificaba su tamaño al estar repleta de platillos con los que alguien como él solo podría soñar: jamón de Paldea cortado en fetas y ahumado, salchichas con piña y jengibre, queso blanco de Kalos, ensaladas frutales con crema de Galar, huevos revueltos con trufas y cebolla, tostadas con mermelada y mantequilla, panqueques de avena con miel y tazones con montañas de frutos secos, así como todas las variedades existentes de té, café, jugos y leche en una variedad de vajillas de plata y porcelana del mayor nivel. En los asientos, disfrutando del copioso banquete de desayuno, un grupo de soldados degustaba la comida conversando y riendo con informalidad, así como otras cuantas personas que no portaban armaduras. Sin embargo, nada de eso lo abrumó tanto como ver a Decker encadenado completamente contra un muro, en un rincón olvidado del recinto que casi todos los comensales parecían ignorar a propósito. Y como centro de mesa, alumbrando intermitentemente el mantel y las servilletas con sus descargas ahogadas por la arena, una agotada Nix apoyaba la frente contra el cristal como si estuviera a punto de desmayarse.

                      —¡Chicos! —exclamó Junk amagando con correr hacia ellos, pero no pudo ni interponerse entre los guardias cuando uno desde atrás tiró de las cadenas en sus grilletes de los tobillos, haciéndolo caer de bruces al suelo. Seguía fuertemente esposado, por supuesto, y no estaba seguro de cuándo rayos le permitirían liberarse de esas cadenas. Podía ser que necesitaran de su mente, pero definitivamente podían prescindir de cualquier extremidad de su cuerpo que no fuera a ser indispensable para la elaboración de más Bolas de Pocket.

                      Mientras maldecía al duque en su cabeza, éste se incorporó apresuradamente de su asiento en la punta de la mesa y corrió hacia él chillando improperios en contra de sus guardias.

                      —¡Salvajes! ¿Qué no ven que es nuestro invitado de honor? —los acusaba recelosamente, arrodillándose junto a Junk como si de golpe se creyera la mejor persona del mundo… y actuara como tal. Tendiéndole una mano, el chico la evitó sin siquiera dirigirle la mirada y se incorporó con cierta dificultad. Los soldados se disculparon con una reverencia, soltando las cadenas pero dejando los grilletes en sus tobillos y muñecas. Ahora se sentía un poco más ligero, pero no lo suficiente como para estar del todo cómodo—. Tranquilo, Junkito, estarás en mejores manos una vez que dé comienzo la expedición; te aseguro que hemos conseguido a lo mejor de lo mejor para escoltarte. ¿Quieres que te los presente?

                      No sabía si lo despreciaba más cuando intentaba matarlo o cuando lo trataba como a un niño bobo, retorciéndose como un resorte a su alrededor. Ignorándolo, corrió como pudo hacia Decker, el Rhydon, y le dio un abrazo a su estómago mientras Reginald III le hacía un gesto frío a sus guardias para que se mantuvieran quietos en todo momento, por muchas ganas que tuvieran todos ellos de cortar al mocoso en dos. La bestia reaccionó con un débil movimiento de brazos, pero le dedicó una triste sonrisa a lo ancho de su rostro tallado en piedra. Intentó corresponder el abrazo con su amigo, pero las cadenas estaban demasiado tirantes.

                      —¿No te hicieron daño, Decker? —le preguntó mirándolo de arriba abajo y dando un rodeo hasta chocar contra la pared de la que pendían las enormes cadenas de hierro macizo, clavadas a bisagras con arandelas de un metro de grosor. La bestia resopló sobre su cabeza casi arrancándole la boina, pero aquello pareció más una forma de caricia, la única que podían permitirle las cadenas. Asintió dócilmente y luego apuntó su cuerno a la mesa, seguro de que alguien lo había echado tanto de menos como él, o quizás más—. Es bueno verte, amigo. Perdón por no haber cuidado bien de todos ustedes…

                      —¡Li! —chillaba la lagartija amarilla desde el centro de mesa encapsulado que aislaba perfectamente sus extenuantes descargas. Junk acarició una vez más las duras escamas del Rhydon y se dirigió a la mesa para arrimar su rostro al recipiente de Nix, dedicándole la sonrisa más sincera que pudo aunque sus ojos estaban a punto de derretirse en lágrimas sobre su rostro.

                      —También te extrañé a ti, caprichosa —dijo dándole suaves golpecitos al grueso cristal con el dedo, pasando entre dos comensales que masticaban sus bocados dedicándole una mirada reprobatoria al muchacho. Uno era el científico Johannes Bohr, a quién había conocido en el laboratorio días atrás, y otro era un hombre robusto, tuerto y de cabello oscuro con una barba incipiente que no se condecía del todo con el distinguido nivel que el duque pretendía para sus banquetes—. No desperdicies fuerzas ahí adentro, esto es solo… Otro de mis locos experimentos, ¿sabes? Pero no intento saber qué tan fuerte puedes electrocutar zambullida en la arena, sino qué tanto puedes aguantar hasta que pueda sacarte de ahí. ¿Confías en mí? Entonces debes ser paciente… Además, estoy seguro de que estás más cómoda ahí que en los apestosos bolsillos del abrigo del Viejo.

                      Intentó reír para ocultar mejor su congoja, pero no pudo. Se dejó conmover por la tímida sonrisa que el monstruito eléctrico le dedicó desde su jaula, y luego se incorporó levantando por primera vez la vista al duque, que lo observaba atento junto al resto de sus guardias del otro lado de la mesa. El sonido de cubiertos y de copas llenó el espacio durante unos segundos. A Junk decididamente no le interesaban las demás personas de ese lugar, y a las demás personas no parecía interesarles particularmente Junk, incluso si su trato con las bestias fuera llamativo cuanto menos.

                      —Permita que viajen conmigo —le pidió a un Reginald III que todavía le sonreía como si fuera su mismísimo hijo.

                      —De ninguna manera —replicó este, y su sonrisa se esfumó—. Solo los estás viendo ahora para demostrarte que soy un hombre de palabra, y que puedes comer tranquilo el desayuno que prefieras entre esta variedad de platillos. Y te recomiendo que lo hagas, porque el mundo allá afuera no será tan generoso contigo.

                      Estuvo a punto de arrojarle una copa que manoteó intempestivamente tanteando el mantel de la mesa, cuando una mano suave se posó sobre la suya. A la izquierda del científico, una joven de pelo rojo le devolvió una sonrisa cuando sus ojos fueron hacia ella.

                      —¿Así que esta pequeña es tu amiga? ¡Me parece adorable! Se la pasó gritándonos e insultándonos en su particular idioma de reptil —rio ella tan divertida como si se hubiera mantenido ajena todo este tiempo a lo que la rodeaba, aunque probablemente estuviera sacándole charla sencillamente para evitar que su cabeza termine rodando sobre la mesa por agredir al duque de Nova Haven—. ¿Cómo se llaman ustedes? Son un par de personajes muy curiosos. Ven, siéntate y cuéntamelo todo.

                      La joven palmeó la silla a su izquierda para invitarlo a comer y conversar. Llevaba una chaqueta de cuero ceñida con varios parches y estampas en las mangas, y unas antiparras de aviación con cristales dorados colgaban del cuello. Tras parpadear unas cuantas veces, Junk decidió sentarse finalmente, arrastrando sus grilletes ante la irritada mirada de Johannes Bohr. Siguiéndolo atentamente con sus agudos ojos, Reginald III esbozó finalmente una nueva sonrisa y se dirigió a su asiento para retomar las formalidades.

                      —No creo que a nadie más que al duque le agrade la idea de convertirse en un centro de mesa decorativo —refunfuñó el joven de Scraptown desplomándose sobre la silla, acariciando nuevamente la cúpula de cristal donde Nix parecía un poco más relajada, tanto que comenzó a mordisquear unas bayas sobre la arena—. Pero disculpa los modales de Nix, así nos educan en Scraptown. Soy Junk, por cierto.

                      —Descuida, me agrada ese instinto de libertad que comparten. Pero ese monstruo de ahí, por otra parte, no parece tener sus mismas energías… —se lamentó ella mirando a Decker por encima de su hombro mientras le daba golpecitos con la uña al cristal de la cúpula de Nix, como si quisiera hacerle un mimo. Luego pegó un respingo en su asiento y desvió su mano hacia el rostro de Junk, sobresaltándolo tanto que adoptó una instintiva postura defensiva. Cuando se destapó los ojos vio que ella solamente intentaba estrecharle la mano, mirándolo con una mezcla de pena y diversión—. Soy Amelia, Amelia Starling, y seré la piloto de la expedición. Es un gusto conocerlos —Su sonrisa era tan brillante que no podía apartar la vista de ella incluso cuando el delicioso aroma de los alimentos en el plato reclamara toda su atención—. Si no vas a estrechar mi mano por ti, al menos hazlo de parte de Nix.

                      Tras pensárselo un poco, Junk terminó devolviéndole un breve apretón de manos. No recordaba cuándo había sido la última vez que le levantaban la mano para algo que no fuera un golpe, con la única excepción de aquel desesperado abrazo que le había dado la señora Giggs cuando regresó a casa. Ahora que hablaba con esta joven, que debía llevarle unos cuantos años y estar ya entrando en la veintena, volvía a sentirse un poco como un niño, algo que no le sucedía con sus amigos. Pero Amelia no le hablaba como a un niño idiota, como sí lo hacía el duque con toda malicia, sino como a alguien que necesitaba una muestra de apoyo en un momento difícil. Era una forma de bondad a la que se había desacostumbrado, y sus días de encierro en la torre del castillo se sintieron entonces como años.

                      —Starling, si no dejas que pruebe bocado se desmayará sobre el pastel de arándanos —advirtió entre risas un soldado orondo y barbudo frente a ellos. La joven se puso tan colorada como su flamante cabellera, encogiéndose de hombros y soltándole la mano al chico mientras le echaba algunas miradas feroces a su compañero. Otro más bajito imitó el rostro de Junk en ese momento: con la boca tan abierta que podría haber causado una catarata de saliva.

                      —Eres la primer cosa en esta mesa que hace babear más a alguien que estos manjares —reía el soldado bajito antes de terminar con una frutilla con crema entre las cejas, pues Amelia se la había arrojado con precisión de francotirador usando su cuchara como catapulta.

                      —Cierra el pico, Pterich, o te dejaré abandonado en la cumbre de una montaña para que congenies en un nido de huesos con los buitres —gruñó la muchacha mientras Junk se hundía en su plato, abochornado, y comenzaba a llenar su boca abierta con comida.

                      Rápidamente recordó cuánta hambre tenía y cuánto más prefería llenarse de comida antes que hablar con cualquier otra persona en esa mesa, por muy hermosa o simpática que fuera. Aprovechó todo lo que pudo la discusión que se armó entre Amelia y los soldados que los enfrentaban y se mataban de risa como si sus tazas tuvieran whisky en vez de té y comió como no lo había hecho en su vida, sin siquiera detenerse a mirar qué estaba llevándose a la boca.

                      Mientras comía e intercambiaba sonrisas con Nix, que no le sacaba los ojos de encima a través del cristal, Junk aprovechó para repasar la periferia de la mesa y a todos los comensales que compartían el banquete con él. Aparte de Amelia Starling y el científico fracasado que a toda costa intentaba sin éxito sacarle charla a la joven estaba ese hombre tuerto, serio y ebrio que tomaba una nuez de una bandeja y la quebraba con sus dientes amarillentos, a su lado un caballero muy alto con el yelmo puesto que no parecía interesado en quitárselo para comer, y varios guardias con sendas capas aterciopeladas que no paraban de elogiar a Reginald III, quién en la punta se reía histéricamente ante cada comentario y mandaba a callar con una mirada asesina a cualquiera que intentara decir algo por encima de él. Junto al duque y de pie, un poco apartado, el mayordomo Iveroy mantenía sus ojos cerrados, como si estuviera tomándose una siesta, y le recordó a uno de esos particulares pingüinos de las fábulas de Hisui que su abuelo había traído de contrabando a su taller alguna vez.

                      Justo cuando estaba recordando a su abuelo se percató de la presencia de un hombre que lo observaba al otro lado de la mesa. Era el único que parecía atento a su existencia y a sus movimientos en todo momento: alto y ataviado con varias capas de finas prendas orientales que impedían adivinar que realmente era bastante delgado, tenía el cabello muy largo y muy negro, recogido en una cola de caballo elevada, y una piel muy blanca surcada por una larga cicatriz que dividía su boca fina y seria de sus ojos agudos de pupilas amarillas tan claras que parecían fotografías quemadas por la luz del Sol. Se veía joven y adulto a la vez, y una hombrera de cuero con bordes de acero así como una espada larga enfundada descansando contra su cuerpo le conferían un aspecto intimidante. Aquellos ojos rasgados, así como su vestimenta tradicional, no dejaban lugar a dudas: era de Zeio, y Junk casi se ahoga al percatarse de ello. Jamás había visto a alguien de Zeio, aunque sabía de una ciudad enorme llena de esclavos y prisioneros de guerra provenientes de allí, pero nunca habría imaginado que alguien como Reginald III permitiría que un zeionés se sentara en su mesa. Cuando se percató de que llevaba ya varios segundos cruzando miradas con él, apartó la vista nerviosamente hacia el grupo de soldados que habían iniciado una guerra de insultos contra Amelia.

                      —¡Díselos, Junk! —llamó ella su atención buscando aliados rápidamente—. Si no estuviera encerrada, Nix podría rostizarlos sin problemas. Incluso las criaturas más pequeñas pueden ocultar poderes magníficos.

                      —¿Nh? —arqueó una ceja Junk, considerando su enunciado con más seriedad de la necesaria. Miró a Nix como pidiéndole disculpas, y luego se encogió de hombros—. A decir verdad, lo dudo. Ella es muy lista, pero sus descargas no pudieron conmigo durante años, así que tampoco creo que hagan mella en sus armaduras.

                      —¡Jaja! ¿Lo ves? —agitó una porción de tarta el bajito Pterich, salpicando con migas a su gordo colega. Amelia soltó un bufido y le dio una patada suave a Junk por debajo de la mesa.

                      —Con esas armaduras cualquiera puede darse el gusto de parlotear, pero si no la tuvieran encima estoy segura de que ustedes dos serían los primeros en huir despavoridos si liberara a esta pequeña de su prisión.

                      La risa del duque irrumpió la contestación que los soldados estaban preparando junto con sus caras rojas. Una risa aguda, chillona y estridente que silenció al resto de comensales y pareció ser capaz de congelar el tiempo.

                      —¿No es este un precioso grupo de mentes brillantes, Junkito? —dijo el hombre arrancando con los dientes perlados un trozo de jamón de un palillo de madera—. Y nuestra flamante piloto, Amelia Starling ni más ni menos, de las lejanas montañas de Brandenburg en la frontera de fuego, acaba de darnos una idea fantástica para amenizar el desayuno. ¿Por qué no levantas esa cúpula de cristal y vemos qué ocurre realmente, jovencito?

                      Uno de los soldados, todavía encorvado sobre su plato, no consiguió tragar el bocado que guardaba en su boca, y apenas atinó a escupirlo de vuelta en el plato mientras el silencio se volvía más helado a lo largo de la mesa. El eco de la voz del duque llenándolo todo, y la silenciosa mano del hombre de Zeio rozando el mango de su espada. Junk no sabía si el comentario de ese desquiciado era solo parte de la broma que se gastaba Amelia con los del frente, pero viendo las expresiones de pánico e incertidumbre en estos, dedujo que probablemente sería cierto. Las peores cosas que salían de la boca de Reginald III solían ser verdad. Amelia mantuvo la compostura y le dedicó una encantadora sonrisa al duque, que ya se había levantado de su silla.

                      —No es necesario —le dijo—, este par de cabezas de chorlito ya probaron con creces su valía, sobreviviendo heroicamente a la guerra de frutillas y pistachos con mi implacable catapulta —Y agitó alegremente su cuchara de plata como si fuera una hechicera lanzando un encantamiento a todos con su varita. Pareció surtir efecto en algunos de ellos, que acompañaron sus palabras por risas espaciadas y algo confundidas. Reginald III, aunque sonriente, dio un rodeo por la mesa con las manos en la espalda encorvándose cada vez más y más hasta detenerse entre ella y Junk, y arrimó sus labios al oído del muchacho petrificado en su asiento, que empuñaba un tenedor como si fuera el objeto más importante del mundo.

                      —Yo insisto —puntualizó el hombre, y Junk sintió nauseas por su potente perfume mezclado con los polvos que había empleado para maquillar su estirado rostro de nariz ganchuda y aguileña—. Junkito hará los honores, aunque tú hayas tenido la idea. Dejemos que nuestro inventor estrella se luzca y ponga a prueba la valía de sus escoltas; después de todo, les he encomendado a todos ustedes una misión peligrosa. Solo apta para los más valientes de Vernea.

                      —Su Excelencia —intentó conciliar Iveroy desde su lugar, pero Reginald III levantó un dedo para silenciarlo a distancia.

                      —Levanta la cúpula —ordenó a Junk con una voz áspera y venenosa, mientras giraba el seguro de metal en la parte alta de la jaula destrabando los ganchos en la base que la mantenían sellada completamente. En su interior, Nix miraba confundida alternadamente a su amigo, a Amelia —cuyo pelo se veía ahora más rojo en contraste con su rostro pálido— y a los soldados que a sus espaldas ya estaban tomándole cariño de nuevo a sus lanzas y espadas. El único que no centraba su atención en ella era el hombre de Zeio, que sujetaba su arma como si fuera el tallo de una rosa espinada viendo más allá de aquella situación. Como si otra cosa le preocupara.

                      —Tranquila, Nix, todo estará bien —le susurró ablandando su mirada. ¿Qué más quería él en ese momento que poder librarla de su prisión y dejar que ella salte a sus brazos? Pero estaba aterrado, porque temía que su miedo se contagiara en ella, y que su rencor por Reginald III la hiciera atacar apenas levantara aquella cúpula cristalina. Y ese sería su fin. Tuvo que esforzarse por no temblar cuando su mano se apoyó en la tapa del gran frasco contenedor y, sin dejar de mirar con ternura a su compañera eléctrica, dejó que la arena se esparciera sobre el mantel cuando ésta se desprendió de su base.

                      A continuación sucedieron varias cosas a las cuales Junk no pudo prestar la debida atención, pues su rostro se cerró sobre el abrazo que Nix le dedicó brincando entre sus brazos y haciéndose un ovillo de suaves escamas amarillas contra su pecho. Frente a él, las sillas caían mientras los soldados se levantaban bruscamente, desenvainando sus armas y adoptando posición de combate antes siquiera de comprender que el monstruo liberado solo buscaba el reencuentro con su amigo, y no atacarlos a ellos. Amelia ya estaba interponiendo un brazo entre las armas cortantes y Junk, intentando proteger ese abrazo aterrado, cuando Reginald III les dio la espalda chasqueando los dedos en dirección al científico que se había escabullido agazapado lejos de la mesa. El estruendo de pesados grilletes desprendiéndose y levantando una polvareda meció el suelo de forma imperceptible, pero las pisadas que lo siguieron hicieron saltar la comida en los platos, así como el agudo silbido de un cuerno comenzando a perforar el aire.

                      Junk giró el cuello protegiendo a Nix con sus brazos y amagó una sonrisa que se resquebrajó al constatar que Decker parecía más un salvaje Rhydon que el tonto, dulce y hambriento grandulón que había conocido. Con los ojos desencajados por la ira, y sin importarle arruinar el perfecto desayuno de su amigo, el monstruo de piedra se arrojó sobre el duque hundiendo cráteres tras su carrera, impulsándose con sus brazos y agachando la cabeza para ensartar su gran cuerno perforante en el pecho del maldito. Reginald III retrocedió algunos pasos con largas zancadas sin dejar de mirarlo con una sonrisa maniática, como si esta vez fuera solo un juego para él. Algunos soldados cayeron sobre el peso de su miedo y sus armaduras y se protegieron instintivamente con sus escudos y yelmos cuando los pedruscos salieron disparados consecuencia del arranque de ferocidad de la enorme bestia. Otros, que simplemente se habían quitado los petos o las hombreras para disfrutar del banquete con mayor comodidad, gritaron y huyeron hasta refugiarse tras columnas marmoladas. Amelia se llevó un pequeño silbato a los labios, pero antes de que pudiera soplarlo, una mancha azul brincó por encima de la mesa con tal suavidad que ni el té ni el jugo de naranja en las jarras se agitaron, impulsándose con la delicadeza de un pétalo y desenvainando su espada con la brutalidad de un aguijón de abeja. Sus botas altas de cuero negro derraparon por la alfombra delante del duque, y el filo de su espada partió en dos el aire que lo separaba de la bestia, presentándole su acero al cuerno del Rhydon que, contra todo pronóstico, clavó los talones y las garras al tiempo que la voz de Junk resonó en sus oídos.

                      —¡¡No lo hagas, Decker!! —rugió el chico mientras Nix se refugiaba temblando bajo el cuello amplio de su nuevo abrigo. En realidad quería que lo hiciera, necesitaba ver despedazado a ese falso líder de ese falso reino en miniatura que era realmente Nova Haven. Pero si quería garantizar su seguridad y la de sus amigos, debía mantener la compostura hasta que pudiera darle al maldito lo que quería. Ya tendría tiempo de ocuparse de darle lo que mereciera en verdad.

                      Pero ahora no podía pensar a futuro, porque su monstruo de piedra desaceleraba la velocidad de vértigo con la que hizo girar su cuerno taladro, justo cuando éste comenzaba a sacarse chispas contra el filo de la espada que el hombre de Zeio le presentaba, estoico, con una pierna extendida hacia atrás y la otra flexionada hacia adelante, los dos firmes brazos al frente empuñando el mango con absoluto control de cada músculo en su cuerpo. Aunque sus ojos rasgados se asemejaban más a los de un demonio como él que a los de un humano como Junk, Decker sintió que no había odio en su mirada. Simplemente estaba haciendo lo que debía hacer: evitar que aplastara al hombre que lo había contratado para estar ahí. Tan impresionado se mostró el monstruo de piedra con el humano que le presentó su espada, que comenzó a caerle bien. Tanto que ni siquiera notó que, mientras su cuerno se oponía al filo de su hoja, un par de garras se aferraban a su lomo pétreo y una criatura diferente arqueaba su espalda mientras una hoz oscura comenzaba a expandirse sobre su cabeza.

                      —Haku —dijo con calma, y recién cuando la fiera sobre Decker pareció responder al suave murmullo de su voz es que decidió envainar su espada para demostrarle que el peligro había pasado. No necesitó más palabras para que su bestia deshiciera el fulgor que parecía haber acrecentado la hoz en su cabeza de rasgos felinos. Aquella que respondía al nombre de Haku descendió de un salto silencioso y se apartó a un rincón sombrío del salón, y todo el mundo decidió que sería mejor no verla, pues una extraña sensación de muerte e infortunio parecía manar del aura que transmitía su mera presencia.

                      Incluso Reginald III, tan sonriente, petulante y narcisista como era, se quedó en blanco, petrificado detrás del hombre de Zeio, mirándolo con una mezcla de desprecio y temor, pero sin nada de gratitud. Al cabo de largos segundos, y justo cuando Junk estaba preparado para correr hacia Decker para poder abrazarlo, el duque torció el cuello hacia el científico que parecía haber pisado un charco donde estaba parado.

                      —¡¿Qué esperas, inútil?! ¡¿Que ese monstruo nos mate a todos?! —chilló con exasperación, pero un rugido del Rhydon lo hizo callar. A Amelia le divirtió imaginar que el duque sabía que se lo merecía.

                      Con las sudorosas manos temblándole sin control, Johannes Bohr extendió la Bola de Pocket y giró el engranaje frontal, dividiendo la carcasa inferior de la superior y encerrando al monstruo de piedra en su interior. Tan fácil y absurdo como les había sonado cuando les contaron del invento de un chico pobre de los suburbios en Scraptown, todos presenciaron la eficacia y brillantez de aquella cápsula de acero, y tímidamente comenzaron a aplaudir la particular demostración que el duque les había brindado. Recibió la esfera de manos de Bohr y comenzó a exhibirla como un trofeo, como su medalla de oro personal luego de una espléndida victoria, y a dedicar pronunciadas reverencias a su público selecto en el salón comedor, ensanchando tanto su sonrisa que nadie creería que más abajo sus rodillas aun temblaban sin control.

                      —Iveroy —llamó cuando se hartó de los aplausos y falsas congratulaciones de sus invitados—, escolta a los cobardes fuera de mi castillo. No quiero basuras como ellos poniendo en riesgo la expedición.

                      Los aplausos cesaron de golpe, y al repentino silencio lo sucedió un efecto dominó de expresiones confusas y murmullos agrios entre los guardias y caballeros que habían sido reunidos esa mañana para dar comienzo al gran proyecto de Nova Haven.

                      —¡Ya me oyeron, inútiles hombres de hojalata! Aquellos que hayan dejado caer sus armas por el pánico, que hayan corrido o preferido cubrirse con sus escudos antes que proteger a su Señor, será mejor que tengan alguna utilidad o los enviaré directamente al basural o a las calderas de Brandenburg.

                      Cuando el mayordomo los hubo acompañado fuera del castillo, no sin requerir el apoyo de una cuadrilla de soldados de Nova Haven y las amenazantes miradas del felino con la gema roja y los roedores de Reginald III, en el recinto solo quedó un puñado de personas. Aparte de Junk, cuyo abrazo con Decker fue roto por la luz que envolvió su cuerpo antes de hacerlo desaparecer bajo el seguro de la esfera, ahí permanecían la piloto, el zeionés, el caballero robusto que no se quitaba el yelmo para comer y que había desenfundado su espada en dirección a Rhydon —aunque el de Zeio lo aventajó en tiempo de reacción—, el hombre tuerto, ancho y desaliñado vestido de negro —que seguía comiendo y tomando despreocupadamente, y recién al percatarse de su presencia nuevamente fue que Junk se cuestionó si se habría enterado de todo lo que había sucedido a sus espaldas— y otros dos soldados que, aunque corrieron por un momento, luego habían regresado con sus armas listos para morir bajo el peso de la bestia, pues era claro que no tenían las condiciones necesarias para salvarse… Pero el duque consideró, aun así, que no sobraban un par de pobres diablos dispuestos a morir por la causa.

                      Pasaron unos cuantos minutos en los que Reginald III le escupió unos cuantos insultos al mandamás de su laboratorio, mientras un Junk abatido y desplomado sobre su asiento veía cómo Amelia hablaba con el caballero del yelmo y el de Zeio escuchaba algunas indicaciones del hombre tuerto antes de que éste, sin previo aviso, se incorporara de su asiento y se marchara con un ademán de mano sin siquiera darle un motivo de su deserción al duque. No parecía asustado o preocupado: sencillamente no le interesaba más estar allí. Envidió esa libertad, pero decidió dejar sus pensamientos negativos de lado y rascar la barbilla de Nix, que poco a poco había recuperado su sonrisa y la tonalidad más viva en su cuerpo amarillento tras compartir ese breve período a su lado nuevamente. Entonces, vio a Iveroy caminando hacia él con la pequeña cúpula en su arenosa base.

                      —Lo siento —dijo levantando la tapa. Realmente lo sentía, temió Junk, que abrazó una vez más a Nix antes de depositarla suavemente sobre la tibia arena. La Helioptile, tal y como se había referido a ella el aficionado por la zoología, le sonrió asintiendo una sola vez y se relajó en su receptáculo mientras el hombre sellaba su vía de escape. No tenía intención alguna de revelarse. Después de todo, confiaba en Junk más que en su propio instinto.

                      —Volveré por ustedes —aseguró apoyando su frente y sus revoltosos flecos rubios contra la cúpula de cristal, y Nix apretó sus patitas sobre sus ojos del otro lado—. Por ti, por Decker… Incluso encontraré a Ureka, te lo prometo. Pero si llegas a verla, dile que no tenga miedo —Le susurró antes de que Iveroy tuviera que llevarse la cápsula junto con el abochornado Bohr, que custodiaba celosamente la Bola de Pocket entre sus manos, de regreso al laboratorio.

                      Cuando la tristeza comenzaba a envenenar su interior como una gota de mercurio en el agua, una mano en su espalda y una voz femenina lo arrancaron de las sombras.

                      —Vaya entrada hicieron tú y tus monstruos, casi matan de un infarto a unos cuantos —le sonrió Amelia Starling. Junk no supo si sentir alivio, gratitud o aflicción, pues aunque le mostraba una actitud casi permanentemente encantadora, aquello no dejaba de sonar un poco como un regaño velado.

                      —Espero no entorpecer tu trabajo —tomándolo finalmente como un dulce reproche, Junk solo atinó a disculparse al recordar que ella sería nada menos que la piloto que los llevaría a los destinos para reunir los materiales necesarios para la elaboración de más capturadoras. La mujer sacudió la mano, restándole gravedad al asunto.

                      —Por el contrario: será mejor que no permitas que esos viajes sean demasiado aburridos. ¡No querrás que una aviadora se quede dormida en medio de las nubes! —lo amenazó ella guiñándole un ojo, contagiando un poco de su roja cabellera en el rostro del muchacho.

                      Normalmente Junk era listo y captaba rápidamente las intenciones de las personas, pero con ella se sentía bastante más estúpido que los demás. Quizás por su juventud e inmadurez, envidiaba un poco a hombres como los soldados que le hicieron frente durante el banquete y discutieron de igual a igual con ella sin dejarse intimidar. Aunque, a diferencia de ellos, Junk no solía aterrarse tanto de los monstruos como de las personas. Decidió consolarse con esa idea cuando Reginald III aplaudió de pie junto a un portón de tres metros para llamar la atención de todos.

                      —Muy bien, luego de que el fabuloso y ameno banquete de desayuno les haya permitido presentarse y conocerse mejor entre todos… —comenzó el duque, y Junk pensó que en realidad no sabía apenas nada sobre los escoltas que lo acompañarían, más allá del filtro que había puesto Su Estupidez para dejar a su lado a los menos cobardes—. ¡Es hora de que emprendan la Misión de Captura de Componentes para las Regiballs! (Patente pendiente) —Añadió cubriéndose la boca y dejando que su voz apenas se filtre como una difusa transmisión radial—. O MCCR, si prefieren —Nadie parecía dispuesto a llamarla ni de una forma ni de otra, y a Junk lo reconfortó intuir que no era el único en el equipo que detestaba a ese charlatán—. Así que, si les parece bien, ¿por qué no escuchamos el plan de nuestro brillante inventor? Junkito, ven, ven aquí y no seas tímido. Todos estamos atentos a tus conocimientos, y estas valientes y nobles personas estarán dispuestas a luchar por ti garantizando tu seguridad durante el (¿largo?) viaje. Ven y cuéntanos qué tienes planeado.

                      Si bien no tanto como la liberación intempestiva y arriesgada de Nix y Decker un rato atrás, aquella nueva proposición sorpresiva del duque fastidió a Junk. Sin embargo, la sonrisa de Amelia, que le dio un gentil golpecito en el hombro empujándolo al frente, le permitió despegar sus pies de la tierra lo necesario para no ponerse a temblar como una hoja de papel al caminar hacia el frente y voltear de cara a los allí presentes. Se aclaró la garganta y se rascó la cabeza, repasando en su mente todo lo que no había pensado en detalle las noches anteriores, incluso ya sabiendo el acuerdo al que había llegado con Iveroy y, por extensión, con toda Nova Haven a cambio de su libertad y la de sus amigos.

                      —Hola, muchas gracias por su buena predisposición, y perdón por… Eh, perdón por las molestias —atinó a decir, mordiéndose la lengua al menos tres veces antes de completar la frase. Le agradeció al soldado del yelmo algunas veces más en su cabeza, porque su mirada hostil era imperceptible desde allí a diferencia de la que los demás le dedicaron. Debían tenerle mucho respeto o mucho miedo a la investidura de Reginald III y a su dinero como para aceptar tan dócilmente que un niño de catorce años oriundo de Scraptown los condujera por rumbos inciertos a una misión ultra secreta. Probó enfocarse en el centro de la mesa donde había estado con Nix para relajarse un poco al continuar—. Como sabrán, los últimos meses me ocupé del desarrollo de la esfera que vieron funcionar momentos atrás. El orden de ensamblaje y los componentes para hacerla funcionar están en mi cabeza, así que nuestro objetivo ahora será reunir todo lo necesario de forma segura. Pude hacerlo solo, no sin cierto esfuerzo, en una expedición de dos meses… Así que, si mis cálculos y sus habilidades no fallan, deberíamos poder finiquitar este asunto en tan solo una semana.

                      —Confiemos en las alas de la señorita Starling —le guiñó un ojo el duque a su lado, y un par de soldados aplaudieron a la chica que esquivó el elogio para no robarle atención a Junk, invitándolo a proseguir con una sonrisa.

                      —Debemos visitar tres locaciones diferentes: la Cueva Wreckstone en las sierras costeras pasando Drylands, el Bosque Foongu al sur de Ravenhurst y, finalmente, yendo un poco más hacia el noreste, el Desierto Sandveil camino a Brandenburg. En cada una de ellas hay valiosos elementos que me permitirán crear más Bolas de-- Regiballs —se corrigió a tiempo, justo cuando un derrame se formaba en el ojo del duque y sus dientes castañeaban con rabia dentro de su falsa y grotesca sonrisa.

                      Uno de los generales de la guardia de Nova Haven intervino con gesto adusto.

                      —Si bien el duque determinó que esta sea una expedición discreta y con reducido uso de personal, por seguridad estableceremos una guarnición en Drylands a medio camino de Wreckstone y Nova Haven. Allí habrá una guardia de refuerzo por si necesitan asistencia médica o armamentística.

                      —¿Por qué no nos cuentas a todos lo que irán a buscar en tan dispares locaciones? —propuso Reginald III esforzándose por no convertir su sonrisa en un grito de rabia y frustración, pero Junk no pensaba darle el gusto. Ya había tenido servidos demasiados manjares en bandejas de plata durante el banquete como para encima servirle la fórmula de las Bolas de Pocket antes de poder abandonar ese maldito castillo.

                      —Lo verá cuando estemos de regreso y a salvo —puntualizó él, devolviéndole una velada sonrisa por primera vez. Y el duque de Nova Haven tuvo que ceder.

                      La gran puerta se abrió entonces, y guiados por Reginald III, Junk y sus cinco escoltas avanzaron a través de los jardines hasta la torre más alta en el corazón del castillo, flanqueada por altos muros de piedra blanca. Les resultó intrigante que la torre fuera mucho más angosta que las demás, pues no habría forma de que una estructura de escaleras caracol pudiera caber en ese espacio, y al entrar comprobaron que dentro solo había una plataforma con base metálica y unas arandelas de las que sujetarse. Tirando de una palanca en el suelo, un mecanismo de poleas bien disimulado por carriles de hierro a los costados los elevó silenciosamente hasta la plataforma de aterrizaje en lo más alto de Nova Haven.

                      Ahuyentando a una pequeña bandada de petirrojos al llegar, los humanos salieron a la espaciosa plataforma circular con suelo raso de mármol bañado por el cálido Sol matinal. Junk jamás había estado tan alto en su vida siendo consciente de la altura, pues aquello no se parecía en nada a su paso por las celdas en algún otro risco del palacio. Tampoco había visto aeronaves tan de cerca, pero allí estaba la popular Bellerina, un zepelín envuelto en tela de seda y ventanas de cristal tallado que reflejaba la ciudad como un espejo, tan grande, blanco y dorado como al duque debía gustarle su aeronave personal. También había unos cuantos globos aerostáticos con fines recreativos y dos aeronaves de combate medianas provistas con cañones que emergían a los lados de las cabinas de mando como las patas de una araña, pero fue el último vehículo el que atrajo la atención de todos, y en especial la de Junk: un vehículo como jamás había visto ni leído en cuentos esperaba por ellos al otro extremo del aeródromo.

                      Los rayos de luz rebotaban sobre su cuerpo de aluminio, bronce y madera laminada aclarando los tonos que alguna vez, quizás, se vieron dorados. Su estructura intrínsecamente compleja le daba el aspecto de una especie de insecto, con una cabina de mando circular con un par de antenas rectas apuntando al frente y dos amplios ventanales circulares de cristal verde translúcido y convexo desde donde podían apreciarse el tablero de comandos y los asientos forrados en cuero rojizo. Más atrás, un alargado fuselaje de casi diez metros daba lugar a una galería de pasajeros donde se distribuían los motores y la sala de máquinas, segmentándose en cinco tramos como vagones de un ferrocarril que se volvían cada vez más estrechos y bajos, simulando la aerodinámica de una cola de libélula acabada en dos aletas como turbinas de acero pintado de verde con franjas negras. En la parte alta, haciendo sombra, dos pares de alas romboides y superpuestas —las superiores ligeramente más amplias que las inferiores— con alerones oscuros se unían en el centro por un sistema de riostras bien disimulado y una escotilla cóncava con bielas para hacer funcionar su peculiar mecanismo de vuelo, pues aquella máquina se valía tanto del motor de combustión como de la ingeniería de sus alas de tela resistente y ligera y sujetas por delgadas varillas metálicas para volar aprovechando las corrientes de viento naturales y generando las propias artificialmente con un aleteo mecanizado. Cualquiera hubiera dicho que parecía demasiado frágil para volar en los cielos de una nación en guerra, pero a Junk le pareció hermosa, brillante y, con toda seguridad, veloz.

                      —Suban, suban —los llamó Amelia Starling corriendo junto a su pequeño tesoro, dándole golpecitos al chasis con los guantes de cuero sin dedos junto a la escalerilla de acceso que desplegó desde una puerta lateral—. No le tengan miedo: aunque parece, no es ningún monstruo. ¡Bienvenidos a la Vivi Brava!


                      Continuará…

                      Comentario

                      • El_Rey_Elfo
                        Junior Member
                        SUPAR PRUEBA
                        • dic
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                        • Coquimbo

                        #12
                        Maldito Reginald III, hijo de pu....

                        Holi.

                        Ay pobre Junk, que terrible todo lo que le pasó en la celda, no sólo por no comer bien, también por esa tortura psicológica por no saber qué pasó con sus amigos.

                        Me agradaron los personajes nuevos, especialmente Amelia y el sujeto de Zeio, siento que a él lo rodea un misterio muy misterioso, por qué está ayudando a "su estupidez", el pokémon que lo acompaña es un Absol? si es así, sus razones están asociadas al Absol? después de todo es un pokémon que advierte catástrofe. En mi afán de sospechar de todo el mundo, no pude evitar pensar por unos segundos que Amelia podría no ser tan confiable, quizás tiene cierto trato con el imbécil, el podría haberle dicho desde antes que se acercara a Junk, para usarlo a su favor de ser necesario, ando conspiranoico, espero estar equivocado y que en el futuro sean pareja y tengan hijos.

                        Regiballs, jakjskjakjakjs.

                        Ese científico horrible, el johannes bohr, me cayó mal, tiene el nombre de un diputado de extrema derecha que cree que puede ser presidente acá en Chile, le dicen Jamones.

                        Me alegra saber que el Applin está bien por ahí en alguna parte, espero que se sume a la aventura de alguna forma, se puede ocultar perfectamente. Y AÚN ESPERO QUE EN LA HISTORIA ME CONFIRMEN QUE LOS REMORAID ESTÁN BIEN, Y QUE TODO FUE UNA FARSA DEL IDIOTA DE REGINALD PARA QUE JUNK CEDIERA. Sigo con esa ilusión.

                        Creo que este capítulo fue en parte como de transición/introducción hacia lo que viene, muy lógico que sea así, pero ya quiero ver, o leer, los peligros que vienen. En tu respuesta a mi comentario, prometes a alguien peor que Reginald, se me viene el Rey a la cabeza, pero no sé, nunca se sabe, siempre puede haber alguien más en las sombras.

                        Nos leemos.

                        Comentario

                        • Tommy
                          TLDR?/A tu vieja le gusta
                          SUPAR PRUEBA
                          • dic
                          • 54
                          • 🇦🇷 Argentina
                          • Buenos Aires

                          #13


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                          Capítulo 04: Los escoltas

                          Los pasajeros comenzaron a abordar la aeronave jalando consigo las cadenas de sus monstruos acompañantes y guiándolos hasta un compartimento trasero destinado a su contención. Mientras los demás ingresaban al vehículo con semblante neutro, Junk no pudo apartarse de la sombra de cuatro alas que barría con la suya propia. Con sus ojos como platos, el chico no salía de su asombro ante la maravilla mecánica que tenía delante.

                          Tan solo una bestia cuadrúpeda con un cuerno como hoz en la cabeza pudo distraerlo al pasar trotando delante de él. Era la misma criatura que había estado a punto de atacar a Decker durante el altercado en el gran banquete. Aquella que tan feroz y potencialmente mortífera se había mostrado en ese instante ahora se frotaba dócilmente contra el hombre de Zeio, como si hubiera olvidado su condición de monstruo y asumido la personalidad de un tierno gatito. Sin embargo, el oriental apenas hizo un seco movimiento de cabeza para indicarle que ingresase a la Vivi Brava. A Junk le llamó la atención no verle uno de esos collares con cadenas y jeringas que comúnmente empleaban los soldados de Vernea para someter a las bestias. Quizás simplemente hubiera estado oculto bajo esa abultada mata de pelo blanco alrededor de su cuello.

                          Por otra parte, dos breves pitadas al silbato le bastaron a Amelia Starling para invocar desde las nubes una flecha roja emplumada que se precipitó en picado y que, al estar lo suficientemente cerca de ella, desplegó un par de alas majestuosas que le revolvieron el cabello mientras extendía su brazo al cielo. La flecha resultó ser otra bestia, un halcón que parecía desprender ascuas de sus plumas con cada aleteo, pero que posó sus garras amarillas sobre el cuero de la chaqueta de la piloto e inclinó la cabeza, permitiéndole acariciarla como si no hubiera existido nunca aquella infame enemistad entre monstruos y humanos. Todo parecía tan surrealista que, de golpe, dejó de ver tan fantástica la aeronave de la chica. Se preguntó si sabría tan poco en realidad sobre esos monstruos, y cuestionó la afirmación de Amelia sobre que su nave no era una bestia mecanizada al servicio de los hombres. ¿Cómo podía estar seguro de nada luego de todo lo que había vivido? Supuso que, con un poco de suerte, el libro de Bernard Batheust podría darle algunas respuestas.

                          —Joven Pocket —lo llamó una voz familiar, cruzando uno de los puentes que conectaban las torres con la gran plataforma de aterrizaje en las terrazas del palacio. El mayordomo Iveroy era acompañado por un par de científicos que se repartían el peso de una alargada urna de madera con dos manijas en los extremos—. Aquí está todo lo que solicitó para su expedición. Por favor, úselo de manera responsable.

                          Junk espió dentro del cofre y confirmó por qué debía pesarle tanto a esos dos: atiborrado hasta que costaba cerrar la tapa, el interior tenía más herramientas de las que había gozado nunca en su taller. Desde lijas y pulidoras hasta tornos y fresadoras, soldadores, destornilladores, llaves, alicates, sierras, brocas y hasta una pequeña prensa hidráulica cuyos pistones de hierro fundido debían pesar al menos quince kilos cada uno. A los lados, además, había sacos de tela llenos de ruedas dentadas, muelles, resortes, manivelas, ejes, cables y poleas. Tenía prácticamente todo lo necesario como para fabricarse casi cualquier cosa que quisiera, y no pudo ocultar una sonrisa cargada de entusiasmo que una alargada nariz pudo olfatear a sus espaldas.

                          —Ni se te ocurra que vas a poder usar algo de todo esto para intentar escaparte —le advirtió la risueña y chillona voz de Reginald III, encorvándose sobre él—. Tendrás a dos soldados vigilándote permanentemente durante la MCCR, incluso mientras estés durmiendo, y los monstruos a bordo ya obtuvieron muestras de tu aroma impregnado en tu ropa vieja y nueva, así que podrán rastrearte donde quiera que intentes huir. Todos responden a Nova Haven, incluso ese bombón que tan simpáticamente te dio charla durante mi banquete —Enfatizó mientras el joven deslizaba nerviosamente su mirada sobre la fila de soldados que ascendían por la rampilla de acceso lateral de la aeronave. Vio una vez más la sonrisa de Amelia al acariciar al halcón rojo y cómo un ladrido alegre la llamaba desde la cabina de mando al frente de la Vivi Brava: un pequeño perrito de pelaje café que agitó su cola cuando ella entró al trote y se agachó para acariciarlo cariñosamente—. Así que nada de intentar formar alianzas entre mi gente, ¿entendido? Todos saben qué hacer si intentas cualquiera de tus locuras.

                          —Descuide, Su Excelencia —le dijo Junk sin siquiera mirarlo. Aunque el duque esperaba oír ese honorífico como muestra de respeto, no podía dejar de sonarle irónico o burlón el modo en que ese joven pronunciaba las palabras mágicas. Sencillamente nada de lo que Junk le decía podía dejarlo del todo tranquilo—. Me limitaré a ser de utilidad para Vernea.

                          Para Vernea, fueron sus palabras, y no «Para Nova Haven». Casi como si hubiera adivinado, o deducido, que Reginald III aún no había enviado un ave mensajera con dirección a Imperia para notificarle al rey sobre la “MCCR” y poner inmediatamente a su entera disposición el hallazgo que había tenido lugar en un suburbio de su ciudad, en manos de un escraptonita, y el invento revolucionario que podría cambiar drásticamente el curso de la historia de su región.

                          En pocas palabras, Junk le hizo saber que era consciente de que el duque era potencialmente un traidor a la corona, y aquello podía costarle mucho más que todas sus riquezas materiales y su honor. Sin embargo, el hombre de Nova Haven le devolvió una falsa sonrisa antes de dar media vuelta y alejarse seguido por Iveroy y los científicos, probablemente masticando toda clase de insultos. Ni siquiera le interesó quedarse a ver el despegue de la Vivi Brava, que encendió sus motores tan pronto como Junk subió, empujando por la rampa con todas sus fuerzas el robusto contenedor de herramientas. Es decir, con fuerzas insuficientes. Afortunadamente para él, uno de los soldados le dio una mano tirando de una de las manijas para terminar de cargar el cofre.

                          —Gracias —jadeaba el chico desplomándose sobre el piso, como si estuviera a punto de desfallecer. Abrió entonces los ojos para ver al hombre de armadura que le tendía una mano y por primera vez en la mañana prestó atención a su identidad: no era otro que el soldado raso que había ido a buscarlo a Scraptown para escoltarlo al palacio de mármol por orden de Reginald III. En ese entonces le había resultado menos antipático que los otros brutos grandulones que lo acompañaban, pero tras el desafortunado encuentro con el duque y el catastrófico desenlace que acabó con Remo y Rema servidos en un plato, ya no podía guardarle ninguna simpatía a ningún soldado de Nova Haven. Por supuesto, Junk no aceptó más ayuda y se puso de pie por sus propios medios.

                          —Entiendo que estés molesto —dijo el soldado, que sin su casco parecía solo un poco más grande que Junk—. Solo espero que comprendas que tenemos un deber, y que el deber siempre está por encima de nuestros intereses personales. Jamás imaginé que todo acabaría de ese modo.

                          —Y aunque te lo hubieras podido imaginar —respondió Junk frenándose en seco, ya dándole la espalda y dirigiéndose a la parte frontal de la aeronave—, no, aunque hubieras sabido con absoluta certeza lo que sucedería esa tarde, habrías hecho lo mismo. Porque el deber está por encima de toda razón, ¿no?

                          —Nada tan valioso se perdió por decisión del duque como lo que podrá ganar Vernea gracias a tu hallazgo —insistió el soldado, mientras otros dos a sus espaldas se acomodaban en asientos desde la cabina para pasajeros y se quitaban las pesadas hombreras para estar más cómodos, dedicándole miradas reprobatorias por el mero hecho de estar dirigiéndole la palabra a un prisionero de Nova Haven.

                          —Tienes razón —ironizó Junk—. ¿Qué son dos vidas de monstruos perdidas en comparación a todas las que pueden perderse si permitimos que Reginald III tenga cientos o miles bajo su poder?

                          —Cuida esa lengua tuya, mocoso —la voz honda y neutra del caballero alto dentro de su yelmo resonó en Junk como si le hubiera hablado directamente a su mente, usando alguna forma inquietante de telepatía. El hombre desprendió la vaina del pesado mandoble que colgaba del cinturón de su armadura y la dejó reposar sobre sus piernas, recostándose cómodamente en el respaldo del alargado sofá de cuero—. Si bien nos comprometimos a garantizar tu vida durante la misión, nada me impide arrancártela de la boca si sigues hablando más de la cuenta. Y tú, Crixa, arrastra esa caja de herramientas junto al monstruario; no nos interesa que nuestro inventor se ponga a construir nada durante el vuelo.

                          El monstruario, como lo había llamado, no era otra cosa que el tercer eslabón de la Vivi Brava, ubicado justo en el centro de su fuselaje: un compartimento que separaba a los pasajeros de las bestias gracias a un grueso paredón de vidrio templado con una puerta de barrotes de acero reforzado que mantenían la distancia entre humanos y monstruos. Por supuesto, las Bolas de Pocket de Junk habrían resultado mucho más efectivas para el transporte de aquellas criaturas, pero de momento no se contaba con esa tecnología, cosa que calmó un poco los nervios del joven.

                          Mientras el soldado raso arrastraba con esfuerzo y sin ayuda el robusto receptáculo por el pasillo hasta arrinconarlo junto al vidrio del monstruario, detrás de los sofás de pasajeros, Junk observó a las bestias que parecían descansar sobre un suelo alfombrado con hierba artificial que, imaginó, Amelia Starling se habría ocupado de instalar para mayor comodidad de sus peculiares pasajeros. En el centro del mismo, y aprovechando la altura proporcionada por el techo en forma de cúpula que en la parte externa se volvía el sistema de riestras desde donde se desplegaban las cuatro alas —que ya empezaban a ganar velocidad en su aleteo, haciendo vibrar todo el vehículo y elevándolo suavemente para separarlos por fin del palacio de mármol—, un árbol delgado y ligeramente torcido parecía ser la única forma de vida inofensiva a bordo.

                          Desde una de sus ramas colgaba una criatura alada de escamas rosas, agarrándose a la madera con su larga cola enroscada acabada en un gran aguijón, que miraba invertida a Junk dedicándole una sonrisa (¿o quizás fuera una mueca de desdén al revés?) con su lengua asomando entre un par de colmillos. Bajo éste, un reptil similar a un lagarto joven, de color verde y bípedo descansaba con su espalda apoyada al tronco y sus brazos cruzados, ignorando todo a su alrededor. A un lado, un monstruo canino de pelaje azul y amarillento se había echado sobre la alfombra de hierba con una pata sobre la otra observando atentamente a los humanos al otro lado, mientras la droga que se inyectaba a través de su collar parecía calmar su rabia y voracidad por el momento. Más al frente y con el morro apoyado contra el vidrio, supervisándolo todo con un nivel de atención obsesivo, Junk reconoció al roedor bípedo con inquietantes y saltones ojos que lo había inducido en un profundo sueño durante el altercado con Reginald III. Le preocupó tanto su presencia que no se fijó en el pequeñín que se escondía más allá del árbol, detrás de unas trincheras formadas por costales llenos de alimento que eran calentados por la llama crepitante en su cabeza.

                          —Oye, Junk, no vayas a perdértelo —la voz de la piloto lo sacó de su breve trance, llamándolo desde la cabina de mando mientras jalaba de una palanca desde el techo, expulsando chorros de vapor por las turbinas en la parte trasera del vehículo y haciéndolo virar al elevarse a ya varios metros de las torres del palacio—. ¿Cuántas veces en tu vida pudiste ver algo como esto desde Scraptown, eh?

                          Junk aceptó la invitación de Amelia y, al acercarse lo suficiente, sintió como si los redondos parabrisas en la cabeza de la Vivi Brava lo llamasen, atrayendo sus manos y su frente hacia ellos como si tuvieran magnetismo y su cuerpo estuviera hecho del mismo metal que la nave. Sin dar crédito a sus ojos, la inmensidad de Nova Haven encogiéndose gradualmente ante él lo sobrecogió. Podía ver sus pies elevándose muy por encima del imponente palacio de mármol, dejando reducidas las mansiones y los parques de la ciudad a pequeños puntos blancos, dorados y verdes que eran consumidos rápidamente por los nubarrones y las bandadas de monstruos alados que atravesaban el paisaje volando a toda velocidad.

                          Al tiempo que la Vivi Brava se elevaba girando como una bailarina con alas, vio la frondosa arboleda de Foongu tapando la boquilla de acceso a Ravenhurst al oeste mientras la luna difusa se perdía tras el inmenso océano que se expandía soberano más allá de los límites de Vernea, las empinadas colinas nevadas al norte desde donde imperaba el sagrado monasterio de Mons Sanctus, las junglas húmedas de la pasarela hacia Coeurville enmarcadas por el salvaje desierto de Sandveil, el humeante volcán que cobijaba a Brandenburg entre la afilada cordillera lindando Zeio por el este y la abandonada ciudad portuaria de Vetusmare, dejando que sus riscos fueran devorados lentamente por las olas del mar que parecía querer huir de la proximidad con la isla donde Lamortia crecía cada vez más, alimentada por la retorcida idea del progreso que el doktor Lazarus tenía para la región. Finalmente, la aeronave tensó sus alas de tela verde brillante y sus alerones de hierro cuando fijó rumbo hacia las colinas bajas del sur, que desde allí parecían apenas un manchón grisáceo en medio del paisaje cuya coloración degradaba de un fuerte verdor a un opaco amarillento en las áridas Drylands.

                          —Por favor —le pidió a Amelia sin permitirse un solo pestañeo, por miedo a que, si cerraba sus ojos por una fracción de segundo, aquél paisaje sobrecogedor desaparecería como un sueño interrumpido por un baldazo de agua fría—, ¿podrías volar a mínima velocidad hasta que lleguemos?

                          Amelia sonrió, ajustándose las gafas de aviadora, pues una corriente fría conseguía filtrarse por los ventanales circulares a medida que las antenas de la aeronave cortaban el viento, sacudiendo un pequeño y sonriente muñequito de tela blanca que pendía de un cordón invisible entre los parabrisas y que llamó la atención de Junk por un instante.

                          —Yo sentí exactamente lo mismo que tú la primera vez que volé —reconoció con añoranza—. Esa sensación de libertad rivalizando con mi adrenalina y mis ganas de ir más alto, más lejos y más rápido que ninguna otra persona o bestia en el mundo… Y, al mismo tiempo, esa necesidad por simplemente detenerme entre las nubes para apreciar lo que me rodeaba. Es lo que tiene la velocidad: no te permite admirar la belleza del mundo cuando avanzas.

                          Junk la miró de reojo. Incluso con aquellas grandes gafas de aviación en su rostro, la belleza de Amelia no tenía nada que envidiarle a la de la región que se extendía más allá de los ventanales. Pensó que ahí, en la cabina, no importaría qué tan rápido volara la Vivi Brava, porque al menos podría perderse en la majestuosa poesía de sus rasgos sin que la velocidad distorsionara su imagen. Y justo cuando estaba comenzando a contar las pecas en sus mejillas como estrellas opacas en un cielo blanco y luminoso, la Vivi Brava aceleró tanto que lo tumbó sobre el asiento de copiloto.

                          —¡Es una lástima! Pero no tenemos mucho tiempo que perder —se encogió de hombros finalmente, y Junk notó algo de locura en sonrisa ganándole a su encanto natural—. Si nada se cruza en nuestro camino, llegaremos a Wreckstone en una hora.

                          ¡¿Solo una hora?! Pero si a él le había tomado dos semanas llegar desde Scraptown, y eso que el viaje de ida había sido relativamente calmo para lo que se esperaba de las tierras más allá del Bosque Wreckwood. Sintiéndose cada vez más minúsculo en el cómodo asiento y con el precioso paisaje frente a él convirtiéndose pronto en una serie de manchas de colores pasando por arriba y por abajo a toda velocidad, Junk acabó resignándose a que la tecnología acabaría devorándose a la humanidad mucho antes de que esta consiguiera evolucionar siguiéndole el ritmo. Le atormentó pensar que podría estar contribuyendo a eso, así que decidió evadirse un rato —y evitar contacto visual con Amelia, que seguramente ya había notado cómo la miraba—, y abrió su chaqueta para sacar del bolsillo interior el paquete envuelto que Iveroy le había dado tras abandonar su celda.

                          «Mil bestias: Un propósito humano y divino», rezaba la portada del libro de tapa dura y aterciopelada en letras con relieve dorado. Firmaba su obra el profesor Bernard G. Batheust que, según el prefacio, tenía por objetivo «explorar el fascinante y monstruosamente mal juzgado mundo de las criaturas que reinan la Tierra sin otra corona en sus cabezas que la de los dones que los volvían deidades reales, de carne y hueso, esperando allá afuera a ser descubiertas y examinadas para desentrañar sus secretos de una vez por todas». Le sorprendió la osadía del autor por adjudicar el reinado del planeta a esos monstruos por encima de los humanos, pero probablemente el rey de Vernea no hubiera tenido tiempo de leer esos textos mientras dirigía una guerra. Después de todo, los libros de investigación y divulgación científica no eran los más populares entre las masas.

                          Decidió que el tal Batheust le caía bien, y comenzó a hojear rápidamente las páginas de su libro encontrándose ante un centenar de ilustraciones de las bestias que habitaban el mundo, incluyendo rincones muy alejados de Vernea, algunos de los que jamás había oído nombrar. El texto dividía a las especies en categorías clasificadas por hábitat, comenzando por aquellas que podían hallarse más frecuentemente en bosques, luego por las de praderas y llanuras, junglas tropicales, cuevas, montañas, lagos y ríos, océanos e incluso en los cielos. Dentro de cada sección, segmentaba a las bestias de acuerdo a su “Tipología”, que era el modo en el que se refería a los dones preponderantes en las diversas criaturas que les permitían manipular distintos elementos de la naturaleza como el fuego, el rayo, la piedra y el veneno.

                          Intrigado y con una repentina ansiedad, hojeó entre sus páginas a toda velocidad hasta encontrar espacios dedicados a aquellos monstruos con los que estaba más o menos familiarizado, descubriendo que a todos y cada uno de ellos les había asignado un nombre, una pequeña ilustración al margen y un texto —a veces más extenso y detallado y otras más breve, por la naturaleza simple de la criatura o por la rareza de la misma y lo difícil que podría haberle resultado estudiarla— donde describía su comportamiento y de qué modo podía resultar peligroso o productivo para las personas, quizás en un intento por desmitificarlos como monstruos malvados y temibles y que puedan ser mejor recibidos en las sociedades humanas. Asimismo, les otorgaba cruces de acuerdo a su nivel de peligrosidad en una escala de una cruz (inofensiva) a cinco (catastrófica), de modo que uno podía incluso recurrir a su libro como un potencial salvavidas en caso de encontrarse con uno.

                          Resultaba que no solo Decker era un “Rhydon” (XXX) y Nix una “Helioptile” (XX) —tal y como la había llamado Iveroy en alguna oportunidad—, sino que Ureka, el gusano en la manzana, ahora prófugo y ¿buscado? por las autoridades de Nova Haven, era un “Applin” (X), y que no era un insecto parasitario sino una pequeña cría de dragón que se refugiaba en los frutos para protegerse mientras se desarrollaba, con la capacidad de estrechar un vínculo simbiótico con la naturaleza al punto de adoptar propiedades de la vegetación pudiendo manipularla a voluntad. Rema y Remo, sus peces mascota de los que tanto habría querido poder estudiar antes de perderlos, y que todavía no se perdonaba no haber ocultado tan bien en su taller como los libros del Viejo, eran una pequeña especie acuática denominada “Remoraid” (XX). Le pareció que los nombres que les había dado eran bastante acertados en ese caso, y la ilustración de un cardumen atravesando el cauce de un río y disparándole precisos chorros de agua a una presa en lo alto de un árbol para hacerla caer y poder alimentarse le resultó conmovedora. Descubriría en la siguiente página que, de haber vivido, se habrían convertido en majestuosas criaturas tentaculares de piel roja, capaces de nadar en las más hondas profundidades oceánicas y de camuflarse bajo cortinas de tinta oscura.

                          Aunque ya lo había visto con sus propios ojos gracias a Decker, Junk se instruyó un poco más acerca del fenómeno de la evolución acelerada en las bestias que les permitía cambiar de forma, tamaño y a veces hasta de naturaleza elemental de acuerdo a factores determinantes. Otro de los dones divinos que se les había concedido a ellos y negado a los humanos. «Con justa razón», pensó Junk, figurándose la tremebunda imagen de un Reginald III pudiendo evolucionar a Reginald IV: un tirano mucho más alto de lo que era, pero además con alas, garras y colmillos.

                          Estaba completamente absorto en su lectura aprendiendo más y más a cada minuto que pasaba acerca del mundo que lo rodeaba. Como si hasta entonces su campo visual hubiera podido captar solamente una diminuta mota de luz en medio de una bruma oscura que, poco a poco, y gracias a Bernard Batheust, comenzara a expandirse revelándole el auténtico panorama. Aprendió que podía referirse a las peligrosas mascotas o trofeos del Duque como “Persian” (su gato blanco), “Raticate” (los roedores basureros evolucionados que tan familiares le resultaban en los alrededores de su taller), “Watchog” (aquel otro roedor más delgado y bípedo que, corroboró con un escalofrío, todavía lo vigilaba atentamente al otro lado de la góndola de pasajeros, desde el monstruario), “Lickilicky” (o “Roberto”, como el Duque lo llamaba) y “Slaking” (ese colosal orangután que custodiaba su trono y hacía temblar el palacio de mármol con sus ronquidos). Todos ellos considerablemente peligrosos de acuerdo a las investigaciones de Batheust a excepto el último, a quién afortunadamente no había conseguido ver despierto, por lo que simplemente le dio dos cruces en señal de alerta. A Junk le pareció que, de haberlo visto como él lo vio en manos de Reginald III, le habría asignado la peor de las clasificaciones de peligrosidad.

                          El halcón de fuego que competía con la Vivi Brava —inspirada en un “Vibrava”, por cierto, que podían verse con algo de suerte entre las tormentas de arena de Sandveil— y al que Amelia Starling incitaba a sobrepasar en carrerillas ocasionales haciendo sonar una potente bocina golpeando el timón de navegación, era un “Talonflame” (XXX), oriundo de Kalos tal y como Decker y Nix. El simpático perrito que jugaba con los cordones de sus botas en ese instante era un “Rockruff” (X) traído desde las montañas del este, y que seguramente habría sido mascota de la piloto desde su infancia en Brandenburg. Pero aquella que más lo intrigaba era la bestia que dormitaba recostada sobre el regazo del zeionés, desprendiendo un aura inquietante aunque su rostro pareciera tan calmo en ese momento como un lago vacío incluso de agua. Desgraciadamente para Junk, poco y nada escribió el profesor sobre la especie, tan solo una denominación y un puñado de palabras poco alentadoras que extrajo directamente de su diario de viajes:

                          «Absol. Tipología oscura. Su presencia es sinónimo de grandes desgracias. Luego de una apabullante jornada, decidí que prefiero no quedarme a comprobar qué tan devastador puede ser este hallazgo. Nivel de peligro: XXXXX».

                          —«Fantástico —pensó Junk—, seguro que todo va a salir bien con esa cosa a bordo».

                          Terminó por sentirse culpable al mirar de reojo a esa criatura como las personas normalmente miraban a los monstruos o como todos en Nova Haven parecían haberlo mirado a él. Incluso para un hombre de ciencia y estudioso de la zoología como Bernard Batheust podía resultar difícil desprenderse de los prejuicios a la hora de acercarse a bestias como esa. Y, sin embargo, el zeionés acariciaba desinteresadamente su lomo blanco con una mano, mientras la adormecida catástrofe cuadrúpeda le hacía cosquillas en el cuello con la punta de su guadaña.

                          —¿Qué estás leyendo ahí? —preguntó Amelia levantándose las gafas sobre la frente, luego de que Talonflame se aburriera de sobrepasar a la Vivi Brava—. ¿No te resulta incómodo leer con esas esposas?

                          Pero Junk se había acostumbrado tanto a ellas que había olvidado lo mucho que le pesaba el metal en las muñecas.

                          —He estado más incómodo antes —respondió con altanería, como si aquella frase fuera a impresionar a alguien. Definitivamente, no a la piloto que perforaba un nubarrón con las antenas de su aeronave volando a más de cinco mil metros y a ya casi doscientos kilómetros por hora. Se sintió estúpido más rápido de lo que volaban en ese momento, y se cubrió el rostro con el libro abierto para que las ilustraciones y descripciones de las bestias en su interior la hicieran olvidar rápidamente la tontería que había dicho—. Es una enciclopedia de monstruos. Intentaba aprender algunas cosas nuevas sobre mis amigos —Aquella respuesta le sonó más coherente, aunque todavía, quizás, un poco demasiado infantil.

                          —Ya veo —observó la joven con interés moderado. Seguramente habría visto criaturas así por doquier durante sus viajes, así que un puñado de letras y dibujos no reemplazarían la experiencia real de encontrarse con ellas en diferentes partes del mundo—. ¿O sea que leyendo eso podré saber de qué tipología es el duque? Me imagino algo como “Corriente” y “Siniestro”.

                          Aquello lo agarró con la guardia baja, así que su carcajada fue quizás más sincera de lo que hubiera deseado diez segundos después, cuando las firmes pisadas de acero se acrecentaron hasta detenerse detrás de su asiento, haciéndolo girar con un brusco movimiento. Ante él, el tercer soldado lo tomó por el cuello y le apoyó un dedo entre ceja y ceja. Le alivió pensar que aquello podría haber sido una espada.

                          —¿Qué te parece tan gracioso, eh? ¿Crees que todo esto es un juego? ¿Una excursión alegre y vacacional para todos?

                          Aunque sonaba amenazante y exasperado, lo cierto es que el soldado parecía bastante preocupado. Era, junto con Crixa, el soldado raso al que Reginald III parecía haber enviado ahí más como castigo que como reconocimiento por su valor, encomendándole la custodia de su Watchog para vigilarlos a todos, uno de los que parecían haber tenido la intención de huir durante el banquete cuando Decker fue liberado de sus cadenas, pero que acabó doblando sobre sus talones, empuñando su arma y regresando para intervenir justo cuando el zeionés y su Absol habían terminado con el problema, y la bestia fue devuelta en un parpadeo a la Bola de Pocket. Este soldado, que a diferencia del grandulón había dejado su casco apoyado en el sofá lateral junto con otras partes de la armadura para ir más cómodo durante el vuelo, era bien parecido y tenía el cabello rubio y largo recogido en un rodete. Su armadura, como él, estaba cuidadosamente pulida para brillar más que el promedio, y parecía inconcebible que aquello fuera a ser usado para protegerlo de violentos ataques o, peor aún, de salpicarse con tierra y sangre. Quizás por eso mismo el joven uniformado estuviera tan molesto con Junk.

                          —Ya basta, Gareth —intervino Amelia jalando de algunas palancas y girando perillas en el tablero de mando, antes de extender un brazo hacia el hombre para apartar su mano del cuello de Junk. Aunque cualquiera hubiera esperado como mínimo una bofetada contra la insolente mujer por meterse en asuntos de hombres, el soldado retrocedió un paso mirándola con desdén—. Debiste oponerte al duque cuando tuviste la oportunidad: nadie te obligó a formar parte de esto. A este chico, sí.

                          Junk estaba demasiado nervioso como para afligirse porque ella, efectivamente, lo veía simplemente como a un pobre chico asustado. Pero lo cierto era que también estaba asustado.

                          —Nadie lo obligó a sacarse del culo esas esferas para monstruos —gruñó el soldado Gareth apartándose un mechón de lacio cabello del rostro. Era desagradablemente apuesto, y Junk se sintió más insecto que nunca en medio de una discusión entre esas dos personas increíblemente bien parecidas—. ¡Qué digo! Ojalá fuera capaz de sacárselas de ahí, así al menos todos podríamos ahorrarnos este incordio. ¿Por qué no escupes de una vez cómo demonios fabricaste esa cosa en lugar de arrastrarnos a todos dentro de la boca del lobo mientras ríes y lees tus estúpidos libritos para niños?

                          —No es un libro para niños —le dijo Amelia, cuya espléndida sonrisa parecía ahora un recuerdo nebuloso perdido muy lejos de su rostro—. ¿Y sabes lo que hace con eso mientras tú te acomodas el pelo usando tu armadura lustrada como espejo? ¡Intenta aprender todo lo posible sobre los monstruos para evitar que nos coman a todos durante el viaje! ¿Qué te parece más productivo a ti?

                          Gareth chistó.

                          —¿Y cómo planea evitarlo exactamente? ¿Arrojándoles el libro de tapa dura sobre la cabeza? No creo que dañes a muchos con esa técnica —aunque discutía directamente con la piloto, que afortunadamente había tenido el profesionalismo suficiente como para estabilizar el vuelo de la nave de manera que avance de forma automatizada durante un rato, cada agresión verbal que salía de su boca se desviaba irremediablemente hacia Junk, hundiéndolo más y más en su asiento.

                          —Puedo aprender más acerca de su comportamiento, entorno, alimentación y habilidades para contrarrestarlas de la manera más óptima —intentó defenderse por su cuenta, pero el soldado se limitó a desenvainar una espada corta que hizo girar grácilmente en su mano hasta detener su punta sobre la garganta del chico genio.

                          —Todos ustedes, chicos de la ciencia, se llenan las bocas con teorías y quizáses mientras el mundo arde a su alrededor —bufó el apuesto soldado, satisfecho por el pálido y aterrorizado rostro del chico que se esforzaba por no tragar, pues aquella afilada hoja podría cortar en el acto su nuez de Adán. Hubiera deseado tener el valor suficiente para decirle que no existía el término “quizáses”—. Lo único que nos separa de los jugos gástricos de esos monstruos es esto: una maldita espada en su cuello.

                          «¿Y cómo rayos pensaba que estaban dirigiéndose a su destino ahora, volando sobre la hoja de una espada mágica?». Junk se maldijo por su terror, pero afortunadamente para él, un gruñido y varios ladridos del perrito entre sus zapatos bastaron para apartarle el peligro del cuello cuando Gareth se alejó unos cuantos pasos envainando su espada nuevamente. Hasta la mascota de la piloto tenía más agallas que él.

                          —¡Harcourt! —llamó Amelia a alguien en la cabina de pasajeros contigua. Junk no se había percatado de lo que sucedía, pero cuando pudo volver a respirar y tragar saliva, un aire helado volvió a paralizarlo en su asiento tan pronto como el caballero se apartó y le permitió ver aquello que realmente lo había hecho retroceder: desde uno de los asientos laterales, la bestia blanca del zeionés abría sus ojos rojos y los clavaba en los humanos que armaban alboroto al frente. Tan aguda, penetrante y feroz era esa mirada que dejaba en ridículo a la del Watchog de Reginald III.

                          De pronto, tan solo la irrupción del sueño de una bestia era suficiente para convertir ese ambiente reducido en una prisión de hielo tan fría que quemaba. Junk recordó el momento en que el protector del trono se había despertado, y temió que algo similar fuera a ocurrir, pero el zeionés rodeó a la bestia con sus brazos como si el abrazo fuera igual de efectivo con ellos que los collares con jeringas y venenos, y le susurró algo en un lenguaje que no conocía hasta que el Absol se adormeció nuevamente, o al menos pretendió hacerlo, cerrando nuevamente sus ojos y apoyando su cabeza sobre su regazo. Frente a él, el imponente caballero de armadura oscura y yelmo con cuernos apretaba los dedos de sus guantes de acero a la vaina de su mandoble, que dormía tan plácida y peligrosamente sobre su regazo como la bestia blanca de las desgracias.

                          —Te dije que lo guardaras en el monstruario —dijo la voz honda y monótona del soldado del yelmo, a quién Junk en su cabeza ya identificaba simplemente como “el Yelmo”—. No es una mascota inofensiva como ese perro de Starling. Quizás sea una costumbre allá de dónde vienes… Pero estás muy lejos de casa, Escoria de Zeio.

                          —¡Hey! —le llamó la atención Amelia, dejando su sillón de mando y caminando con largas zancadas hacia el Yelmo. Gareth le apretó el brazo para detenerla, pero ella se lo sacudió como si se le hubiera atascado en una endeble cortina de seda—. Nadie va a usar esa clase de expresiones a bordo de mi nave, ¿entendido? Ni ninguna otra que pueda desatar una pelea aquí arriba. Si quieren pelear, con gusto abro la escotilla para que lo hagan afuera.

                          Claro que afuera suponía una caída libre de varios miles de metros, y no resultaba atractivo incluso contando con un pesado mandoble o con una salvaje bestia con una hoz en la cabeza. Quizás por eso o porque nadie más que la piloto podía hacer aterrizar esa cosa en una pieza, el Yelmo se cruzó de brazos sin sacarle el oscuro visor del casco de encima al zeionés, que no pareció reaccionar de ninguna forma a su improperio, como si de golpe hubiera olvidado cómo hablar el idioma de aquella región extraña a la que no pertenecía. Sentado a un par de metros del Yelmo, en el borde opuesto del alargado sillón lateral de pasajeros, el joven e inexperto soldado Crixa se había puesto a rezar apretando un rosario con los párpados y dientes apretados. A Junk le dio solo un poco de lástima, pero ya comenzaba a entender que la Vivi Brava podía ofrecer un viaje tan espectacular como peligroso. Como una sofisticada y aerodinámica prisión alada transportando entre las nubes de Vernea a un grupo de humanos armados y bestias feroces, cuyo delicado equilibrio podía romperse de un momento a otro. Recién entonces el joven de Scraptown agradeció que el viaje a Wreckstone fuera a ser corto.

                          Cuando la tensión se disipó lo suficiente, transcurridos unos cuantos minutos, y una vez Amelia hubo regresado a su asiento para tomar las riendas de la Vivi Brava recuperando su habitual sonrisa, Junk cerró el libro y se dirigió a la cabina de pasajeros arrastrando sus grilletes mientras ponía cuidadosamente un pie delante del otro, esforzándose por no tropezar y quedar aún más en ridículo. Se detuvo frente al zeionés, haciendo de escuálida muralla entre éste y El Yelmo, que se había entretenido contando aves o montañas por la ventana sobre su hombro. O quizás durmiera; no tenía forma de saberlo a exactamente.

                          —Gracias por detener a Decker antes —se atrevió a romper el hielo con el sujeto cuya presencia parecía mantenerlo a salvo del desastre, incluso aunque tuviera sobre su regazo a una bestia conocida por llamar al desastre, como si fueran polos opuestos atrayéndose—. Menos mal que no tuvieron que pelear, ¿eh? —Seguía refiriéndose a su encuentro con Rhydon, aunque perfectamente podría estar hablando del Yelmo a sus espaldas.

                          El zeionés tenía sus ojos cerrados. Lo único que parecía devolverle la mirada era aquella horrible cicatriz que le atravesaba el rostro de lado a lado, susurrándole a Junk que tuviera cuidado si no quería terminar con una igual o peor en el suyo. Sin embargo, Junk no percibía nada realmente amenazante en ese hombre, y continuó desviando su mirada hacia aquello que llevaba prendido a un correaje del hombro: la inconfundible vaina larga y curva de su espada tradicional, que no se parecía a ninguna de las que llevaban los soldados de Nova Haven.

                          —¿Eso es una auténtica katana de Zeio? ¡Se ve preciosa! Tiene un diseño muy elegante, además, muy diferente al de las que usan en Nova Haven.

                          Para ese entonces, Junk ya no sabía qué más decir. Sus habilidades sociales siempre habían sido más bien escasas, especialmente después de tantos días encerrado en la torre del castillo… luego de tantos otros años encerrado en un basural. Sin embargo, alguno de sus superficiales comentarios pareció capturar la atención del soldado oriental que, con solo abrir sus ojos de un amarillo sofocantemente claro, como las yemas de los huevos, hizo que el joven casi se tropezara con sus grilletes sobre el Yelmo. Aquello sí hubiera sido una auténtica catástrofe, pero Junk encontró el equilibrio incluso aunque la Vivi Brava tuviera tendencia a ser pilotada de forma temeraria por Amelia Starling.

                          —Una espada es una espada, todas sirven para lo mismo —dijo por fin. Era la primera vez que lo escuchaba pronunciar más de una sola palabra en su mismo idioma, que en su voz sonaba apagado y lento, como si tuviera que elegir cuidadosamente cada palabra para no equivocarse en el armado de una oración. Quizás fuera tan callado por educación, y no por hostilidad. Sin embargo, todo en el aspecto de ese sujeto le transmitía hostilidad. Y más que cuidado para armar una oración, el zeionés parecía hablar como si sus palabras caminaran sobre un territorio minado, sabiendo que una mala pisada podría causar un estallido. Y al conversar con él, uno accedía a caminar por ese mismo terreno peligroso. Como Junk pareció preocupado por haberlo ofendido, el joven espadachín oriental amortiguó un poco más su tono, y prosiguió—. De todos modos, no es una katana, sino un tachi. Las katanas son un poco más cortas y rectas.

                          Junk hubiera querido preguntarle por qué se preocupaban por hacerlas y llamarlas de diferentes maneras si todas servían para lo mismo, pero se contuvo y, en cambio, decidió decir algo quizás peor:

                          —¿Es cierto lo que se dice de los Absol? —se atrevió por fin a dejar de mirar el arma en su espalda para observar al arma que dormía plácidamente sobre su regazo, con su lomo blanco bajando por su encorvada columna como el pico de un monte nevado luego de un alud—. Me refiero a Haku.

                          —Sé lo que es un Absol, los llaman así en todas partes —replicó el zeionés, acariciando una vez más a Haku antes de dedicarle una mirada ligeramente más provocadora a Junk—. Con respecto a lo que dicen sobre ellos… Depende de qué hayas escuchado y quién te lo contara, puede ser cierto. O puede ser peor.

                          —Está jugando contigo —le advirtió la voz de Amelia a lo lejos. ¿Cómo rayos podía escucharlos al frente de la Vivi Brava con todo el ruido que hacía su vuelo? Tal vez así de entrenados estaban los oídos de una piloto experimentada—. Haku es un encanto. ¡Díselo, Harcourt!

                          Era la segunda vez que lo llamaban Harcourt, pero no tenía cara de Harcourt. Fuera un nombre o un apellido, no le pegaba para nada, y la mueca en el rostro del zeionés pareció confirmárselo.

                          —Por cierto, soy Junk. Junk Pocket —dijo con una sonrisa tonta, extendiéndole su mano hasta detenerla justo sobre el cuerno afilado de la bestia. Quizás de esa forma le demostraría sus buenas intenciones, y que no consideraba a su compañera como una amenaza.

                          —¿Crees que no sabemos quién eres? —pero antes de proseguir se escuchó a sí mismo y consideró que, tal vez, su tono de voz sonaba demasiado hostil en ese lenguaje que siempre había asociado a la hostilidad. Sopesando mejor sus palabras, concluyó que probablemente el pobre chico solo intentara saber cómo se llamaba realmente, así que le devolvió el apretón de manos, uno seco, rápido e impersonal, y al apartar su mano de la suya, se presentó por fin—. Mi nombre es Hiraku. «Harcourt» es solo el apellido que me dieron aquí.

                          Aquello último pareció decirlo en un tono más bajo, pero no lo suficiente para impedir que todos en la nave pudieran oírlo con claridad. Los soldados Gareth y Crixa se revolvieron un poco en sus asientos, el primero con más rabia contenida que el segundo. Pero el Yelmo se puso de pie, y su sombra cubrió a Junk como un eclipse. Finalmente, resultaba que no estaba durmiendo. Contrario a lo que temía, sin embargo, el caballero negro torció su rumbo hacia la cabina de mando y se cruzó de brazos junto a Amelia, que aunque miraba al frente estaba mucho más atenta a lo que sucedía detrás suyo que al rumbo que tomaba la Vivi Brava con dirección al sur.

                          —¿Cuánto falta para que lleguemos? —le preguntó impaciente, aunque su tono de voz no parecía cambiar jamás.

                          —Dependiendo de cuánto tarden ustedes en desenvainar sus armas, podemos llegar en veinte minutos o nunca.

                          —Te contaré algo sobre mí, Starling, aunque no me lo hayas preguntado —dijo el Yelmo, ante la atenta mirada y escucha de Junk y los demás desde la cabina de tripulantes—: esta armadura fue forjada en Imperia, lo que significa que su acero puede resistir impactos cercanos a los diez iones en la escala de Mohs. Pregúntale a tu amigo genio qué significa eso.

                          Junk tragó saliva, sin creer lo que el soldado decía. ¿Entonces ese acero tan oscuro y opaco en su armadura era nada menos que carbonado? No, aquello tenía que ser una broma. Incluso para una ciudad tan rica y poderosa como Imperia, la Gran Capital de Vernea, era imposible que dispusieran de un mineral tan raro y precioso para construirle una armadura a ese sujeto que vendía sus servicios a un peón como Reginald III. Aquellas tenían que ser puras palabrerías infundadas.

                          —No te entiendo —reconoció Amelia, encogiéndose de hombros mirándolo a través del reflejo verde en la ventanilla frontal de la Vivi Brava—. ¿Estás tratando de intimidarme o de venderme eso? Porque no tengo interés en comprar armaduras.

                          —Significa que puede resistir una caída incluso desde esta altura —le advirtió Junk, temiendo que el tono desafiante de la piloto pudiera ponerlos a todos en peligro—. Bueno, en teoría… Creo que nadie estaría tan loco como para comprobarlo, ¿no?

                          —Sigue manejando, preciosa —aunque su tono monocorde le crispaba los nervios a cualquiera que lo escuchara, nada inquietó tanto a Amelia como la figura de su grotesca sonrisa retorciéndose bajo ese oscuro y húmedo yelmo mientras pronunciaba esas palabras y le apretaba el hombro con dureza—. Disfruta creyendo que este cielo azul te está protegiendo, cuando lo cierto es que el único que nos mantendrá a salvo a todos seré yo. Siempre y cuando no me fastidien… ¿Te queda claro, Harcourt? ¿O sigues demasiado acostumbrado a que te traten como “Escoria de Zeio”?

                          Junk no supo cuándo demonios se puso de pie, irguiéndose delante suyo con una mano sobre el hombro aferrada al mango de su tachi. El joven de Scraptown se apartó con un sobresalto, y esta vez sí tropezó del todo con sus grilletes, cayendo despatarrado sobre el asiento en el que minutos atrás había estado el pesado cuerpo y la armadura de carbonado del Yelmo. Frente a él, para su sorpresa, el Absol llamado Haku seguía durmiendo, como si no considerara necesario intimidar a nadie mientras su compañero tuviera una mano sobre su espada, que se curvaba en su espalda como una sonrisa torcida.

                          —Mi jefe me contó algunas cosas sobre ti —la voz de Hiraku salía de su boca como el viento de una hoja afilada cortando el aire—: eres un caballero sin nombre ni honor. Llevas encima una gran armadura forjada en una ciudad de la que te han desterrado, y solo te permites portarla por el miedo que le tienes a la muerte. Te encerraste ahí como un roedor cobarde refugiándose en su madriguera, sabiendo que incluso el rey quiere tu cabeza. Vagaste sin rumbo hasta el sur, y tuviste la suerte de llegar a Nova Haven, donde todo tiene un precio y un postor. Quizás yo, un extranjero de una nación enemiga, sea escoria en este lugar que no es mío. Pero tú, que creciste como un servidor de tu nación y le fallaste, te volviste escoria de tu propio hogar y de la gente a la que no supiste proteger. Puede que me hayan quitado el apellido, pero mi nombre sigue siendo tan mío como mi honor. Así que llámame como quieras, aprovecha que ese duro yelmo te protege la boca y la lengua… Pero cuida tus ojos, porque ese visor oscuro más arriba tiene el diámetro perfecto para el filo de mi espada.

                          Las vainas quedaron vacías y las hojas de sus espadas, desnudas. El Yelmo se plantó de espaldas al asiento de Amelia, y soltó su hombro para empuñar el arma descomunal que debía pesar varias veces más que Junk, quién aterrado vio, o mejor dicho, dejó de ver a Hiraku cuando éste se convirtió en la mancha azul de su uniforme acelerando contra su adversario. Un grito de guerra por parte del grandulón por fin rompió la monotonía con la que pronunciaba cada palabra, pero el zumbido de las alas sobre sus cabezas acelerando y un latigazo mecánico de la larga y delgada cola de la aeronave retorciéndose en el cielo separaron sus pies del suelo, y luego el resto de los cuerpos se elevaron presos de una inversión en la gravedad, estrolándose contra el techo mientras Amelia le daba un vuelco al timón y la Vivi Brava dibujaba un arco de trescientos sesenta grados sobre el lienzo azul salpicado por manchas blancas como nubes. Incluso las bestias en el monstruario tuvieron que sujetarse del árbol en el centro con sus garras y colmillos para no salir disparadas accidentalmente a través de la escotilla de bielas en la parte superior.

                          Tras la maniobra de infarto que mantuvo a Crixa colgando del techo con su espada atorada entre dos correas de sujeción y a Junk de cabeza contra el vidrio donde al otro lado un grupo de monstruos furiosos y alterados gruñía echando babas y chispas y llamas, todo pareció calmarse por las malas. Pero para asegurarse, Amelia jaló del volante timonel y las turbinas de la Vivi Brava vomitaron un chorro de vapor mientras se dejaba caer en picada plegando sus alas al fuselaje, calentando la cabina de mando con la fricción producida por la velocidad desmesurada que alcanzaba el vehículo precipitándose desde esa altura. El Yelmo tuvo que soltar su mandoble y abrazar el respaldo del asiento de copiloto, y Hiraku clavó el filo de su tachi en el suelo apoyando un pie sobre su hoja para mantener el equilibrio mientras se giraba hacia Haku, que se había despertado simplemente para echarle una mirada a las bestias del monstruario, hundiendo sus garras oscuras en el sofá de cuero y calmándolas a todas con el aura que emitía su mera presencia. Las criaturas retrocedieron más por la presión en su mirada que por la fortísima corriente de aire. Finalmente, el cuerpo de la Vivi Brava se enderezó y sus alas se expandieron dejando que la tela resistiera la caída, inflándose como paracaídas y retomando el vuelo rasante entre una llanura descolorida al pie de una familia de montañas enanas.

                          A medida que la nave desaceleraba, cuatro compartimentos inferiores en la parte exterior del fuselaje se abrieron y cuatro patas plegables emergieron, rozando un pastizal de tonos ocres y levantando una polvareda tras de sí. Pronto, la máquina se detuvo y todos pudieron volver a recuperar el aliento. El Yelmo se inclinó sobre una ventana y quitó el seguro para toser gravemente con la cabeza por fuera, sabiendo que si se quitaba el casco probablemente su cabeza despegaría tan pronto como la hoja del tachi lo deseara. Sin embargo, Hiraku pareció necesitar de ese golpe de adrenalina por parte de la piloto para recomponerse, y envainó el arma mientras llamaba a Haku con suavidad, pues ya había espantado demasiado a las bestias encerradas detrás, así como a Gareth y Crixa, y al propio Junk, que se tapaba la cara con las manos y las manos con los goggles, como si aquello fuera a protegerlo de una caída mortal o de las bestias que lo rodeaban.

                          —¿Qué pasa? ¿Una vez que aterrizamos se les quitan todas las ganas de matarse entre ustedes? —suspiró la piloto girando la llave de su nave para enfriar los motores que habían sufrido bastante la maniobra, desperezándose del asiento y volteándose con cierto resquemor ante la posibilidad de encontrar un baño de sangre a sus espaldas. Afortunadamente para ella, todo lo que había era miedo y confusión: nada contra lo que no pudiera lidiar.

                          —Que sea la última vez que haces algo como eso —aún ahogado, el Yelmo se veía un poco menos intimidante encorvado sobre la ventana lateral mientras su saliva se escurría bajo la unión del casco y su cuello. Junk estaba seguro de que no era lo único chorreando dentro del lujoso uniforme de carbonita, pero no podía culparlo, y en cierto sentido se culpó por coincidir con ese maldito, pues no quería tener que volver a experimentar algo así de nuevo en toda su vida, o sería demasiado corta para su gusto.

                          —Además, ni siquiera llegamos a destino —dijo Gareth con un hilo de voz, arrastrándose desde el fondo hasta la cabina de mando y apoyando sus manos húmedas en el parabrisas de la derecha, viendo el páramo desolado en el que habían aterrizado. Las montañas tapaban el horizonte, pero parecía ser solo el inicio de una cadena de piedra gris que deberían haber seguido desde el cielo hasta adentrarse en la gruta que los llevaría a la Cueva Wreckstone—. ¿Pretendes que continuemos a pie? ¡Solo nos retrasará más!

                          —No me hablen como si fuera una principiante —bufó ella, abriendo la puerta lateral y asomándose fuera de la nave. Una ráfaga de viento azotó su cabello rojo y carré, y el pastizal a sus espaldas se peinó con el silbido de la naturaleza que revolvía nubarrones cada vez más oscuros desde los riscos montañosos—. Mientras ustedes perdían el tiempo midiéndose las espadas, yo estaba ocupada mirando al frente.

                          Y el muñeco que pendía de un cordón invisible entre los parabrisas cobró vida de pronto, sobresaltando a Junk cuando se acercó a la puerta junto a Amelia al pasar flotando delante de su rostro mientras su cuerpo blanquecino se teñía de azul y adoptaba la forma de una gran gota invertida.

                          —A ver si dejan de mirarse con odio y terror y miran para arriba de una vez: se avecina una tormenta. No podemos volar en esas condiciones —la criatura con forma de gota asintió sonriente, como si necesitara certificar el parte meteorológico que les brindaba la piloto. A Junk le habría parecido adorable de no seguir aterrado, y habría consultado en el libro de Mil Bestias de no ser porque una mano lo apartó a un lado con violencia, saliendo el Yelmo de la Vivi Brava para corroborar que lo que decía Starling fuera cierto. Y lo era: incluso el aire apestaba a lluvia con un toque de electricidad. Odiaba reconocerlo, pero ciertamente era inviable atravesar aquellos montes en medio de los nubarrones relampagueantes.

                          —¡Genial! Ahora sí que se atrasará la misión —maldijo el apuesto y cobarde Gareth golpeando su frente contra la ventanilla desde el seguro interior de la aeronave, mientras el Yelmo desquitaba su rabia pulverizando algunos pastizales de hierba crecida con su voraz mandoble. Si no podía con Hiraku, al menos se sacaría las ganas con el aire y la naturaleza, siempre y cuando esta no tuviera las garras y colmillos de las bestias encerradas en el monstruario como para defenderse.

                          Pero la naturaleza pareció bien dispuesta a responderle aunque no tuviera garras ni colmillos, y rugió un fortísimo trueno que sacudió el suelo un segundo después de que un rayo partiera un trozo de piedra en la montaña a algunos metros de la aeronave. Inmediatamente después, una lluvia torrencial empapó sus cabezas, y el caballero sin nombre tuvo que correr de regreso a la Vivi Brava para no acabar ahogándose encerrado en su propia armadura. Seguido por éste, el Talonflame que escoltaba a la máquina voladora ingresó con su plumaje empapado y cara de pocos amigos, picoteando inofensivamente al monstruo que pronosticaba el clima por no haberle avisado a tiempo que se refugiase de la tormenta.

                          Con las gotas y el granizo repiqueteando agresivamente sobre el chasis de metal de la aeronave, Junk se echó finalmente sobre el largo sillón de pasajeros y se cubrió el rostro con el libro abierto en la página que hablaba sobre los “Castform” (X) y sus diversas formas de acuerdo al clima. Y mientras escuchaba a los soldados discutiendo con Amelia sobre sus maniobras temerarias y cómo exprimir a su monstruo en forma de gota para que les dijera cuándo pararía de llover para retomar el viaje, Junk se enfocó en el sonido del agua sobre el metal, y en aquella relajante melodía de la máquina resistiendo a la naturaleza en una batalla armónica. Un par de fogonazos celestiales volvieron a encenderlo todo antes de sumergirlo en la oscuridad de los nubarrones, y el grito de dos truenos los sobresaltó a todos, excepto a uno, pues Junk ya se había dormido profundamente. Por primera vez en mucho tiempo volvía a sentirse como en casa.


                          Continuará…

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                            • Coquimbo

                            #14
                            Holi.

                            No me esperaba un capítulo así, pero resulta muy necesario, no sólo para ahondar un poco en los personajes, sino para hacernos una idea de cómo será la dinámica y las relaciones entre los miembros del grupo, siento que Gareth y Crixa tienen potencial para establecer una buena relación con el resto en el futuro, pero ese tipo de la armadura negra es todo un desagrado, ya veo su final muriendo cobardemente (a menos que decidas darle una vuelta al asunto y tenga una redención, estoy dispuesto a esperar cualquier cosa que me sorprenda mucho).

                            Me encanta Amelia, supo lidiar con el imbécil y todo el caos en el grupo a su manera y los puso en su lugar. Esa mujer no dejará que la pasen a llevar de ninguna forma. siempre he elogiado la forma en cómo plasmas las personalidades de cada personaje, no sólo en lo que dicen, sino en cómo lo dicen y en su comportamiento y reacciones, en esta historia eso se repite, creo que es uno de tus puntos fuertes junto con la manera de contar una historia y saber cuándo y cómo contar la historia.

                            El tipo de la armadura, que fastidio, se siente muy seguro por su armadura, por mucho que lo proteja en una eventual caída, la misma armadura lo golpearía por dentro, tal vez no muera, pero sentirá mucho dolor. Además, parece llevar mucho tiempo sin quitársela, debe ser todo un asco ahí dentro, lleno de mugre, humedad, etc.

                            El tipo de Zeion, sin duda, sigue siendo el más misterioso de todos, siento que el tiene mucho potencial de ser un héroe en esta historia, pero no sé, todo humano tiene un lado oscuro, por algo anda con una absol. Ya veremos qué pasa.

                            Pobre Crixa, parece tan obligado como Junk a estar ahí.

                            Bueno, esperaré a leer el otro capítulo para ver cómo lidian con la tormenta y cualquier otra cosa dificultosa que tengas preparada. Besos.

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