Nuestra Señora de Amnesis

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    [Fanfic] Nuestra Señora de Amnesis

    Nuestra Señora de Amnesis
    Por DoctorSpring


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    Un fanfic de pokémon en un universo similar a Mundo Misterioso.

    En un mundo donde ciertas hembras con potencial mágico giran los engranajes de la realidad, Adara, una hechicera recién graduada de la organización de Amnesis, se propone a cumplir sus deberes como maestra de una futura hechicera llamada Camila.

    Por desgracia, las dos tendrán que crecer más de lo que esperaban y también aprenderán que crecer... es doloroso.​

    INDICE

    Primera Parte: Las Doce Puertas al Paraíso

    001_Primer Acto: Regocijate
  • DoctorSpring
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    #2
    A pesar de que Eleanor bordaba los ochenta y su futuro era mucho más pequeño que su pasado, todavía tenía el mismo sueño todas las noches.

    En ese sueño, apenas había cumplido los ocho años. Era una sensación rara volver a visitar ese cuerpo sin madurar, un tanto maltrecho por su mala suerte de nacimiento, pero que a pesar de todo, no tenía ni siquiera la mitad de las cicatrices que acabaría coleccionando con el paso de los años. Y no hablaba solo de las que podían verse en su piel vegetal.

    Siempre aparecía sentada en el mismo lugar, en un jardín que cuando despertaba no era capaz de reconocer, pero en ese ambiente onírico le daba la sensación de que lo conocía bastante bien.

    Tenía una taza de té humeante entre sus lianas, olía el amargor de la hierba y detrás de un juego más aparatoso de lo necesario, una figura le devolvía la mirada. Su cerebro cada día más liso no era capaz de recordar ni la especie ni el nombre, pese a que sabía de sobra quien era esa persona; su maestra.

    Era una fiesta de té. Una escena bucólica con los árboles siendo acariciados por el viento y una mesa llena de coqueterías que le hacía sentir dentro de ese cuento de hombres con sombreros largos y conejos impuntuales. Pero pese a esa tranquilidad, eso no era un sueño.

    Era una pesadilla.

    Lo raro era que tampoco pasaba nada extraordinario. La sombra de su maestra no acababa alargándose hasta convertirse en una mantis gigante que devoraba su cuerpo ni aparecían monstruos desde las profundidades de la tierra. Lo peor de ese sueño era que a simple vista no pasaba nada, pero a esa niña que albergaba su subconsciente, todavía escondida con el rostro lloroso y mocoso detrás de sus patas, no paraban de venirle sensaciones desagradables. Pese que su cuerpo y mente tenían ocho años dentro de la frágil realidad de los sueños, ya contaba con la horrible certeza de que todo lo que ya había pasado durante toda su vida despierta iba a sucederle. Como una memoria que iba hacia adelante, como la de la reina blanca.

    No era un sueño lucido, porque no era consciente de que eso fuera un sueño, pero de alguna manera, esa pequeña bulbasaur estaba al tanto de que su largo camino acabaría con una anciana durmiendo en la cama de una habitación envejecida. Todo iba a ocurrir en cuanto los sirvientes guardaran la porcelana y la vida siguiera su curso. Una tragedia tras otra, como fichas de dominó cayéndose en orden.

    No quería que nada de eso pasara.

    No quería ser hechicera.

    No quería que su maestra volviera a pegarle.

    No quería pasar el resto de sus días lamentándose.

    No quería que la abandonara la única esperanza que tenía de ser feliz.

    No quería sentirse vacía.

    No quería...

    Y entonces los ojos de Eleanor se abrían con mucha lentitud, sintiendo que la luz que venía de la ventana le dolía en la vista. Tenía una conmoción al notar lo pesado que era su cuerpo en comparación a la ligereza de una niña, y sentía que cada vez tardaba más en darse cuenta de que ya estaba en el mundo de los despiertos. Que no la habían vuelto a castigar con ese hechizo paralizante por terminar más tarde sus tareas que el resto de las estudiantes del aquelarre. Ya era una venusaur marchita que necesitaba un bastón del grosor de una de las sillas de su cama para mantenerse en pie. Esos arrepentimientos de su porvenir hace mucho tiempo que ya habían ocurrido.

    Murmuró unas cuantas oraciones hasta que sintió que su corazón de papel maché dejó de latir con tanta prisa. Tosió y por más raro que sonara, sintió confort al notar esos espasmos familiares en su garganta. Era una de las pocas alegrías de su día a día, tal vez.

    Sus patas tocaron el suelo y sintió que sus huesos crujían mientras caminaba al baño, poco a poco, sin prisa, pero sin pausa. Las arpías de Erisbeth y Elisa estaban dispuestas a dormir a su lado para ayudarle. Les preocupaba que algún día la encontraran tirada de lado, con la cadera rota y un charco de orina verdosa alrededor. O más correcto sería decir que odiarían limpiar lo que quedase en el suelo o las consecuencias que sufrirían ellas ante tal descuido. Quizás ese día llegara alguna vez, pero para bien o para mal, todavía podía moverse sola. Quienes le entrevistaban decían que era una suerte que todavía estuviera lucida a los 79 años y que esperaban que viviera muchos años más. Antes de haber tenido una esperanza de que las cosas cambiarían y una misión de su señor Arceus, no habría estado de acuerdo. No le deseaba a nadie estar consciente de que su vida estaba marchitándose.

    ―Por lo menos podrían darme una chapa de regalo por llegar a esta edad. De esas mismas que daban en las reuniones de la iglesia antes de que todas se hayan puesto de acuerdo para no venir.

    Eleanor lanzó una risotada llena de arrugas, seca y cansada, como el tacto rasposo de una mesa de olmo sin pulir. Antes de que siquiera viniera, ya sabía que otro de sus pocos placeres iba a ser interrumpido por otro ataque de tos. Volvió a recobrar la respiración, tragó saliva, relamió su hocico y ese sabor a té medicinal en su paladar le ayudó a despertar mientras los últimos rastros de esa pesadilla recurrente caminaban hacia el trastero de su mente.

    «Regocíjate, Eleanor, regocíjate» murmuró la anciana antes de abandonar el mundo de los sueños.

    Había muchas cosas que hacer.
    Primer acto: Regocíjate

    I
    ―Mañana me voy ―dijo la gardevoir mientras las dos desayunaban, con una sonrisa que recordaba a la nostalgia―. Esas estiradas de administración ya aceptaron mi jubilación después de tantos meses... Sé que soy de las mejores maestras, pero debe haber un límite de que tanto me pueden explotar, ¿no crees?

    Adara no respondió. De todos modos, su maestra nunca esperaba una respuesta cuando terminaba una oración con un «¿no crees?», porque tampoco era que fuera a cambiar de opinión por lo que le dijera cualquier persona, mucho menos si era su alumna. Aunque su silencio era por otra razón; que esos comentarios de los últimos días cobraban sentido en su mente.

    A diferencia de su maestra, nunca tomaba café por las mañanas; la única vez que lo probó le aceleró el corazón y estuvo en reposo todo el día, convencida de que le iba a estallar. Quizás por eso su mente estaba llena de niebla por la mañana y con la aspirina diurna apenas haciendo efecto, tardó en comprender las implicaciones de esas palabras.

    Aún tenía el cartón de leche en una de sus manos, caducado hace tres días. Con el costo de un ligero sabor a arena y un gramo de voluntad, logró mandarla atrás un día antes de que se echara a perder. Mientras se servía un vaso, comprendió esos comentarios que comenzó a soltar su maestra los últimos días. Esos que salían a flote cuando le alcanzaba el cereal de la estantería o al tomarle el relevo en la cocina después de una reacción alérgica que le obligara a huir al sillón a recostarse un rato. Justo ayer tuvo que escapar a su habitación porque la cebolla le irritaba los ojos y le hacía moquear. Medea tomó el delantal a regañadientes mientras susurraba.

    ―Por Amnesis, Adarita, ¿qué vas a hacer cuando yo no esté?

    Una frase cada vez más frecuente que nunca pensó que iba a tener implicaciones tan graves... o quizás lo sabía, pero quiso hacerse la tonta, atareada con los trámites de una hechicera recién graduada y los pesados manuales que leía durante las noches. Esas idas y venidas al círculo administrativo con papeles bajo el brazo y el cansancio colgándose en su espalda después de una noche en la biblioteca, no le dejaban más energías que para tomarse una ducha templada (demasiado caliente le quemaba la piel y demasiado fría le causaba un resfriado) y acomodarse en la cama.

    ― ¿Te quedaste muda de la sorpresa o no encuentras las palabras de lo feliz que estás por mí?―preguntó Medea sin borrar su expresión risueña.

    Adara tragó saliva, notando cierto dolor.

    ―Mi garganta... está irritándose... voy por una bufanda.

    ―Es bastante típico de ti que desvíes la conversación cuando estás incómoda o no quieres responder a lo que te digo. Además, no necesitas ninguna bufanda. Estamos en medio de la primavera, ¿te contagié la menopausia sin darme cuenta o algo?

    Los grandes y llorosos ojos de la hattrem crecieron a su máxima expresión.

    ―¿¡Eso es posible!? ¿¡Por qué no me lo dijiste antes!?

    La gardevoir suspiró soltándole el brazo y dejándose caer en el respaldo de la silla.

    ―Haz lo que quieras. A lo mejor con eso me prestas atención. Que ya estés grande no significa que no puedas mostrarme tantito respeto, ¿no crees?

    Adara le respondió con seriedad en su mirada.

    ―No me gusta que bromees con mi salud. Es un tema muy delicado.

    Después de esa aclaración, caminó hacia la cómoda de la sala, la misma que sostenía la televisión y buscó en sus cajones. Escarbó entre trajes de bautizo sin dueño y montones de agendas telefónicas llenas de garabatos. Hasta que encontró su bufanda morada debajo de unos misteriosos gorros de punta y envolvió grácil su cuello con ella, no sintió la paz.

    Aun así, iba a necesitar otra aspirina pronto.

    Miró a su maestra con cierta tristeza.

    ―¿Ya te vas? ¿Por qué justo mañana? ¿No podrías esperar un poco más?

    Medea volvió a erguirse en su asiento y dio otro sorbo a su café. Lo saboreó unos segundos, notando lo desabrido que estaba por los pocos granos que quedaban en la jarra. Al dar su veredicto de «insuficiente», vertió un líquido transparente de una botella marrón dentro de la taza. Lo único que recordaba Adara de la última vez que bebió de esa botella era un ardor en las mejillas que le quitaron las ganas de volver a hacerlo nunca más.

    ―Adara... ¿Cuántos años tienes?

    ―Siento que la migraña está viniendo...

    ―¿Cuántos-años-tienes?―repitió, su sonrisa deshilachándose un poco sin atreverse a desaparecer.

    ―Catorce.

    ―¿Y cuantos años tenías cuando nos conocimos?

    ―Ocho... pero no veo como...

    ―Ocho menos catorce son seis ―dijo la gardevoir alzando unos dedos inexistentes, como si estuviera hablando con una niña de primaria―. Ya terminaste tus seis años de entrenamiento. Eres una adulta y ya es hora de que hagas tu propia vida ―dio otro sorbo, con más gusto que el anterior―. He querido prepararte estos últimos días, pero veo que lo único que va funcionar contigo es una terapia de choque. Ya está, ya se ha acabado. No tengo nada más que enseñarte y casi cumplo los cuarenta. Es hora de que vuelva a mi pueblo, ¡como en esa película de Almodóvar!

    Adara no sabía de qué película hablaba ni le podía importar menos. Por saber, nunca le había dicho ella a que pueblo se refería. Bien podría ser una ranchería perdida de la mano de Arceus o un pueblo turístico fuera del estado. A veces su maestra tenía la costumbre de llenar sus palabras de cosas que nadie más comprendía.

    ―Si te preocupa donde vas a vivir, puedes calmarte. Como mi última alumna, te puedes quedar con el departamento y los muebles... salvo la televisión, claro, que todavía me quedan tres mensualidades y no pienso dejártela. Al menos que me encuentre con un hormiguero de durant ocupándome, la casa de mi infancia no se habrá ido a ningún lado y preferiría pasar mis últimos años rodeada de las viejas cosas de mi madre... y viendo telenovelas en HD ¿no crees?

    Incapaz de responder, la chica corrió a la ventana para tomar un poco de aire fresco, o lo más cercano que podría respirar en la capital. Por unos momentos sintió que iba a vomitar, pero las ganas desaparecieron y solo quedaron unos cuantos gramos de acidez. Por lo menos sabía que tomarse un antiácido y una aspirina al mismo tiempo no venía con consecuencias a corto plazo.

    ―Perdón... ―dijo Adara sentándose frente a su maestra.

    ―Anda, acaba de desayunar.

    ―Ya no tengo hambre... ―dijo empujando los tres panecillos que quedaban en el plato―. Es que pensé que por lo menos me ayudarías con mi alumna durante unos días... no me digas que has olvidado que hoy iba a conocerla...

    ― ¿¡Como iba a olvidarlo!? ―respondió Medea con una sonrisa, más calmada que la que esbozó antes―. Hoy es el día donde vas a convertirte en maestra de Amnesis. Y es una razón de más por la que tengo que irme. Solo sería un mal tercio, ¿no crees? Es como si la suegra viviese con la pareja de esposos, sería bastante incómodo. Y a final de cuentas, has estudiado toda la semana, vas a estar bien.

    A la hora de la verdad, sentía que todos esos manuales no eran más que palabras vacías, y es que la incertidumbre causaba el estrés, y el estrés provocaba más enfermedades de las que podría contar si tuviera dedos. Ni siquiera era capaz de imaginarse la cara de su futura alumna. Lo único que sabía era que iba a conocer, en el orfanato Las Doce Puertas al Paraíso, a una chica de ocho años, como lo fue ella en su día.

    Y no mucho más.

    ―Sabrás quien es cuando la veas. Yo también estaba confundida a tu edad, pensaba que estaban jugando conmigo... pero es verdad, muchas cosas en Amnesis ocurren por predisposición, como si tuvieran que ocurrir, ¿no crees?

    ―¿Me la tengo que encontrar por casualidad? Eso no es muy...

    ―Destino, no casualidad ―dijo Medea apoyando ambas manos en su barbilla mientras no paraba de mirarle con esos ojos brillantes y penetrantes que le obligaban a prestar atención―. Si bien el futuro es imposible de adivinar, por más charlatanas que haya ahí afuera, sí hay ciertos eventos, digamos, importantes, que tienen que ocurrir, pese a que no esté escrita exactamente la manera en la que ocurrirán. Es como si fuera una escaleta con espacios vacíos en medio que tenemos que rellenar. Por ejemplo, nosotras dos vamos a morir algún día, eso es seguro, pero nunca sabremos cómo será hasta que ocurra. Es lo mismo con las maestras encontrando a sus alumnas. Sucederá. Yo nunca supe exactamente cómo las cuatro veces que fui maestra, contándote a ti, pero siempre pasó, ¿y sabes qué otra cosa pasa?

    Medea inclinó su cuerpo hacia adelante, ese gesto que siempre hacía cuando iba a decirle algo que a ella le parecía fascinante o interesante. Sin importar que el sentimiento no fuera mutuo a veces, claro está.

    ―Por más que Amnesis crea conveniente que las hechiceras deben formarse desde los seis años (la misma edad donde las chicas normales entran en la primaria) o incluso algunas creen que debería ser desde bebés, la mayoría de las veces encontramos a nuestra alumna con ocho años. Ni más ni menos.

    Ya lo había leído en el manual, pero prefirió no decir nada y dejarle continuar para no romperle la ilusión.

    ―Una sincronicidad. Una coincidencia que se repite tantas veces que deja de ser una casualidad. Hechiceras reconocidas dicen que cuando estaban a punto de diseñar nuevos teoremas o hechizos más complejos, no paraban de ver el mismo número por todos lados o incluso la canción que ponían en la radio coincidía con lo que estaba pensando. Yo conozco tres casos que te podría contar... si tuvieras tiempo, claro.

    Existían varias teorías de por qué el ocho era el número preferido para la edad de las nuevas aprendizas. Muchas tesis, en un alarde de poca originalidad, indicaban la casualidad de que un ocho acostado hacia cualquier lado era un infinito y eso indicaba que era un ciclo que nunca acababa bla bla bla. Conjeturas que al final no importaban mucho y que no eran más que un apéndice innecesario en todos los manuales que consultó. Tres de ellos en particular estaban llenos de párrafos que debatían esa cuestión.

    Medea vertió un poco más de ese líquido extraño, pero solo cayeron unas tres gotas de la botella antes de quedarse seca. Lanzó el recipiente hacia atrás, haciéndose añicos, y en un segundo, una escoba y un recogedor manejados por nadie volaron hacia los fragmentos de vidrio. En equipo, barrieron la botella rota y la desecharon en un bote de basura cercano quien también abrió y cerró su tapa por su cuenta. Esos tres utensilios estaban hechizados para cumplir su función en cuanto un objeto extraño caía al suelo. Era una lástima que su maestra tuviera que conectar el teorema cada mañana para que funcionase.

    ―Es tu culpa por no querer aprender la magia de los objetos. Ahora tendrás que barrer y trapear por ti misma ―comentó Medea sonriéndole burlona, como si estuviera leyéndole la mente y no supiese perfectamente que una no decidía su especialidad mágica―. Como sea, es hora de que te arregles, que Doña Eleanor no te va atender más tarde. No he tenido el placer de conocerla nunca, y eso que lleva muchos años haciendo lo mismo, pero he visto en internet que es una persona muy ocupada. No olvides tus cosas, nunca sabes lo que puede pasar.

    Una hechicera nunca salía sin sus accesorios.

    La magia funcionaba a través de la relación de los símbolos con ideas o conceptos concretos en inconsciente colectivo. Siempre llevaba un reloj de oro bajo su bufanda, una tiza, una bolsa de arena y un poco de yeso escondido en el pelo. Juraría que la bufanda era parte esencial del uniforme, si la suficiente gente era asidua a las series de ciencia ficción de antes de los años ochenta, pero nunca había podido comprobarlo.

    ―Seguro te hace ilusión montarte en mi viejo coche por última vez.

    ―Ahora que soy adulta, puedo decirte que siempre lo odie. Subirme a esa cosa me marea...

    Medea frunció el ceño sin dejar de sonreír. Ese extraño gesto suyo. Aun así, Adara odiaría aún más esperar el autobús mientras temblaba como una coneja que llegaba tarde, así que aceptó la oferta.

    Al ponerse al volante, la tez de la gardevoir comenzó a relajarse hasta volver a sus facciones comunes y corrientes de siempre; esa sonrisa calmada que le decía a todo el mundo que las cosas iban bien o al menos le iban genial a ella. Al parecer, esa vieja carcacha de principios de siglo estaba incluida en las cosas que abandonaría en sus manos de hechicera recién graduada, pero al no poder alcanzar los pedales con los pies, no era más que chatarra ante sus ojos.

    A pesar de los horribles mareos que sufría en ese armatoste, el olor del aromatizante barato y el abrazo del aire acondicionado le causaban más nostalgia que molestia en esos momentos. Un papel decía que ya era una adulta... pero no sentía que fuera capaz de hacer algo sin sentir la presencia de esa señora que usaba preguntas como coletillas y echaba cosas extrañas y fuertes a las bebidas que no le gustaban.

    Iba a ser un día horrible.
    II

    En el orfanato Las Doce Puertas al Paraíso, Eleanor era la primera en levantarse y la última en acostarse. Aunque a su edad debería tener derecho a despertarse cuando le diera la gana y ser la primera en dormirse en cuanto la luna apareciera entre las borrosas nubes de la tarde, había aprendido a la mala que tenía que acostumbrarse a ser quien tomaba la peor parte si quería que las cosas marcharan bien.

    Un día normal en ese orfanato empezaba a las cinco de la mañana. Si de por si algunos mediocres consideraban que a las ocho ya era madrugar, incluso quienes entraban a trabajar a las siete consideraban que las cinco era una hora que todavía pertenecía a la sagrada noche. Si así era, podría decir que también despertaba antes de que la mayoría arrancase la siguiente página a su calendario y se acostaba a la hora en la que todos sabían que el día había terminado.

    Bebía café cargado. En su taza de ese día, todavía flotaban trozos marrones en el agua como meteoritos en el espacio, y el olor era tan fuerte y tan intenso que podía confundirse con el del pescado. Sin crema, sin azúcar ni leche, como era el verdadero café antes de que esas nuevas generaciones pensaran que tenían derecho a fingir que bebían café sin pasar por la parte amarga. A diferencia de otras ancianas, detestaba el té. Una bebida blanda y sin energía. La cafeína en sus viejas venas era el último paso antes de abandonar el mundo de los sueños y entrar en el de los despiertos. Sin ella, sentía que el olor de la hierba y los tintineos de la porcelana le arañaban el cráneo.

    Recordaba a un doctor que le acompañó durante gran parte de sus cuarentas, cuando los estragos del otoño provocaban que sus hojas cayeran y su esqueleto entero ya quería colapsar a cada paso. Le decía que, si pensaba llegar a los ochenta con un amable y condescendiente estómago, tendría que considerar arruinar su gloriosa taza matutina con un poco de leche.

    Ese mismo doctor murió de cáncer estomacal antes de que saltara a los cincuenta. Ese pensamiento no le hizo reír, era un pecado burlarse de los muertos, pero sí esbozó una débil sonrisa por la ironía de que todavía no decidía quien había tenido mayor suerte de los dos. Era bastante curioso haber deseado morir hace mucho tiempo y, por otro lado, temer que su corazón, sus pulmones o lo que fuera, dejen de funcionar antes de esa madrugada y que esos años de penuria donde no tuvo el valor de beberse una botella de herbicida acabaran deshaciéndose en la nada. Por fin Arceus escuchó sus rezos y le dio una oportunidad de que las cosas fueran diferentes. Solo necesitaba durar hasta las tres de la mañana.

    Esperaba que su cuerpo pudiera hacerle ese favor.

    «Deja de ponerte nerviosa, que vas a provocarte un infarto a ti misma. Céntrate en el trabajo. Ellas se merecen que lo hagas bien, especialmente este día. El desayuno no va a aparecer solo»

    ―Regocíjate, Eleanor, regocíjate...

    En cuanto llegaron las siete de la mañana, ya había preparado la cocina, regado las flores y rezado el rosario. Lo último, pese a que muchas ancianas preferían arrastrar a varios en ese ritual para sentirse en compañía, prefería hacerlo sola porque no le gustaba la idea de que ni por asomo alguien pudiera adivinar lo que le pedía al señor Arceus.

    Al acabar, volvió a atravesar el hermoso jardín y tocó tres veces la puerta del pequeño cobertizo donde dormían sus queridas ayudantes. Ariscas niñas, aunque hace mucho tiempo que dejaron de serlo. Ojalá hubiera pasado lo mismo con la parte de «ariscas». El número de veces que golpeó con sus lianas no podía considerarse una sincronicidad, por más que quisiera verlas en todos lados. Su maestra siempre le decía que esa era la única manera elegante de llamar a una puerta.

    «Una vez es poca. Dos veces representan una falta de seguridad. Tres es un número elegante y le da tiempo al que está al otro lado de la puerta a enterarse de que esta ante la visita de una verdadera dama»

    Dos bostezos y unos cuantos pasos. Como lo suponía, acababan de levantarse y debían estarse arreglando. Aun teniendo dos horas más de sueño que ella, no eran capaces de ser puntales.

    ―Allá viene Erisbeth ―dijo una salamandra oscura escondiendo sus largas manos en un chal desgastado, antes de ahogar un último bostezo. Por su voz, supuso que podría haber sido una chatot en su vida pasada―. Todavía está arreglándose. Esa niña cree que vamos a la disco y no a cocinar el desayuno.

    Después de ese importante comentario, hizo uno de sus gestos para rascarse el cuello que según ella eran discretos, pero solo quedaban más evidentes por una repentina sacudida del trozo de tela barata que Elisa consideraba su marca de identidad. Se movía más que una bandera azotada por un huracanado viento. Debajo del borde floreado del chal, sus ojos cansados eran capaces de percibir esa marca blancuzca que recordaba a una pared a la que se le estaba desconchando la pintura. Por más cremas que compraba por ahí con su pobre salario, la pobre nunca pudo quitarse ese problema de descamación.

    ―Espero que hayas comprado todo lo que te pedí―dijo Eleanor quitándose la baba vagabunda que caía por la comisura de su ancha boca.

    ―¿Por qué no podemos preparar lo mismo de siempre? ¿Acaso te comienzan a dar pena? ¿Por qué no cancelamos lo que sea que quieras hacer, si te sientes tan culpable?

    ―Ellas lo merecen, Elisa, y te recuerdo que yo no soy la única que quiere esto. Las tres vamos a asumir esta carga en nuestra alma por orden de nuestro señor, estamos dispuestas a hacerlo. Si vas a ser la primera en echarte para atrás, me temo que todos estos preparativos fueron inútiles...

    ―¡No, no, estoy más que dispuesta! ¡Siento que la piel me está ardiendo por los nervios!

    ―Ustedes verán como todo sale bien. Si cada una cumple su parte, claro está, incluyendo nuestras niñas.

    En realidad, estaba más nerviosa que su hermana de orfanato. Si no pesara lo mismo que un árbol seco atrapado en las tierras baldías, se hubiera pasado toda la noche anterior dando vueltas en la cama. Ya de por sí, antes de que la idea del teorema surgiera o siquiera tuviera una idea cien por cien consciente de lo miserable que era, tenía problemas para conciliar el sueño. Notaba en el amargor de su paladar lo cerca que estaba del día donde todo acabaría.

    Mañana será el mejor momento posible para lanzar el teorema. No, sería el único. Algunas veces quería pensar que, con mucha suerte, podría llegar a los noventa y volverlo a intentar en 2033. De hecho, habría más probabilidades de éxito. El problema era que cada centímetro de su cuerpo le juraba y perjuraba que Arceus no iba a hacerle ese favor; su membresía estaba a punto de caducarse. A lo mucho tendría que conformarse con alcanzar los ochentas y seis, ni siquiera estando segura de estar lucida para ese entonces.

    Sentía que sus recuerdos más lejanos iban desvaneciéndose como letras en la arena después de un día en la playa.

    ―¡No sabes la comezón que me dio cuando la gente tan inoportuna vino a adoptar a las chiquillas! ¡Una tras otra! ¡Salían como si fuera fruta que estuviera de oferta, casi se nos arruina el plan! ¡Con todo lo que rogamos que nos la saquen encima y se les ocurre hacerlo en el peor momento!

    Ayer fue un día inusual, claro estaba. A alguien en las oficinas de protección al menor debió entrarle la inspiración y aprobó más de veinte solicitudes a padres ansiosos por adoptar. Daba la casualidad de que al menos ocho de esas parejas decidieron venir a ver si podían recoger a chicas de su orfanato. Era verdad que muchas veces aparecía en televisión, seguro por los años de servicio que desbordaban en comparación a otras instituciones similares, pero de todos modos era raro que tantos hayan acabado con ese trámite engorroso, casi eterno, y hayan decidido venir a su casa hogar, llena de chiquillas a las que se les había pasado la edad de ser adoptadas. Incluso una de diez años salió por la puerta, cuando la mayoría de las niñas se rendían a los siete. Luego de algunos trámites, visitas discretas y demás asuntos, sus pequeñas más afortunadas ya iban de camino a su nuevo hogar.

    Pero Eleanor no estaba preocupada por esa cuestión. Justamente quedaron doce chicas. El número perfecto, ni menor ni mayor.

    Algunas cosas tenían que ocurrir de cierta manera, aunque no sabías cómo; esas sí eran las sincronicidades, un guiño cómplice de nuestro señor Arceus.

    ―Esta noche, nuestra existencia entera va a cambiar, pero por ahora sigamos con nuestro trabajo, que es lo único que nos mantuvo vivas después de tantos años. Y la bendición de nuestro señor Arceus, claro está.

    ―¿Por qué no hablan por ustedes? ―preguntó una joven lilligant saliendo por la puerta del otro lado, liberando un ligero bostezo de una boca inexistente y estirándose con una exagerada pose, mostrándose para un público invisible―. Yo no necesito cuidar a mocosas para mantenerme viva ni ninguna tontería así. Si hubiera tenido la oportunidad, estuviera lejos desde hace mucho tiempo.

    ―¡Pero no lo estás! ―aclaró Elisa como si siquiera fuera necesario ―. ¡Estamos en el mismo barco, mocosa!

    ―¡No lo sabía! ―exclamó Erisbeth con una sonrisa angelical―. ¡Gracias por el dato, maldita sarnosa!

    Eleanor golpeó su enorme bastón contra el suelo.

    ―Elisa tiene razón, Erisbeth. Eso último que dijiste antes, se podría aplicar a nosotras dos tanto como a ti. Ya no estuviéramos aquí si hubiéramos tenido la oportunidad, pero el hecho de que acá seguimos después de estos años, es una muestra clara de que ninguna de las tres tuvimos la oportunidad. Para mí, no es solo algo descorazonador, también es una señal de que ya no podemos esperar a que la ocasión venga a llamarnos a la puerta. Tenemos que crear nuestra ruta de escape por nosotras mismas. Y este día es la mejor oportunidad que tendremos, quizás la única. Al menos que consigan a una anciana hechicera tan desesperada como ustedes, cosa que veo que es improbable, ¿o ustedes lo creen de otra manera?

    Sus dos compañeras no dijeron nada. Para todo lo relacionado con la hechicería, tenían que confiar en ella. Esa era una de las razones por las que todavía le tenían paciencia. Antes de que la idea del ritual (o teorema, según la terminología de Amnesis) viniera y se lo dijera a sus chicas, masticadito y simplificado, le tenían menos respeto que a un cepillo de baño. Tampoco la pateaban a cada paso o le dejaban tirada en el suelo, pero notaba el desdén típico de los jóvenes hacia los ancianos. Ese momento en el que veían que no era capaz de seguirles el ritmo, que tenían que mirar hacia atrás cada tanto para asegurarse de que no estuviera en el piso.

    En cuanto les dijo que era una hechicera, concepto que solo conocían de oídas como la mayoría de personas en el mundo, ya le miraban con cierto respeto o incluso un gramo de miedo.

    Si no fuera por lo peor que le pasó en su vida, no seria necesaria. Al estar frente a ellas trataba de mantenerse lo más sería posible, de lo contrario, reiría de buena gana ante ese pensamiento.

    ―Ya me esperaba esa respuesta. No me están diciendo nada nuevo, mis amores. Ahora, apurémonos, que todavía queda trabajo por hacer con nuestras niñas y quiero consentirlas antes de que... demos el paso. Quiero hacer todo lo que pueda. Después de todo, no tendríamos esta chance si no fuera por ellas. Erisbeth, Elisa, ya deberíamos contar con todos los ingredientes, pónganse a mezclar.

    ―¿Tú que vas a hacer? ―preguntó Erisbeth con cierto desdén.

    ―Más o menos lo mismo que ustedes, queridas―dijo Eleanor perdiéndose por otro de los senderos del jardín―. Pero esta receta necesita una preparación más... exquisita. Aunque existe un último problema. Después del desayuno, tendremos la visita de nuestra querida amiga...

    Las tres intercambiaron miradas preocupadas. Esa era la única circunstancia que era capaz de crear una brecha en su máscara estoica.

    ―¿No podrías haberte inventado una excusa, señora? ―dijo Erisbeth cruzando sus brazos de planta.

    Usaba señora como reemplazo a anciana, pero a Eleanor no se le escapaba la pasivo agresividad.

    ―Con solo un día sería suficiente... ―murmuró Elisa tallándose las manos.

    ―Ante Amnesis no hay excusa que valga ―dijo Eleanor escondiendo cierto temblor bajo sus carnes―. Ustedes no las conocen. No se puede jugar con ellas. Si les hubiera dicho que no podía atenderlas, habría sospechas, estoy casi segura. O la maestra vendría de todos modos, acompañada de alguien con más autoridad, o mandarían a un escuadrón de limpieza a vigilarnos. Entonces sería nuestro final. Unas hechiceras experimentadas podrán darse cuenta fácilmente de que se prepara un teorema ante sus narices. Es mejor que aprovechemos que la chica es una novata para engañarla. Ahí tendremos más posibilidades que si llamamos la atención de una profesional que podría arruinar nuestros planes y eliminarnos. Y en el peor de los casos, siempre podemos conseguir a otra niña para completar las doce. Arceus sabe que existen muchas chiquillas desamparadas.

    Salvo que dudaba que eso último fuera una posibilidad. Podía escuchar a Arceus decirle que esas doce niñas que no fueron adoptadas serían su única oportunidad. No había espacio para reemplazos de último momento ni cambios de planes. Pero nunca se lo diría a esas chicas que le miraban con una mezcla de desdén, temor y curiosidad.

    Una pokémon desesperada, con la oportunidad de su vida escurriéndose entre sus zarpas, podría hacer cualquier locura.

    Y necesitaba que las dos estuvieran con vida. Lo necesitaba de verdad.

    III

    Durante un buen rato estuvieron atrapadas en el tráfico, con esa chatarra de acero retorcido rodando centímetro a centímetro y su maestra golpeando el volante ante cada mínima molestia. Lo golpeaba con toda su fuerza, quizás para compensar que hace mucho tiempo que no funcionaba el claxon.

    Era un alivio que no tuviera que sufrir la orquesta de bocinazos desde su propio asiento. Y aunque en otras circunstancias estaría molesta de que hubiera tantos soldados de caucho y acero marchando apretujados entre ellas, agradecía el retraso para pensar y prepararse para lo que venía.

    Claro que tuvo varios meses donde estudió. Trató de sacarle algo a las otras profesoras de su aquelarre, no sacando en claro ni una sola frase puesto que las hechiceras no solían decirse muchas cosas entre sí. Leyó libro tras libro, no solo editados por Amnesis sino por otras organizaciones mágicas del mundo e incluso manuales de crianza comunes y corrientes.

    Aun así, el miedo a lo impredecible y que no pudiera controlar lo que fuera a pasar en las cuatro paredes del orfanato, le hacía paralizarse. Al parecer, su maestra notaba sus preocupaciones, porque siempre que avanzaba un centímetro en esa basura que llamaba auto y dejaba de estar postrada ante el volante, le dirigía varias miradas fruncidas que lo único que hacían era ponerla más nerviosa.

    A pesar de que Medea casi no dejaba de sonreír mientras estaban en el apartamento o a punto de comer en un restaurante de poca reputación, incluso en los momentos donde podía adivinar cierto enojo, cosas del exterior como los atascos o las malas miradas en esa ciudad llena de humo, concreto y cristal creaban una brecha en esa sonrisa eterna. Hasta que salieron de la avenida principal y tomaron la carretera para los barrios de la periferia, Medea expresó en palabras lo que tenía atorado en el pecho.

    ―Sabes que odio cuando pones esa carita, Adara. Esos ojitos de víctma eterna. Nomás me haces sentir culpable por dejar que te hagas responsable de tu vida. ¡Alégrate, por el amor de Amnesis, parece que vas a un funeral y no a conocer a tu alumna!

    Antes de responder, pegó su cabeza a la ventana y echó un vistazo a su propio rostro, el que albergaba el retrovisor. Esos ojos húmedos rodeados de manchas oscuras y aderezados por unas arrugas en los parpados. Aquel cabello bicolor descuidado, que según sabía debía formar un gran gorro de bruja. Y lo hacía, solo que parecía deshilacharse de todos los extremos. La verdad era que no veía nada fuera de lo usual, salvo tal vez el rosa de su piel que estaba un poco descolorido. Quizás fuera un síntoma de...

    ―¿¡Me estás prestando atención!? ¡Ya no soy tu maestra, pero sigo siendo tu superior!

    ―¡Estoy nerviosa! ―exclamó Adara cruzándose de brazos―. ¿¡Está bien!? ¿¡Tú no estabas nerviosa cuando fuiste maestra por primera vez!?

    Medea gruñó sin apartar su vista del camino.

    ―¡No estamos hablando de mí! ¡Y con más razón no deberías estar así! ―señaló la gardevoir agitando una mano hacia el frente―. Yo fui a encontrarme con mi alumna menos preparada que tú y no pasó nada. Tuve una plática con la señora del orfanato, vi a las niñas, mi instinto captó energía mágica en una de ellas y se convirtió en mi primera alumna. Ya está. Que buena niña esa Lou, de verás...

    ―¿Quién es Lou?

    Medea retomó el hilo de la conversación al girar hacia la derecha, sin hacerle el mínimo caso.

    ―¡Eso mismo vas a hacer tú y no hay nada de qué preocuparse! ¡Deja de estar tan nerviosa por todo, que parece que te vas quebrar por el viento!

    Adara no dijo nada por unos segundos. Los tosidos del motor llenaban el ambiente.

    ―Tengo un mal presentimiento, maestra...

    ― ¡En mi época lo llamábamos ser una niña mimada! ¡Simplemente no quieres crecer, Adara! ¡Quieres ser la misma escuincla enfermiza que se esconde debajo de mis faldas mientras le recito hechizos como si fueran cuentos para dormir! ¡Pero ya eres una adulta! ¡Es hora de que tomes tu responsabilidad!

    Adara abrazó sus rodillas.

    ―Quizás tengas razón... solo es que voy―su voz se quedó sin fuerzas―. Voy a echarte de menos...

    La boca de Medea subió un poco, no tanto para formar una sonrisa, pero en una expresión que mostraba mucha más calma.

    ―No me hagas esto, Adarita... eres lo único que voy a echar de menos de esta asquerosa ciudad. Así que, por favor, no me hagas esto más difícil, reina. Vas a estar bien, te lo prometo. Si acabas pronto, puede que me encuentres empacando. No... conociéndome seguramente me quede hasta que vengas―por fin, una sonrisa―. ¡Quiero conocer a tu afortunada primera alumna! ¡Va ser un verdadero espectáculo!

    Antes de que respondiera que eso última parte no era ningún consuelo, el auto dio un brinco. Las ruedas abandonaban el pavimento y rodaban por un camino de tierra adornado por pedruscos. En unos minutos, los edificios dejaban de ser edificios de largos pisos o pequeñas casas residenciales y se transformaban en estructuras de ladrillo, algunas a medio terminar o con ventanas rotas. En vez de empleados ocupados con maletines en todas sus extremidades, vendedores ambulantes, estudiantes de diferentes escuelas esperando el camión y taxistas buscando a clientes, los peatones pasaron a ser niños curiosos que jugaban en medio de la calle, ancianos que tomaban el sol bajo porches destartalados, señoras que volvían de la compra y señores tomando lo que su maestra llamaba «alcohol barato para gustos baratos». Algunas mega estructuras en el horizonte, varias a media construcción, eran el único rastro de la supuesta modernidad de la capital.

    ―Acá viven más o menos bien―comentó Medea volviendo a su gracioso interés de antes―. Si te vas más para las orillas todavía, las cosas se ponen realmente feas. Hubieras visto la colonia donde recogí a mi primera alumna. Me sentía misionera.

    No creía que ese comentario le hiciera gracia a los rostros que veía pasar. Era una suerte que no fueran capaces de escucharla detrás de los vidrios polarizados del viejo coche. Algunas veces sus ojos penetraban en esas miradas, momento en el que desviaba la cabeza hacia el frente. Unos tres niños jugaban en medio de la calle, con una pelota en el que venía pintado ese ángel coronado que era el símbolo del gobierno federal. El ruido destartalado de las llantas servía como advertencia ante la ausencia de un claxon.

    Adara cerró los ojos, dejándose caer en el asiento y recordando todo lo que sabía sobre esa área de la ciudad. Si bien los preparativos parecían inútiles ante la asombrosa presencia del hecho en sí, eso no significaba que repasarlos no le diera un poco de tranquilidad.

    Esas calles empolvadas, a simple vista, eran de una colonia cualquiera de las afueras; un pedacito de los miles de rancherías que existían en las provincias de Aztlán solo que dentro de la comodidad de la gran ciudad. No tendría nada destacable de no ser por el orfanato Las Doce Puertas al Paraíso. Una institución para niñas abandonadas que ya llevaba casi sesenta años de existencia y era adelantada a su tiempo al proponer que las hembras eran las más vulnerables ante situaciones de orfandad, por lo que no era mala idea tener un sitio únicamente dedicado a acogerlas. Su historial casi intachable en cuanto a quejas, pues quienes salían del orfanato solo tenían buenas palabras para Doña Eleanor (la directora y fundadora del lugar que seguía trabajando a los setenta y nueve años), lo convertía en uno de los orfanatos más destacables de la ciudad.

    A simple vista no era del todo impresionante, pero en ese infierno de región de Aztlán donde los orfanatos aparecían y desaparecían, sobre todo por faltas de fondos, desinterés del estado y lo peor, horribles escándalos, era un mérito a tener en cuenta. Todos esos problemas fueron esquivados por Las Doce Puertas Al Paraíso como quien esquivaba balas en las trincheras. Por si eso fuera poco, de alguna manera, le sobraba dinero para ayudar a su comunidad, y al atraer la atención de los medios, el propio gobierno se veía forzado a prestar ayuda. Esa maravillosa suerte o buena administración de Doña Eleanor, como quiera que sea visto, atraía ideas cínicas y conspiraciones, sobre todo algunos que creían que era una especie de granja de nuevas hechiceras para Amnesis y que esa supuesta consciencia social no era más que una excusa.

    Si bien tenía cierta parte de verdad, considerando que varias hechiceras eran recogidas de ahí, podría tratarse de una casualidad. En una de sus pesquisas decidió pedirle opinión a su maestra, una conversación que seguro ya no recordaba porque estaba demasiado concentrada en una de esas biopic de cantantes famosos que no paraba de mirar. Al escuchar su pregunta, no sin antes aclarar que era mera curiosidad, Medea lanzó una risotada y le acarició la cabeza.

    Ese gesto que en su maestra solo podía significar condescendencia. Odiaba admitir que le gustaba, era tranquilizante.

    ―En las cosas donde el gobierno anda metiendo sus patas, siempre hay trampas y cosas debajo del agua, pero si me preguntas a mí, seguramente no sea cierto. Hay muchos periodos muy largos donde nunca recogemos a nadie de ahí, a mí misma nunca me tocó ir hacia allá. Ojalá pudiéramos criar a nuevas hechiceras, cada vez hay menos, verdad de Amnesis... Ya sabes que siempre nos han tenido manía con esa mala costumbre que tenemos de no ser omnipotentes y solucionar todos sus problemas con una varita mágica. Aprende a ignorarlos, Adarita, hará bien a tu salud, ¿no crees?

    Algunas miradas, que le lanzaban los vecinos de las colonias se le antojaban demasiado largas. Aunque ambas tratasen de ser discretas, no había muchas razones por las que dos jóvenes mujeres, que tenían pelajes brillantes (aun Adara iba bien arreglada en comparación a las chicas de los alrededores) y no vivían en el barrio, fueran por el camino que iba al orfanato.

    Una entendía, o por lo menos trataba de hacerlo, que esos pokémon que vivían al día no iban a estar bastante convencidos si les explicaban cosas como la regla del intercambio equivalente (si aparecían comida sin cuidado, faltaría en otra parte del mundo), el problema económico y filosófico que sería transformar todo en oro, la molesta burocracia que implicaba realizar un hechizo o conectar un teorema que afectaría a tantas personas, y el hecho de que la magia no era la capacidad de hacer milagros uno tras otro. Para bien o para mal, esa incomprensión también servía para que no estuviesen lidiando en ese momento con una tormenta de piedras o chorros de gasolina; nunca te metías con una chica que podría desaparecerte de la existencia con un chasquido de dedos... al menos en teoría.

    Sus pensamientos acabaron de pronto al sentir el tacto de la mano de su maestra en su pelo. Contuvo un suspiro de satisfacción.

    ―¿Sientes pena por ellos, Adarita? Eso es muy noble de tu parte, pero tienes que entender que cada uno cumple su función en el universo y ninguno tiene la culpa de lo que le tocó a otro en esta lotería de la vida. Eso nos incluye a nosotras, a las chicas de nuestro aquelarre y al resto de Amnesis. Sé que ellos nos tienen miedo y un poco de envidia, pero desaparecería en cuanto se den cuenta de las noches de desvelo estudiando y el aburrido trabajo de oficina cada vez que vamos a una misión. Eso si volvemos, claro. Hace mucho tiempo que aprendí a no salvar a nadie y solo hacer lo que me corresponde. Ayuda a dormir mejor por las noches.

    ―Eso ya lo sé y claro que no les tengo pena. Ya tengo muchos problemas por mi cuenta ―bufó Adara mostrándose un tanto ofendida, pero sin hacer ni el menor intento de detener la caricia de su maestra ―. Solo estaba pensando en lo que voy a hacer y eso...

    ―¡Deja de pensar! ¡Es hora de actuar! ¡Ya llegamos!

    Adara alzó la mirada y lo vio. El orfanato Las Doce Puertas al Paraíso. Un enorme edificio resguardado por un gran portón negro y varias macetas alrededor que mostraban parterres que serían la envidia de muchos jardineros profesionales. Unos tres zanates les dieron la bienvenida para después escapar entre cantos y vuelos. Una pareja de niños del barrio jugaba cerca del muro, trepándose a las barandas, desde donde miraron mientras el viejo auto se detenía en la entrada. Como siempre, ellas no hicieron el menor caso, aun cuando un adolescente se unió al grupo. Lo mejor era ignorarlos hasta que se cansaran y vieran que no iban a descubrir una horrible conspiración de hechiceras comiendo bebés para mantenerse jóvenes.

    ―¡Hasta aquí llego yo! ―dijo Medea estirándose para quitarle el seguro a la puerta del copiloto ―. No querrás que todos vean cómo te llevo de la manita en tu primera gestión como maestra de Amnesis, ¿no crees?

    Adara tomó aire y se pasó otro analgésico por su gaznate reseco.

    ―Nos vemos en la casa. Voy a estarte esperando por más que se alargue, tenlo por seguro. La curiosidad me está matando...

    ―¿Por qué tendría que alargarse? ―preguntó la hattrem notando que el paracetamol tenía problemas en combatir una naciente migraña.

    Medea volvió a sonreírle.

    ―Nunca sabes lo que te puede guardar el universo, ¿no crees? ¡Anda, ve, que deben estarte esperando!

    IV

    Cuando Eleanor anunció a sus niñas que el desayuno de esa mañana iban a ser panqueques, la emoción de la sorpresa venció a la confusión o la cautela y varias de las doce chicas, pese a estar avisadas de que por respeto a Arceus debían mantener silencio a la hora de los sagrados alimentos, no fueron capaces de contener chillidos de felicidad. En especial las más pequeñas.

    Ante el gran comedor, en su mayor parte vacío debido al gran éxodo de señoritas el día anterior, alzó una liana para detener a sus ayudantes de cualquier regaño o castigo. Eso era lo que quería de todos modos; ver los rostros de felicidad de esas pobres que nunca tuvieron una oportunidad.

    La mayoría no habría probado los panqueques en su vida y lo más cercano que tenían a esa experiencia era verlos en las pocas caricaturas que pasaban en la única televisión en la sala de estar. Ni una preguntó la razón de tan espléndida generosidad, estaban acostumbradas a aceptar todo lo bueno sin cuestionarse nada y aguantar lo malo como unas guerreras.

    Viendo dentro de miles de cabezas distintas, vislumbró verdaderos cuentos de terror, cosas que no podría haberse perdonado dejar ahí por más que la madre le decía que usar su hechicería era pecado.

    De todos modos, sentía que no podían compararse con su tragedia personal que no dejó más que pellejos de ella.

    Era una lástima que sus hechizos no funcionaran consigo misma.

    Mientras los primeros platos comenzaron a llegar, Eleanor no abandonaba su asiento en la silla que coronaba la mesa rectangular. Otras veces ayudaba gustosa a Elisa y Erisbeth a servir la comida, pero ese día quería no ocuparse en nada y presenciarlo todo por su cuenta. La mayor parte del tiempo comenzaban el día con un poco de huevo revuelto, con una botella de cátsup en el centro para quien quisiera esconder el aburrido sabor. Lo más dulce que le llegó a dar a las chicas en las mañanas era cereal integral y hojuelas de maíz sin azúcar. Ella consideraba que uno de los peores fracasos de la sociedad moderna era que los dulces lograran colarse en el desayuno en forma de cereales ultra azucarados, pan dulce y tortitas. Pero claro, ese tres de marzo haría muchas cosas en contra de sus principios y si una de ellas hacía a sus niñas sonreír, ella estaba encantada.

    La otra, sintiéndolo mucho, haría todo lo contrario.

    ―¡Están comiendo demasiado rápido! ―comentó Elisa mordiéndose sus garras.

    ―Y todas le están echando mucha miel, casi parece que las tenemos muertas de hambre... ―agregó Erisbeth frunciendo el ceño―. Luego van a llorar cuando les duela la panza.

    ―A estas alturas ya no importa, querida ―dijo la venusaur sin dejar de sonreír, tanto que su vieja mandíbula estaba doliéndole―. ¡Miren lo felices que están!

    Sus dos ayudantes intercambiaron una mirada un tanto confundida. Incluso ese momento de complicidad entre las dos mujeres, que siempre andaban metiéndose el pie ante la mínima oportunidad, le pareció de lo más adorable. Poco a poco los platos quedaban vacíos y las niñas quedaban contentas.

    Usualmente, después de desayunar, comenzaban las labores de la mañana. En un principio pensó en darles el día libre para que hicieran lo que quisieran, pero recordando la visita de la hechicera, pensó que sería mejor continuar con la rutina diaria para no responder a preguntas innecesarias. Aun así, les concedió unos minutos de más para digerir el festín del que acababan de disfrutar.

    Mandó a sus muchachas a comer y se levantó de su asiento para hablar con cada una de las niñas. Le alegró saber que todas estaban con buena salud y con humor.

    No había nada fuera de lo normal hasta que fue hacia la doceava pokémon. Era un caso peculiar. Podía decirlo, pese a dedicarse a lo mismo desde hace más de cuarenta años.

    Muchas pequeñas pasaron por el orfanato en ese tiempo, algunas con necesidades especiales o con vidas tan miserables que estaban hechas o unos terremotos que destrozaban todo a su paso, o unos cascarones vacíos que no tardarían mucho en morir. Por lo menos, después de su tratamiento especial, estaban recuperadas y jugaban con sus compañeras como si nada, como si estuviesen nuevas.

    Ninguna de las dos excentricidades era el caso de esa niña. Tampoco podía decir que se metiera en muchos problemas, y, aun así, sabía que algo iba mal en ella. Y si no tenía diagnóstico, no tenía solución.

    Al mirarla desde una distancia prudente, solo se le venía a la mente una palabra que le repetía a cada rato cierta persona que no quería recordar; un bello recuerdo convertido en una cicatriz profunda.

    ―¿Te gustó el desayuno especial de hoy, Camila?

    Eleanor mantenía su mejor sonrisa mientras miraba de soslayo el plato. Estaba inundado hasta el tope de jarabe y unos pequeños pedazos de panqueque flotaban a la deriva. Ignorando su pregunta, la chica movía con una de sus diminutas manos uno de los trozos de panqueque que flotaba en el dulce mar. Imitaba el sonido de un motor con su boca.

    Admiró aterrada el desperdicio de comida para crear esa batalla naval en miniatura. Al parecer, no estaban exagerando cuando mencionaban el exceso de miel. Aclaró su garganta y Camila tuvo la decencia de dirigirle la mirada.

    Los ojos de una milcery no eran del todo expresivos; unos círculos blancos que solo daban señales de sentimientos al abrirse y cerrarse, como si fueran dos ventanas a la nada. Eleanor sabía que nadie decidía su especie antes de nacer, pero le dio la impresión que esa dulce apariencia de la niña no era más que los colores brillantes de una rana venenosa, y que ese ser escondía algo, pese a que quizás ni siquiera este consciente de hacerlo. Su mente era una maleta que cargaba con contrabando sin siquiera darse cuenta y que ella no era capaz de encontrar.

    «Deja de pensar en tonterías, solo es una niña haciendo cosas de una niña. No es nada raro.»

    «¿Y por qué nadie la adoptó pese a ser perfecta? Una bebe adorable y saludable. Te la tendrían que haber quitado de las manos casi al momento»

    ―¡Estuvieron deliciosos! ¡Quiero más! ¡Necesito otra flota!

    ―Lo siento, corazón, pero ya no hay suficiente para todas. Y si te doy más a ti, también tengo que servirle a las demás o no sería justo.

    ―Mmm...

    Un gruñido, como si quisiera convencerla con cosas guturales. Erisbeth y Elisa ya estaban levantando la mano, pero su decisión era firme; nada de castigos ese día. Además, eran inútiles. Camila entendía lo que le decía, pero no le convencía que eso fuera un problema que impidiera darle más para seguir jugando.

    No entendía de dónde venía esa actitud. Sería la típica de una niña malcriada si no fuera porque estuvo toda su vida bajo su manto y en cuanto tuvo memoria, la trató como el resto de las huérfanas, sin darle nada más que lo poco que le podía dar. Una de las muchas bebés a la que tuvo la oportunidad de criar. Una experiencia de la que no se arrepentía.

    Una lástima que no serviría para nada al final.

    La niña tomó un tragó de leche mientras no paraba de mirarle, como esperando a ver si le decía algo más o quizás si iba a cambiar de opinión con respecto a darle más comida, cosa en la que pensaba mantenerse firme.

    Así era desde que era una recién nacida, siempre exigiendo más atención, más formula que el resto de bebés que tuvo en su pecho, como si tuviera el derecho a tener más que los demás por el mero hecho de existir. Y no había ninguna razón para ello. Por más que revisara a profundidad entre su jardín, Camila no guardaba ningún recuerdo de antes que haya encontrado su cuna en el portal.

    Hubo un silencio incómodo que quiso espantar con una pregunta obvia.

    ―¿Cómo está tu ojo? ¿Ya está mejor?

    ―Sí, mejor―mencionó la milcery con desinterés―. ¿No me vas a dar más?

    ―Siempre es bueno saber que mis niñas están sanas y fuertes. Acaba de beberte tu leche, ahorita vamos a tender la cama.

    «Esa era la última» pensó Eleanor repasando a las niñas en su mente, en parte una manera de dejar sus paranoias atrás respecto a esa niña, a la que a pesar de todo apreciaba como las demás «¡Y todas están perfectamente! ¡Muchas gracias Arceus por esta oportunidad! Pero ojalá.... ojalá no me hubieras puesto a prueba de esta manera»

    ―Regocíjate, Eleanor, regocíjate... ―murmuró la tipo planta una y otra vez, limpiándose la frente de sudor frío. Después, dio un sonoro aplauso―. Mis niñas, es hora de poner manos a la obra.

    Una a una, las pequeñas levantaban sus cuerpos de la mesa, aturdidas por la dosis de harina en sus estómagos y la azúcar en su sangre.

    Primero iban Celeste, Ernestina y Fabiola, empujándose la una a la otra en dirección a sus habitaciones. Otro grupo era Alexandra y Verónica, las dos chicas mayores, quienes eran buenas niñas pese a su comportamiento un poco errático, típico de esas edades. Angelica y Elba iban hasta atrás, hablando de algo que no era capaz de entender. Olga, Laura, Claudia y Lina formaban una tierna cuadrilla, siendo las menores.

    Y hasta atrás, seguro que todavía pensando en esos panqueques que nunca iba a volver a probar y en esa dulce batalla naval que tuvo que cancelarse a último momento, paseaba Camila, con la energía típica de una chica de su edad, aunque la pátina de soledad le hacía parecer más adulta. Al notar que la miraba de manera tan atenta, le levantó una manita en modo de saludo, le volvió a sonreír y aceleró el paso. Iba a decirle que no corriera en el pasillo hasta que escuchó el zumbido inconfundible del timbre.

    Era el momento de la verdad.

    A través de las puertas dobles de la cocina, Elisa y Erisbeth asomaban sus cabezas, mirándola con expectación. Olvidando cuestiones fútiles como la famosa Camila, sus sueños más oscuros y el pasado que amenazaba con alcanzarle mientras el futuro estaba a punto de golpearle en la cara, puso su cara más seria. Su intención era imbuirles confianza, pero si causaba miedo, que parecía ser el caso, tampoco le importaba mucho. Sin siquiera mirar para atrás, las dos fueron a guiar a las chicas con sus tareas, como siempre lo hacían. Después de rezar una oración en silencio, el sonido de su bastón golpeando contra los azulejos del suelo llenaba el enorme vestíbulo. Detrás de esa puerta estaba el último obstáculo. Tenía varios trucos bajo la manga y el guiño de Arceus de su lado. Podía hacerlo.

    «Regocíjate, Eleanor, regocíjate...»
    V

    A Adara le hubiera gustado tener algo de tiempo para plantar los pies en la tierra, mirar a sus alrededores y acostumbrarse a ese sitio que, por algún motivo que no comprendía, no dejaba de intimidarle como si se la fuera a comer.

    Durante unos momentos pensó que la razón era lo que trataba de decirle su maestra, que estaba abrumada por la enorme responsabilidad que iba a echarse a sus espaldas y que, si pudiera, le gustaría pasar más días al cuidado de esa pokémon. Escuchar sus lecciones mientras desayunaba y tomaba apuntes con voces cantoras atronándole en los oídos.

    Sí, las cosas serían más fáciles de esa manera. Aunque, en cuanto abrieron la puerta y sus ojos encontraron la mirada de esa anciana, tuvo otra teoría de por qué quería dar marcha atrás.

    Era el lugar, demasiado ominoso para ser un orfanato en un lugar perdido de la capital. Ese enorme edificio que veía desde el asiento del pasajero no era más que el vestíbulo.

    «Solo estoy alucinando. Usaré mi primer sueldo para agendar una cita con el psicólogo, eso me ayudará»

    ―Buenos días, es un placer recibirla.

    ―Buenos días ―respondió Adara un tanto ausente, pasándose la mano por su nariz y mirando hacia a todos lados menos a su anfitriona.

    Ambas estaban en una especie de recepción. Dos sofás más viejos que la propia iglesia se apostaban de lado a lado frente a un mostrador de madera. Aun así, estaban relucientes, casi como si estuvieran sacados de una foto sepia. Unas figuras de porcelana de tres ovejas yendo a pastar adornaban el escritorio; sentía que sus caras mal pintadas eran capaces de vislumbrar su alma.

    Pero eso no era lo peor.

    Lo más intimidante eran las paredes casi tapizadas de imanes para refrigerador, arcos de Arceus, láminas con reflexiones que pasaban de lo rancio a lo cursi, figuras de diferentes legendarios, algunos que no era capaces de reconocer, y uno que otro reconocimiento, tanto nacional como internacional, enterrado entre esa demostración iconómaca.

    ―Eleanor, para servirte. Tu maestra me aviso que vendrías. Medea, ¿verdad?

    Adara asintió sin decir nada.

    ―Qué recuerdos ―suspiró la anciana ―. Me pregunto si sigue siendo la misma terca que antes.

    ―Tampoco es que me importe... ―dijo Adara fingiendo desinterés ante esas palabras―. ¿Dónde están las niñas? Todavía tengo papeleo que hacer.

    Doña Eleanor asintió.

    ―Las hechiceras siempre van tan apuradas... parece que tienen una carrera contra el tiempo.

    ―Siempre tenemos cosas que hacer, es verdad.

    ―A veces me hubiera gustado ser hechicera―dijo Eleanor mientras cruzaban el comedor y durante unos minutos le dio la impresión de que volvía a ver en su rostro a la joven que podría haber sido hace varias décadas―. Pero luego recuerdo que no es necesario tener poderes mágicos para mejorar la vida de los demás. Este lugar es para mí una muestra de la única magia que importa... sin ofender.

    ―Tampoco es que esté perdiéndose de mucho. Solo somos personas normales...―Adara volvió a acariciarse la nariz―. Cumplimos nuestra función en el universo, como cualquiera, ¿no cree?... digo, eh... Como usted misma, ¿no?

    «Serás tonta...»

    ―Sí, Arceus nos tiene una tarea a todas. Una tarea que debemos cumplir por más que el camino se nos haga cuesta arriba. A usted, nuestro señor Arceus, le dio una bendición para ayudar al prójimo, y a mí, una mortal como cualquier otra, me dio la fuerza de hacer lo que tenía que hacer ―sus lianas hicieron un amplio gesto ―. Siempre que viene alguien a entrevistarme, le recuerdo que esto no es solo obra mía. También es obra de Dios, ¿usted cree en Arceus, señorita...?

    ―Adara, mi nombre es Adara ... sí, supongo que sí.

    En realidad, era más complicado que eso. La mayoría de hechiceras creía en un dios, pero no en el que pensaba esa señora. Para Amnesis, todo era dios, incluida una criatura tan patética y quebradiza como ella misma. Para varias de sus compañeras, cada átomo de la existencia e incluso si existe una partícula más pequeña aun por descubrir, era parte de ese dios que abarcaba todo lo que contenía el universo. El universo en sí tenía vida y al igual que las células de su cuerpo desconocían que trabajaban (no muy bien, por cierto) para alguien más grande, todos los seres vivos hacían su parte para mantener con vida algo mucho mayor.

    Siendo sincera, no podría decir con exactitud cuántas de las miembros de Amnesis creían en aquello más allá de la postura oficial. Personalmente, le daba lo mismo. Pero no dio más explicaciones innecesarias, bien sabía que las ancianas necesitaban más a una llama gigante que les iba a recibir en el cielo después de su muerte y no tanto conceptos difíciles de comprender. Y no iba a meterse en un debate teológico con una vieja que debía tener sus creencias más arraigadas que un árbol gigantesco a punto de marchitarse.

    Antes de que siguieran con esa conversación, cruzaron otra puerta al fondo del pasillo que salía a un jardín inmenso. Coloridas flores adornaban la hierba y frondosos arbustos decoraban todos los rincones del patio. Adara solo podía pensar en las alergias que atacarían su nariz y sus ojos si pasaba más tiempo de lo necesario en ese exterior. Por fortuna, un sendero las guió hacia un valle. Los terrenos del orfanato eran más grandes de lo que podría haber pensado. Con su bastón, Doña Eleanor apuntó a un edificio que era una especie de departamento de varios pisos. Desde ahí veía a una buneary y una vulpix blanca que colaboraban para colgar una manta de un barandal. Entornando un poco los ojos, podía ver movimiento adentro e incluso escuchar instrucciones dadas en voz alta.

    ―Ese es el edificio donde están los dormitorios de nuestras niñas. Si llegan bebés, duermen en las cunas que están en el edificio de la derecha ―dijo Eleanor como si fuera un recorrido turístico ―. Ahí las cuidamos hasta que alguien llega a adoptarlas o crecen lo suficiente para dormir solas y mudarse al dormitorio principal, pero desde hace mucho tiempo que solo nos llegan niñas más grandes. Me gustaría pensar que eso significa que cada vez menos pokémon abandonan a sus criaturas desde tan pequeñas, pero Arceus ya nos dijo en sus palabras que siempre hay maldad en el mundo...

    ― ¿Cuántas niñas está cuidando ahora mismo?

    ―Doce. Ayer adoptaron a la mitad de las que teníamos antes ―Eleanor suspiró―. Me alegré tanto por ellas, pero al mismo tiempo, a las pobres que se quedaron atrás se les debió de haber roto el corazón...

    Adara confiaba de que su aprendiz estuviera en el segundo grupo. De no ser así, el rastreo que hicieron en las oficinas de Amnesis no la hubiera guiado hasta acá.

    ― ¿Podemos ir a verlas? No tengo mucho tiempo...

    ―Ahora mismo están en sus labores diurnas, antes de irse a estudiar. Tienden la cama, rezan, se cepillan los dientes, barren, trapean y lavan la ropa de cama. ¿Y si nos bebemos un té mientras terminan? No tardarán mucho.

    Sentía que cualquier cosa que pasara por su garganta iba a regresar por el mismo camino. Ella misma se repetía que no tenía ningún motivo para estar tan nerviosa, pero lo estaba. Era la primera vez que no estaba junto a su maestra mientras hablaba con desconocidos. Lo peor era que Eleanor ya debió haber notado el sudor que bajaba por su frente pese a que ni siquiera hacía mucho calor, la manera en la que jalaba su cuello o su propio cabello y su maldita nariz no paraba de moquear. Nadie podría reconocerla como una adulta capacitada si la vieran por la calle. Ya adivinaba que Doña Eleanor debía estarse preguntando sino dejó entrar a una niña bromista sin querer.

    ―No gracias, ya desayuné ―respondió Adara, aunque el vacío de su estómago estaba agravándose por no haberse acabado esos tres panecillos de la mañana―. Me gustaría acabar con esto lo más pronto posible. Para no molestarla. Sé que sus...

    ―Mis niñas. Para mí son mis pequeñas.

    ―Sus niñas... ―dijo Adara un tanto consternada por esa cursilería ―. Este, sé que ellas necesitan una rutina firme y todo eso.

    ―Si ese es el caso, no se preocupe. Tengo a unas adorables ayudantes que se encargaran de todo mientras hablamos ―Eleanor guardó un breve silencio, pasándose la lengua por su morro arrugado, quizás notando que el clima seco le agrietaba el hocico―. Lo único que me... afligiría es que rechace mi invitación para el té. Cuando llegues a mi edad verás que cualquier visita es buena para tener una agradable charla, salir de la rutina y tal. Además, me gustaría saber cómo le fue a una de mis pequeñas.

    Aun no comprendía esa última parte hasta que conectó los cables.

    ―¿Acaso se refiere a...

    ―Sí, Medea, su maestra, fue criada en este orfanato hace mucho tiempo. Muchas niñas han pasado por este lugar, y la recuerdo especialmente, incluso si solo estuvo poco tiempo bajo mi cuidado. Me imagino que no te lo habrá contado, Medea siempre fue una chica un poco reacia.

    ―No, nunca me cuenta nada de ella.

    Adara se quedó en blanco. Medea en la mañana le dijo que no había tenido el gusto de conocerla, pero bien podría ser mentira. A ella nunca le gustaba hablar del pasado, como si no existiera nada antes de que la haya recogido hace seis años, salvo cuando tenía que darle un sermón o contarle una curiosidad apasionante que no podía guardarse para sí misma. Se le hizo raro cuando le dijo que nunca conoció a Doña Eleanor, siendo que era uno de los pocos orfanatos de la zona propicios para la magia. Entonces podría tener sentido que Amnesis, por cualquier motivo, no haya querido que se acercara al orfanato donde creció. Y esa señora no tenía ninguna razón para mentirle, salvo que esté desesperada por algo de compañía.

    En cualquier caso, tenía que admitir que sentía curiosidad. Podría escuchar lo que dice y preguntarle a su maestra sí es verdad. Al ser las dos psíquicas, saber quién miente no debería ser difícil. Además, podría recuperar la compostura en una plática tan adulta como con una taza de té. Pero todo eso era basura para autoconvencerse. En el fondo, lo único que quería era ese último contacto con el dulce pasado antes de entrar al pasadizo de la vida adulta.

    ―Podría acompañarle durante un rato... pero solo mientras sus niñas... estén haciendo lo que sea que estén haciendo.

    Eleanor le mostró una gran sonrisa.

    ―Gracias, querida. Tengo muchas hierbas diferentes, usted me dirá cual prefiere más.

    VI

    En otro lado de la ciudad, en una habitación de azotea cualquiera, una hembra estaba sentada en el centro de un cuarto con un ambiente solemne. Se encontraba rodeada de miles de figuras religiosas, tantas que tendría que pasar un buen rato en moverlas en cuanto quisiera salir de ahí. Era una suerte que no tuviera planeado hacerlo en todo el día. Ni siquiera pensaba comer o ir al baño. Su magia le obligaba a ignorar necesidades mundanas durante ese tiempo flotante que transcurría entre sus dedos de mármol como si fuera arena. Los rostros de miles de legendarios mirándole desde todos los ángulos, como si estuvieran juzgándola por sus pecados, solo tenían una razón de ser; interferencia y vigilancia.

    La muchacha desconocida no planeaba hacer nada más. Ella ya había intervenido lo suficiente, dado el pistoletazo de salida y puesto las condiciones. Quien sea que gane en esa batalla de voluntad, depende de sus participantes. Por más que tuviera a una favorita, ya no podría apoyarla, se había convertido en una espectadora más.

    ―Haz que haya merecido la pena, Camila ―dijo la chica, que, pese a parecer joven, tenía más edad de la que aparentaba. Aunque en ese momento no tenía edad, ni siquiera tiempo―. No te atrevas a morir ahora. Si te atreves a morir en un maldito orfanato sin que siquiera nada de esto empiece, subiré a los cielos y traeré tu alma. Por todos los eones que siguen, serás mi esclava hasta el fin del universo.

    La angelical desconocida mostraba una gran sonrisa.

    A pesar de sus dramáticas palabras, no había nada que no fuera felicidad dentro suya.

    ―¡Regocíjate, Medea, regocíjate!―exclamó pese a que nadie era capaz de escucharla―. ¡No hay manera de que tu alumna salga con indiferencia de esta situación! ¡Y si no sale, su alma habrá tenido un gran aprendizaje! ¡Justo como querías! ¡Agradécele a Arceus por esta oportunidad!

    De una manera antinatural, la criatura paró su discurso y dio un gran salto desde su asiento. Unas grandes alas en su espalda se agitaban y creaban corrientes de viento que hacían tambalear a los legendarios cuyos rostros mal pintados parecían contraerse de la impresión.

    Como si estuviera usando unos binoculares, metió la cabeza en una Latias de amplios mantos. Estaba hueca y le faltaba la parte de atrás. A través de los ojos de esa virgen, miraba a los dos peones que enfrentaban sus voluntades en ese enorme tablero.

    Una parte suya, muerta en el fondo de su cerebro, reclamaba por las grandes cantidades de voluntad que le estaba costando ejecutar dos hechizos y un teorema al mismo tiempo, pero no le importaba. Su voluntad era observar esa obra de teatro hasta el final, por más cruel y despiadado que fuera.

    Nunca había sentido tanto regocijo.

    Comentario

    • Dickwizard
      Mage of Flowers
      SUPAR PRUEBA
      • dic
      • 11

      #3
      Ha pasado un largo tiempo desde que comentaba algo... y ha pasado un tiempo desde que leí este fanfic. Pese a todo, lo sentía fresco en la memoria. Y pese a ello no creo poder comentar mucho que no haya dicho antes. Sigue siendo miserable. Y estoy seguro de que comenté lo mismo la última vez. Este mundo se siente miserable. Los personajes son miserables. La clase de historia que toma algo bonito como la magia y se burla de ti por esperar algo bonito. La magia está llena de reglas que la vuelven estricta, monótona y onerosa; las hechiceras son cínicas que miran por encima a los que no pueden hacer magia, aliviadas de que no la entiendan para que así no las molesten con sus problemas de gente normal mientras toman ventaja del miedo que viene de la ignorancia. Donde el staff a cargo de un orfanato son abusivas negligentes que no tienen otra alternativa y la razonable figura de autoridad (que también hace magia) y aparentemente la única a la que le importan las niñas está planeando un sacrificio... humano? Pokémon. Un sacrificio Pokémon.

      Seguramente lo dije antes también pero Eleanor de momento es la más interesante. Tal vez porque es la única que se siente como un personaje activo por ahora, la que mueve la trama al frente en lugar de dejarse llevar por la apatía. Y porque es interesante qué carajos planea hacer que le está comiendo el alma y que pretende conseguir con el teorema. Aunque seguramente acabe muerta en un par de capítulos para que sigamos la historia de Camila con Adara. Algo curioso más notable en estas dos que en Eleanor y Medea es que hay algo alien en ellas, por decirlo así. Más notorio en Camila cuyo proceso mental ni siquiera se siente... humano? ya hice ese chiste. Se nota que no encajan. Se nota que son raras. Y posiblemente a través de sus ojos veamos un mundo que no sea tan depresivo como parece serlo hasta ahora.

      ​​​​​No te tardes mucho que me quedo sin lecturas. Y como dijo Lemus...

      Comentario

      • DoctorSpring
        Viaje Antes que Destino
        SUPAR PRUEBA
        • dic
        • 18

        #4
        Cuando la pequeña hechicera entró a través de las grandes puertas de su orfanato, Eleanor debería haberse sentido aliviada e incluso un poco enfadada. La que podría arrancarle su última esperanza de ser feliz era una niña delicada que podría caerse de un solo soplido.

        En realidad, sintió lo mismo que sentía cuando una nueva niña llegaba para su cuidado, después de que sus primeros años fuesen un infierno.

        Una mezcla de ternura y lastima.

        La anciana estuvo a punto de estrecharla entre sus lianas, arreglarle ese desastre de cabello y prepararle una infusión que alivie su eterna alergia de primavera. Quitarle esos recuerdos que le atormentaban desde su temprana edad. Aunque todos esos sentimientos no iban en contra del papel de viejecita ingenua y adorable que quería representar, tuvo que aguantar esos instintos maternos para que no pudiesen delatarla como algo más.

        Necesitaba mantenerse centrada.

        Tuvo que recordarse una vez más que esa niña enfermiza era una adulta según el mundo distorsionado en el que vivía. Ese mundo mágico que flotaba sobre el plano común en el que los engranajes giraban a capricho de las doncellas, aplastando a aquellas pobres personas comunes y corrientes que solo querían sobrevivir. Si esa hattrem lograba su propósito, la vida de Eleanor no iba a cambiar y una de sus niñas acabaría siendo devorada por esa maldita organización.

        Solo existían dos opciones; evitarlo o morir en el intento. Una de las dos no podía permitírsela.

        La señorita Adara era insegura en sus gestos, como cualquier hechicera novata sin ninguna experiencia. Un hilo de voluntad escapaba desde su cabello, como si fuera el humo de un incienso consumiéndose en una mala combustión. Aun así, existían límites de cuánto podías engañar a alguien que manipulaba la realidad. En cualquier momento, Adara podría perder la paciencia. Con las leyes de su lado, tendría el derecho de exigirle que obedeciera si se diera cuenta de que estaba retrasándola, o, mucho peor, se enterara de alguna manera del teorema ejecutándose bajo sus pies.

        Podría llamar a alguien más para darle una lección a esa anciana que se atrevía a desobedecerla. Quizás a esa dichosa Medea a la que realmente nunca conoció.

        Rezaba que no fuera necesario más de lo que traía en mente para solucionar ese problema. No sentía que fuera capaz de ir más allá. Aunque la falta de fe o compromiso era un pecado, era mentira que no le carcomían esas luces que apagaría para siempre.

        Ya no quería añadir más oscuridad a su conciencia.

        Sintió que los latidos de su corazón retumbaban en las frágiles paredes de su pecho. Primero, trató de contarlos para tranquilizarse, pero eran demasiado rápidos. Antes de que el primer rezo apareciera en su lengua, esas punzadas desaparecieron. Se preguntó, no por primera vez, cuánto tiempo podría disfrutar de esa prometida felicidad cuanto todo estuviera hecho. Enseguida, supo la respuesta. Sean segundos o un mísero instante, sabría que merecería la pena.

        Después de todo, la gloria eterna estaría esperándole en cuanto cerrara los ojos.

        En la encimera, comenzaba a preparar el té que prometió a su huésped. Un sobre de té de limón enturbió las aguas humeantes en la taza de porcelana. Desde una de sus lianas, dejó caer algo blanco que emborronó el líquido por unos segundos antes de desaparecer.

        Pensando en el fracaso, comprendió que lo peor no sería quedarse sin teorema.

        Lo peor sería vivir con el remordimiento de lo que estuvo dispuesta a sacrificar.

        Segundo Acto: Teorema

        I


        A diario, Camila despertaba con unos golpes en la cabecera de su cama.

        Unos que poco a poco le arrancaban del mundo de los sueños.

        A pesar de que nunca recordaba sus propios sueños (solo sabía que existían de oídas), le frustraba que la devolvieran a la realidad.

        Imaginaba que quienes estaban dormidas aguardaban detrás de una gruesa puerta; una que solo se abría al mismo tiempo que sus ojos. Aunque una de las guardianas tenía que derribarla para sacarla de su propia casa de los sueños, sabía que existían otras niñas a las que les dejaban dormir lo que quisieran.

        O eso era lo que aparecía en los libros.

        ―¡Despiértate! ¡Ya sabes que a las seis tienes que levantarte! ¡No tendría que hacer esto todos los malditos días! ¿¡Por qué siempre tienes que causar tantos problemas!?

        Aunque todavía tenía los ojos cerrados, reconoció el aroma de la señorita Agria. Le recordaba al de la fruta podrida que caía detrás de los árboles. Era la menor de las dos guardianas, pero era tan amargada como la mayor.

        Camila abrió los ojos. volvió a cerrarlos, acostumbrándose a la luz de la mañana.

        Su piel de leche se sacudió cuando un empujón la golpeó contra la pared. El dolor destrozó el poco sueño que le quedaba.

        Las puertas estaban abiertas.

        ―¡Anda, mete el edredón a la lavadora!―exclamó la lilligant sacudiéndola―. ¡Tus compañeras ya acabaron! ¡Tú eres la última!

        Sus pequeñas manitas tardaron demasiado en quitar el grisáceo edredón de la cama. Para doblarlo, tuvo que moverse de un lado a otro de la habitación mientras esa planta agria no dejaba de mirarla. Podrían usar ese tiempo en cosas más importantes y mucho más productivas, como ver a pájaros en el cielo esperando a que uno cayera o esperar a que los perros huesudos que la visitaban se quedaran quietos.

        Para cuando pudo cargar la ropa de cama, el pasillo estaba vacío. Tampoco encontró a nadie en la habitación de lavado, salvo a su carcelera, que le seguía por detrás como si pudiese escaparse a través de la coladera. Los pasos de ninguna de las dos hacían ruido. Lo único que escuchaba era el rugido de esos estómagos transparentes que las demás llamaban lavadoras.

        Imaginaba que sería horrible ser dirigida mientras daba vueltas.

        Su estómago rugió.

        ...

        Después del desayuno, no había espacio dentro de su cabeza para otra cosa que los dulces que existían en el mundo. Sintió una gran alegría cuando probó un dulce sabor que no venía de su propio cuerpo ni del seco pan de nuez que le regalaban en su cumpleaños, pero la cancelación de su batalla naval arruinó su buen humor.

        Esa batalla habría sido una de las mejores obras de la historia. En el gran final, nadie ganaría, sino que las flotas serían devoradas por ella.

        Pero no, Doña Eleanor decía que tenía que pensar en las demás.

        ¿A quién le importaban las demás? A ellas tampoco les importaría si se quedara con hambre.

        Ansiaba que llegara la noche para asaltar la cocina y acabar con su batalla naval.

        El problema era que el día estaba haciéndose demasiado largo, como si fuese un chicle que alguien estiraba para ver cuanto tardaba en romperse. Era solo una sensación. Sabía que no existía ningún motivo por el que los minutos caminaran más lento, solo lo hacían. Tampoco pasaba nada diferente a lo de todos los días. El orfanato estaba más vacío por las chicas que se fueron ayer, pero no creía que fuera eso lo que le afectaba por lo poco que le importaba.

        Tomó el edredón limpio y comenzó el regreso a su habitación. Era difícil mantenerse a flote con su peso y apenas podía ver hacia el frente. Pensó que el pasillo estaba vacío antes de que sus ojos blancos acabaran topándose con otros azules.

        Era Elba. Una vulpix blanca unos dos años mayor que ella.

        Ya sabía que era lo que iba a pasar.

        Si esa chica tuviera su habitación a sus espaldas, ya habría escapado adentro, pero Elba dormía en el otro extremo del corredor. Tendría que acudir a la segunda estrategia. Sin mirarle a la cara, como si las piedras en el suelo fuesen interesantes, Elba caminó a su lado, pasándola de largo. Por más suaves que fueran sus patas, no tuvo problemas en escuchar el «tap, tap, tap» alejándose.

        Camila también siguió su camino, sin mirar atrás.

        Los libros decían que comer muchos dulces podían engordarte, impidiéndote escapar de las brujas. A lo mejor preferían no correr el riesgo de acercarse a ella.

        A lo mejor era una bruja.

        «Que tontería...» pensó mientras marchaba.

        Cuando las habitaciones quedaban arregladas, era hora de rezar. La única hora donde sus «queridas» compañeras no podían adelantarse o retrasarse para no tener que topársela, cosa que no sabía si le alegraba o le frustraba.

        Las doce niñas estaban hombro con hombro, en una pequeña habitación que soltaba humo por las esquinas, obligadas a mirar una estatua de Arceus que colgaba de la pared. Su gran cuerpo de porcelana se sostenía sobre una especie de rueda que a Camila le recordaba al timón de un barco.

        Las únicas hembras que podían darle la espalda a Dios eran las dos guardianas. La salazzle y la lilligant se turnaban para abrir un pequeño libro azul y contaban historias con palabras raras que no comprendía mientras le hacían repetir cosas que no entendía. A veces sentía ganas de esforzarse, quizás esas historias fueran divertidas, pero las miradas sobre su espalda le distraían. A veces gritaba o decía otra cosa para divertirse con sus reacciones o romper la tensión en el ambiente, pero ese día no estaba con ganas así que mantuvo la boca cerrada.

        ―Este minuto de silencio es para que estemos calladas y que cada una pida lo que quiera y esas tonterías. Ya saben, todas esas estupideces―anunció la señorita Comezón; una lagartona con sarna en el cuello―. Que cursi esa anciana, por el Amor de Arceus, como si unas niñas mimadas como ustedes tuvieran que pedirle algo a la vida. Acá las tratamos muy bien. En otros orfanatos más rascuaches tendrían que dormir con retrasados mentales que se pasan toda la noche balbuceando tonterías. Viejos de cuarenta que se quedan ahí hasta que se pudren―la salazzle aprovechó esa pausa dramática para rascarse―. Angelitos, sí, claro...

        ―Pues veo que esos angelitos te contagiaron una que otra cosa―comentó la señorita Agria como si estuviera esperando que el público estallara en carcajadas. Quizás no podía esperar a las clases para golpear a alguien―. Si alguna no sabe que pedir, recen por la comezón de esta vieja que me pone ansiosa que se rasque tanto. Quien abra la boca durante este minuto se lleva una cachetada y saben que pegamos recio, ya sabrán si quieren arriesgarse. Ah, y ninguna palabra de lo que dijo esta loca a la anciana sino quieren llevarse dos.

        A diferencia del resto de veces, en los que esperaba que pase el minuto con los ojos cerrados, imaginó que no estaría mal pedirle algo a Arceus por primera vez en su vida. Después de todo, si comer cualquier cosa que sea avena o cereal agrio no era un milagro, no sabía que podría serlo.

        O quizás los milagros solo existían en los libros. Visto así, sería más fácil escribir una lista de lo que era real.

        El problema era que lo real siempre era lo más aburrido. Lo único que sabía que existía era porque lo veía y lo único que veía no era nada más que un orfanato donde no podía hablar con nadie sin que le huyeran.

        Pero sabía que el mundo era más grande. Esos zanates y perros no podían venir de la nada.

        Estuvo tan perdida en imaginaciones y divagaciones varias que el minuto se le fue. Perdió la oportunidad de pedir más dulces a Arceus.

        Los gritos de las guardianas le devolvieron a la realidad.
        II


        Antes pensaba que cuando fuera una adulta, iba a tenerlo todo arreglado por arte de magia. Imaginaba, no sabía por qué, que su cerebro tenía un «switch» escondido que activaba el modo «adultez». Supuso que en cuanto hubiera aprobado el examen, tramitado su credencial de hechicera y comenzado el proceso para buscar a su nueva alumna, ese interruptor haría «clic» y el mundo cambiaría ante sus ojos. Ya no daría tanto miedo ni estaría tan lleno de enfermedades, riesgos mortales y personas juzgándola por todas partes.

        Pero eso era mentira. Ahora veía como las ilusiones de su futuro eran las decepciones de su presente. Su nariz estaba húmeda e irritada, sus piernas colgando de una silla demasiado alta para ella le parecían un espectáculo patético y su voz de pajarito no sonaba convincente en sus propios oídos.

        Mirándolo en retrospectiva, no sabía por qué esperaba otra cosa. El último verano estuvo un rato encerrada en el armario porque le asustaban los truenos y Medea tenía que acabar sus frases cuando olvidaba respirar antes de hablar. Era un milagro que haya logrado comunicarse con esa anciana sin asustarla de más o asustarse ella. Supuso que el truco era que esa anciana era agradable y frágil, lo que hacía que las consecuencias de ser malentendida fueran menos terroríficas.

        Aun así, ese razonamiento no serviría por mucho tiempo.

        Desde que entró en la oficina de Eleanor, su migraña era tan fuerte que parecía que una tinkaton estaba decidida a demoler su cráneo desde adentro.

        Sentía que las figuras religiosas que decoraban la habitación estaban mirándole. Sabía que no existían nervios detrás de esos ojos de yeso o alguna consciencia dentro de esas cabezas huecas o llenas de periódico, pero no podía quitarse la idea de que alguien miraba desde detrás de esas estatúas grotescas. Un Mew colgaba de la rueda de su creador recién linchado mientras resguardaba unos viejos archiveros. Una Latias, rodeada de sus mantos celestiales, se erguía cerca de un dispensador de agua. Una enorme escultura de Arceus opacaba a sus dos compañeros.

        Aunque esos símbolos podían aprovecharse para la magia, como todos los demás, necesitaba recordarse que la única hechicera era ella.

        Al menos que alguien de Amnesis estuviese vigilándola. Su maestra, para ser más precisa.

        Quizás estaba mirándola en una sala de control, tomando notas con una de sus miles de libretas mientras negaba con la cabeza.

        Quizás no existía ninguna aprendiz en ese lugar y aquello era una especie de ensayo para probar que estaba lista para graduarse. De un momento a otro, escucharía el crujido de una falda y entraría su maestra por la puerta, con esos malditos ojos de decepción en su mirada, para decirle que era un fracaso. Diría que lo había visto venir, pero no podía evitar que fracasara en la prueba como quien era incapaz de evitar que un avión se estrellara contra el suelo cuando caía en picado.

        «Algo me decía que todavía no estabas lista, Adarita» susurraría, acariciándole el cabello por última vez.

        Ella le daría la razón. Nunca iba a estar lista.

        Usarían a una hechicera de los recuerdos para borrarle la memoria y condenarle a una vida de plantar patatas en una granja.

        «¡Basta! ¡Eso es una tontería!»

        Cuando escuchó el chasquido de la puerta, sintió que veía a su maestra, como si fuera un fantasma que acababa sus frases, probaba su comida para que se sintiera cómoda al comer en un restaurante (era estúpido que nadie temiese comer algo preparado por un extraño) y no toleraba que mostrara el mínimo interés en sus misteriosas botellas. Al parpadear, vio que solo era la anciana, cargando una bandeja con dos tazas de té hirviendo. Se sintió como una miseria al dejar que una anciana le sirviera de mesera, pero sus manos temblorosas le decían que la porcelana acabaría en el suelo si trataba de ayudar.

        Pensó que recibiría un comentario sobre lo poco amables que eran las nuevas generaciones. Aun así, a Eleanor no parecía sorprenderle que no se haya movido, lo que le hizo sentir peor. El humo que subía entre las dos creaba una especie de ambiente mágico, como si fueran dos hechiceras hablando entre sí.

        «Que tontería...»

        Era hora de centrarse.

        ―Espero que le guste. Es una hierba de limón.

        En realidad, no iba a bebérselo. No quería beber nada hecho por una pokémon venenosa. Aunque era una grosería decírselo, notaba el sudor agrio cayendo a través de su cara. Una gota salpicando en la taza por accidente podría provocarle un día entero en la cama o algo mucho peor.

        Fingió que soplaba para acercarse la taza a la nariz. Olía a limón y no veía nada raro, pero un veneno diluido por años de envejecimiento podría esconderse en un aroma fuerte o un tono oscuro.

        Durante un rato, estuvieron mirándose las caras. Doña Eleanor, o no tenía ninguna a prisa en comenzar la conversación, o esperaba por educación a que dijera la primera palabra. Imaginó que la respuesta correcta era la primera. A esa señora no debía hacerle ninguna gracia que una mocosa estúpida como ella le quitase a una de sus niñas. Casi sentía ganas de decirle que el sentimiento era mutuo. Para callarse a sí misma, le dio un jalón a su cabello. La magia descendiendo por su espalda le dio el valor para despegar la lengua del paladar.

        ―Mi maestra creció aquí, ¿no?

        ―Claro―dijo la venusaur dando un sorbo. Las venenosas eran inmunes a su veneno, eso no significaba nada―. Era una niña bastante tímida, la pobre Medea. Casi no se relacionaba con las otras.

        «Tímida» no era la palabra que usaría para describir a su maestra. Medea era una mujer que no tenía vergüenza en decirle a uno de esos meseros con caras tristes que el plato de su alumna estaba helado, o hirviendo, o demasiado picante, o muy salado o excesivamente dulce. Le gustaba pasarse el trayecto entero intercambiando insultos cifrados a través de bocinazos fantasma.

        Parecía que había preguntado por si misma antes que por su maestra.

        «Si quiere hacerme sentir bien, no se moleste» quería decirle, pero se le enredaron las palabras en la garganta.

        ―¿S-sí?

        ―Me dedico a cuidar a mis niñas desde antes de que tu maestra naciera―dijo Eleanor con una sonrisita humilde―. Créeme que lo sé, cariño. Tuve que defenderla varias veces para que no se metieran con ella.

        Su corazón dio un brinco dentro de su pecho.

        ¿Antes de ser el ángel guardián con la que se sentía segura, su maestra era una madeja de lana que nadie podía desenredar? Era imposible. Quizás era la razón por la que no quería contarle nada de su pasado, ni siquiera cuando estaba de buen humor. Apenarse de algo que ya no podía controlar encajaba con la imagen que tenía de su maestra. Aun así, lo que decía esa anciana se sentía irreal, como si estuviese mirándose en un espejo y creyese que lo que aparecía en el vidrio era una pokémon diferente en vez de su propio reflejo.

        ―¿Se encuentra bien, señorita hechicera? Tome un sorbito. Le aseguro que se sentirá mucho mejor.

        ―Todavía está muy caliente para mí―se excusó Adara.

        Eleanor le regaló una risa cansada.

        ―¡Que casualidades le da la vida a una! ¡A tu maestra tampoco le gustaban las bebidas calientes! ―bajó la voz, notando que estaba entusiasmándose de más―. De hecho, era muy enfermiza. Tenía que prestarle más atención que a las demás para asegurarme de que algo no le cayera mal. Oh, pobre. Me preocupé tanto cuando me la arrebataron de mis lianas.... Es una verdadera alegría que esté bien, ¿no?

        -Sí, claro, está perfecta...

        ¿La anciana estaba burlándose? ¿Se encontraba tan desesperada por atención que era capaz de mentir diciéndole que conocía a alguien que no conocía? Era imposible que su maestra, imponente, autoritaria y con la seguridad de saber siempre lo que tenían que hacer, se hubiese parecido a lo más mínimo a esa niña que sentía que la autoridad estaba escapándosele de las manos.

        Sintió sus labios mojarse por té caliente. Sin darse cuenta, se había llevado la taza a la boca. Volvió a dejarla en la mesa mientras aguantaba las ganas de secarse con el brazo o lamerse las gotas que caían sobre su barbilla. Se quedó quieta, esperando a que cayeran a la alfombra opaca o se secaran solas, cosa que era imposible ya que no entraba luz de sol a través de las ventanas.

        «¡Bébetelo de una vez, sin tonterías!»

        Pero no podía. Además de la posibilidad del veneno, sentía que su estómago giraba y el ácido formaba un torbellino dentro de su esófago.

        Sabía que su cabeza no estaba vibrando, pero su parte racional era tan pequeña en comparación con ese dolor que no tardó en escapar por la puerta.

        ―Lo siento...

        Corrió hacia el baño.

        Azotó la puerta, inclinó su pequeño cuerpo sobre el lavabo y tras unas cuantas arcadas, solo escupió saliva un poco más espesa que de costumbre. Claro, apenas probó bocado esa mañana.

        Después de ese fracaso de vomito, se sintió un poco más tranquila. Aun así, su cabeza todavía dolía. Se llevó una mano a su cabello y comenzó a buscar dentro de él. Sacó un manual para hablar con los demás, un peine, unas cuantas monedas sueltas, una copia de las llaves del departamento, varios libros de magia y un bolígrafo sin tinta. Antes de seguir sacando cosas al azar, tomó una gran respiración.

        El teorema obedeció. De esa caja sin fondo, sacó un frasco de pastillas. Tomó cuatro, sin una gota de agua. Poco a poco, su migraña desapareció.

        ―Señorita hechicera! ¿¡Está bien!?

        Escuchaba el golpe del bastón contra el azulejo. Acostumbrada a esperar lo peor, temió oír el crujido del hueso quebrándose en dos y el del suelo agrietándose bajo el peso de ese esqueleto poroso. Si no le bastara con ese ataque de pánico, lastimar a la señora del orfanato sería el colmo.

        Por suerte, nunca sucedió, pero la vergüenza en su rostro no se fue.

        Asegurándose de que Eleanor no la viera, desapareció sus pertenencias a través de la cortina de cabello que caía sobre su frente. A los ojos de un ser común, sería un truco de prestidigitación. Pese a eso, su maestra le enseñó que la magia era como cualquier secreto de mujer que se precie; no podía enseñarse a todo el mundo.

        Al voltearse, vio a la anciana mirarle con unos entornados ojos llorosos. La culpa le atacó por dentro. Para su edad, esa rápida caminata debió ser lo mismo que un maratón. Un sudor rancio caía sobre su frente.

        Adara trató de mantenerse recta, fingiendo que le quedaba todavía un poco de dignidad y limpió las comisuras de su boca con un gesto desdeñoso.

        ―Ya estoy mejor... ¿las niñas ya acabaron?

        ―¿Está segura de que quiere ir tan rápido? Quizás le convenga descansar. Tengo un té de tila que le ayudaría con los nervios...

        ―Gracias por su preocupación...―respondió Adara buscando las palabras adecuadas―. Soy una adulta haciendo su trabajo. Sería irresponsable de mi parte. Las dos estamos cansadas y yo quiero acabar con... esto.

        Los ojos de la anciana le miraban como si en cualquier momento fuera a darle un brote de ansiedad a alguna de las dos. El problema era que dudaba que la anciana sobreviviera a uno de esos.

        Otra vez llegó la culpa.

        Se quitó el sudor de la frente y trató de sonreír. Pese a que esa expresión de coneja siendo devorada por lobos no desapareció del rostro de Eleanor, sintió que la tensión entre las dos se calmaba. En realidad, era la primera vez desde que llegó que prestaba atención a sus sensaciones psíquicas. Sentía su mente adormilada, como si un zumbido constante estuviera sonando detrás de su nuca. No le extrañó. Si no podía controlar sus propias emociones, menos sería capaz de sentir la de otros seres.

        ―¿Ya se siente mejor?

        ―El Paracetamol hace milagros―contestó Adara sin sentirse muy segura―. Voy a... estar bien. Quien me preocupa es usted, debería recostarse. Se ve... un poco agitada.

        Eleanor sonrió.

        ―Ya descansaremos cuando nos muramos, señorita hechicera, y si sigue presionándose, no va tardar mucho―dijo Eleanor con un tono que apenas remarcaba la broma―. Es mejor llevar las cosas con calma. No querrá cometer ningún error por ir con prisa.

        ―¿Qué error podría cometer?

        ―Ah no, no pretendía...

        La hechicera incapaz suspiró.

        ―No, no pasa nada. Si quiere, podría convivir con ellas un rato para asegurarme de que todo vaya bien... ¿Qué están haciendo ahora mismo?

        ―En clase.

        ―¿¡Eh!?

        ―No se preocupe. Toman clase acá mismo. En el patio.

        ―Oh... eso es... bueno, supongo. Podría ayudarme a ver qué tan inteligentes son las niñas. La inteligencia y la magia se complementan, ya sabe...

        Recordó la suposición de su maestra de que esa visita podría ser más larga de lo esperado ¿A lo mejor era un mensaje secreto? ¿Quería decirle que a veces era bueno tomarse su tiempo? ¿Que si aceleraba las cosas iba a causar más problemas?

        Ojalá. Prefería ir más lento para que su corazón no estallara.
        III


        Entre las listas que Camila consideraba escribir, había una sobre las cosas que le gustaban de su día a día. Así no tendría que gastarse las manos enumerando todo lo que odiaba, que era la mayoría, ni escribir montones de líneas sobre las razones por las que detestaba la hora de clases.

        Imaginaba que algunas niñas, esas que aparecían en los libros con gafas enormes, esperaban emocionadas sus lecciones. Eran chicas inteligentes que podrían presumirle a todo el mundo lo superiores que eran. Se preguntaba si esas chicas serían así de listas en un patio repleto de cachivaches y vigiladas por dos animalitos rabiosos con una regla de madera entre las manos, como si fuera un látigo para castigar a un elefante en el circo.

        Camila sabía que las princesas solían ser custodiadas por dragones o madrastras malvadas, pero al menos nunca tenían que estudiar.

        Las dos guardianas, como carceleras que cambiaron sus espadas por reglas, paseaban entre los mesabancos mientras miraban los cuadernos. Sostenían hojas laminadas con las respuestas a los ejercicios que ellas no sabían resolver y tenían colgados marcadores rojos de sus cinturas para tachar cualquier error. La pequeña milcery sabía, por experiencia propia, que tres equis o más significaban castigo.

        Mientras trataba de asumir que los números podían cambiarse entre sí, una regla golpeó su cuaderno. La señorita Agria siseó como una serpiente mientras revisaba ese desastre que era su intento de resolver los ejercicios de ese día. Algunos garabatos eran respuestas escritas con poca seguridad, pero la mayoría se trataban de dibujos de panqueques.

        Después de ver ese desastre, la señorita Agria dibujó una enorme equis roja por toda la página. Camila resopló. Sus dos carceleras sabían que era mala en las matemáticas. Deberían saltarse el paso de revisar su trabajo e ir a lo que ellas querían de verdad.

        ―¡Ya sabes, mocosa! ―exclamó la lilligant blandiendo su regla. Pese a que no tenía boca, sabía que estaba sonriendo.

        ―¡No! ¡No sé!

        ―¡Las manos!

        ―¡No!

        ―¡Como quieras!

        Camila sintió que su cuerpo vibró cuando la regla le dio en la mejilla. Hormiguitas de dolor corrieron por su piel. Sabía que gritar o llorar haría que la señorita Agria se fuera satisfecha, pero no le daría el gusto.

        ―¡No me dolió! ―dijo Camila con una sonrisa.

        El segundo golpe vino con una fuerza para la que nunca podría prepararse. Si fuera una pokémon con los dos pies en la tierra, podría haberse caído del pupitre. Las hormiguitas crecieron y comenzaron a picarle. Entrecerró los ojos, sintiendo que esa estúpida humedad atacaba sus parpados. Esperaba un tercer golpe, pero ver que estuvo a punto de llorar hizo que la señorita Agria se considerase victoriosa.

        ―¡Si se lo dices a la anciana, te voy a dar otro más fuerte!

        Y se fue.

        Sabía que esa amenaza no era mentira, pero a veces valía la pena recibir ese golpe para ver la cara de perrito atropellado de las dos carceleras cuando eran regañadas por Doña Eleanor.

        Quizás podría decírselo más tarde.

        Se acarició la mejilla, reblandecida. Aunque nunca quedaba ninguna marca, una especie de resquemor corría por su piel cremosa. Aun así, no lloró. Sería una derrota de la que nunca podría recuperarse. Sabía que resistirse al castigo era una batalla perdida, pero le daba lo mismo.

        Hablando de castigos, una teddiursa, cuyo nombre era Olga si no recordaba mal (tampoco le importaba) lloró porque se equivocó tres veces en el abecedario. La señorita Comezón le dio sus reglazos reglamentarios en sus suaves zarpitas. Algunas de sus compañeras miraron, pero no tardaron en volver a concentrarse en sus cuadernos. Sabían que no era el primer llanto que escuchaban en el día ni sería el ultimo. Después de todo, las más pequeñas todavía estaban distraídas por la decepción de no ser adoptadas. En cuanto a Camila, eso no le afectó. Sabía de antemano que nadie querría sacarla de ahí, nunca se ilusionó.

        La señorita Agria no le dijo nada sobre volver a escribir sus ejercicios y ella no sería quien tomara la iniciativa. Aprovechando que sus manos estaban intactas, tomó su lápiz y siguió garabateando lo que le dio la gana. Dibujó un zanate sin ninguna razón; era lo primero que se le vino a la mente. Cuando estaba dibujando el cuerpo, decidió convertirlo en una vaina de guisantes que acabó siendo una media luna asomándose entre unas nubes de grafito.

        ―Que aburrido...

        Acostó su cara contra el escritorio, esperando a que la señorita Agria no volviera con ganas de más ni que la señorita Comezón quisiera su parte.

        Entonces, pasó algo que no esperaba. Una extrañeza en ese día más aburrido que de costumbre.

        A través del otro extremo del patio, vio a Doña Eleanor apoyándose en su grueso bastón. Se acercaba con una lentitud que a cualquier pokemón desesperaría sino fuera una digna anciana tomándose su tiempo. A Camila le daba la sensación de que, aunque pudiera ir más rápido, ella iría a su ritmo de todos modos. Parecía que la hierba recién cortada, esa que pinchaba con solo mirarla, se agachaba a su paso.

        Una de las palabras sueltas que entendía de la hora de la oración era que la fe podía mover montañas. Si eso era cierto, Eleanor era una montaña bajo el sol de la mañana.

        Quizás esa fue la razón por la que no tardó en ver a la chica que caminaba a su lado como si fuera un fantasma pálido, con una piel tan clara que le encandilaba. Sus lindos ojos estaban rodeados de hollín, como si cayera en la broma de los binoculares manchados tantas veces que ya se había acostumbrado. Lo más interesante era su pelo. Por más que sus mechones escapaban por todos lados menos por donde deberían estar, era hermoso mirarlo. Esos colores pastel, azul con rosa, le decían que debía saber delicioso.

        Cuando las más pequeñas vieron a Eleanor, el miedo a ser castigadas se desvaneció. Las cuatro niñas saltaron de sus asientos sin ningún temor mientras que las dos carceleras tomaban el cuaderno más cercano, fingiendo que medían algo que no estaba ahí. Como siempre, Camila no se movió de su sitio. Aunque miraba como la señora del orfanato acariciaba a la comitiva de princesas cautivas que le dieron la bienvenida, le prestaba más atención al cabello de esa extraña chica que si no fuera porque una pichu la vio, no sabía cuánto podrían haber tardado en verla las demás.

        ―¿Esa es la buja, mamá Eleanor? ―preguntó la pequeña mientras se chupaba una pata.

        ―Eso es una grosería, Lina. Discúlpate.

        ―Pedón...

        ―Ah, no pasa nada―respondió la extraña ante esa sincera disculpa.

        -¿Puede hacernos un truco de magia?-preguntó una sneasel desde su butaca.

        ―No puede, Verónica

        ―¿La magia no existe? ―concluyó una smoochum sin mucho interés.

        ―Claro que existe, Claudia, pero acá no va entrar, para nada.

        ―Me... llamo Adara―tartamudeó la señorita de edad incalculable.

        ―¡La buja ha hablado!

        ―¡Bavo!―exclamó Olga con un aplauso amortiguado.

        ―¿Entonces a quien se va llevar? ―dijo Elba clavando sus ojos fríos en la chica con piel de malvavisco.

        ―Podría escogernos a todas―dijo una smeargle, asegurándose de que todas guarden silencio ante su ingenioso comentario―. Nuestros papás desaparecieron por arte de magia, a lo mejor tuvimos algo que ver.

        Elba se encogió en su asiento, avergonzada de compartir habitación con alguien así. Las únicas que se rieron de ese chiste fueron las dos chicas mayores mientras que las demás se quedaron en un profundo silencio.

        Lina rompió a llorar. Eleanor la acercó contra su piel para calmarla.

        ―Eso fue muy desalmado, Angelica―pronunció la anciana―. Discúlpate con tus compañeras.

        ―Perdón...

        ―Ya no quiero más comentarios importunos, préstenme su atención―los murmullos que quedaban desaparecieron por arte de magia―. Esta chica es Adara y va acompañarlas en la clase de hoy. No es ninguna hechicera, olviden los rumores que hayan podido escuchar... solo está supervisando para un...

        Adara dio un respingo cuando Eleanor le miró.

        ―¿... Un proyecto?

        ―Efectivamente. Un proyecto.

        ―Hagan como si no estuviera... ―comentó la mismísima Adara acariciándose el cabello, casi como si quisiese meterse adentro.

        Era imposible tomarle la palabra. Su apariencia exótica no le ayudaba a pasar desapercibida. Se acercaba a quien quería sin avisar, miraba los cuadernos y les susurraba cosas al oído. Las menores trataban de sonreír, pero su asiento parecía comérselas mientras que las mayores se sacudían de un lado a otro, como si fuese venenosa al contacto.

        Por algún motivo, sintió cierto alivio. Esa momentánea felicidad no duró mucho. En un segundo, comprendió lo que sentían otras niñas cuando presentían que iban a encontrarse con ella en el pasillo. Olvidó sus deseos egoístas y pidió a Arceus que Adara no se parara cerca suyo. Sentía una especie de cosquilleo en la barriga solo de pensarlo.

        El problema era que antes desperdició su minuto de silencio y Dios no iba a hacerle ningún caso.

        La sombra de la bruja apareció en su pupitre.

        En uno de los muchos dibujos de los libros que le gustaban, un águila acechaba a un pequeño ratón que escapaba por un camino de tierra. La sombra del águila atravesando el cielo anunciaba que ya era tarde. Un mechón deshilachado de pelo bicolor cayó sobre su cuaderno. Camila notó el aroma de esa extraña chica. Olía a frutas y sal. Era agradable, pero las ganas de comerse ese cabello fueron a peor.

        Adara volteó la página de su cuaderno, mostrando los ejercicios que tachó la señorita Agria. La bruja tomó el lápiz mordisqueado y reescribió una de las operaciones. Su letra era mucho más organizada que la suya.

        Cuando escuchó la voz de la bruja, sintió que ese pánico desapareció, como si alguien lo hubiera hecho estallar como un globo. Era una voz cansada, pero bonita. Si pudiera oír hablar a las mariposas enfermas del jardín, sonarían así.

        ―Veo que tienes problemas con las matemáticas. Las sumas son bastante fáciles cuando sabes lo que tienes que hacer―la bruja inclinó la cabeza; su mechón se movió―. No tienes ni idea de la suerte que tienes. Aunque no lo creas, esto no es nada. Después, las operaciones son más difíciles―se quedó en silencio, como si pensase en lo que quería decir―. No solo las operaciones, todo en general es más difícil... ¿Qué estaba diciendo? Ah, sí, ¿sabes contar?

        ―Yo sé contar hasta diez, ¿y tú?

        ―Más o menos por el billón.

        ―¿Qué es un billón?

        ―Eso no importa ahora. Si quieres sumar dos dígitos, ahora lo único que tienes que hacer es separarlos y tratarlos como números individuales. Entonces, lo sumas con el número que está en su misma posición del otro lado del signo. Por ejemplo, 22 + 40. 2+4 es igual a 6 y 2+0 es igual a 2, por lo que la respuesta es 62, ¿entiendes?

        ―Creo que... entiendo.

        ―Si el resultado llega a tres dígitos, este truco no funcionará, pero a este nivel debería ser suficiente para cualquier cosa que te pongan. El único problema que te queda es saber escribir números. Si los imaginas en tu mente, tampoco se te va complicar demasiado. Toma en cuenta que no son más que líneas pequeñas que se tuercen y se unen para formar una sola cosa. Cuando tomas en cuenta que todo son líneas, se te hace más fácil escribir. El «uno» es una línea recta vertical y una línea diagonal, por ejemplo. El siete es un poco diferente, pero cae bajo el mismo principio. Lo mismo pasa con las letras.

        ―Gracias...

        ―De nada... supongo.

        Cuando Adara abandonó su escritorio, Camila sintió que acababa de despertar de un sueño profundo, como si se hubiese quedado dormida por uno o dos segundos antes de despertar. Si no fuera porque su mejilla todavía latía, pensaría que seguía soñando.

        Sus ojos se abrieron.

        Adara caminaba dándole la espalda, con su cabello suelto ondeando sobre su nuca. Sabía que quería comérselo o, por lo menos, tocarlo. De un brinco, abandonó su pupitre, estiró la mano y sin querer, jaló con fuerza la melena de la bruja.

        Un zumbido inundó sus oídos. Sintió que su minúsculo estomago giraba sobre sí mismo como si fuera una peonza. Vio una negrura encerrándole dentro de una esfera de cristal. Su corazón latió, una sola vez.

        Un golpe en la espalda le devolvió a la aburrida realidad.

        Al levantar la mirada, esperaba que esa bruja estuviese preparándose para convertirla en un trozo de leche quemada, pero en vez de eso, estaba temblando.

        Todo el salón las veía.

        La bruja le ofreció el brazo, ayudándole a levantarse.

        ―Por favor, no vuelvas a hacer eso... nunca, ninguna persona se ha metido en mi... no me quiero ni imaginar que podría haber pasado si... ―la bruja sacudió su cabeza como si quisiese borrar una imagen desagradable de ahí―. No, mejor olvídalo. Solo no toques a hechiceras donde no debes. No, mejor no las toques... no, no, espera, no toques a nadie sin su permiso. Sí, eso quería decir...

        La hechicera escapó del patio. Aunque Camila veía a los pájaros revolotear, las mariposas chupando sus flores y los parpadeos de sus compañeras, el mundo parecía haberse paralizado de alguna manera.

        Cuando volvió a sentarse en su pupitre, todo regresó a la normalidad. Las guardianas estaban mirándole con el ceño fruncido y sus reglas de madera temblando mientras caminaban hacia ella. Sonrió, confiada en que Eleanor podría contenerlas. Se volteó para decirle y...

        Sintió una especie de retorcijón en su estómago al ver el rostro de esa señora que supuestamente tenía que cuidarla. Un rostro tan horrible que era incapaz de describir ¿Por qué no se asustó antes de esa cara arrugada, vieja y cansada? Era obvio que no existía nada más aterrador en el orfanato

        ¿Por qué le tenían miedo a ella en vez de a esa anciana?

        El rostro de Eleanor volvió a la normalidad. Quizás se dio cuenta de que la estaba viendo. Con su bastón, viéndose más viejo que nunca, desapareció por el camino contrario al que tomó la bruja. Sus verrugas se pinchaban en el pasto recién cortado

        Notó algo frío en sus manos.

        Un pequeño hilo del pelo de Adara se le quedó enganchado. Ya no veía nada especial en él. Se lo comió, pero era tan pequeño que ni lo notó.

        Otra decepción que se llevaba en ese extraño día.

        Las guardianas estaban acercándose con sus espadas. Ya no le quedaban ganas de resistirse.

        IV


        Aunque no podías considerarte una hechicera antes de tu graduación, la mayoría de estudiantes aprendían pequeños hechizos en sus primeros años de formación. Pequeños trucos que Amnesis llamaba actos. Cosas simples que dependían de la especialidad a la que apuntaba la aprendiz y además de un pequeño catalizador, no tenían más condiciones. En sus buenos años, antes de que su mente acabara distorsionada por horrorosos recuerdos, Eleanor podía leer las memorias más recientes de cualquier pokémon con solo tocarle la frente y tenía una memoria fotográfica perfecta.

        Por otro lado, existían los teoremas. Rituales o hechizos más complejos que necesitaban materiales y condiciones más concretas. A veces eran una enorme serie de actos que se entretejían en una red. Algunos solo podían realizarse en ciertos días, bajo un clima en específico o en un momento de la historia que no iba a regresar.

        Aquella eran las dos caras del cubo mágico. Ambas necesitaban voluntad. Una energía que existía en todos los seres vivos, pero que solo las hechiceras y otras mujeres podían manipular.

        (Su corazón latía...)

        Aunque hace mucho tiempo que Eleanor no se sentía orgullosa de nada, reconocía que en su época era un poco más especial que varias de las aprendices de su generación. Más especial que esas chiquillas que no podían leer un libro de magia por las lágrimas que llenaban sus ojos.

        Recordaba haber dominado los actos típicos de su especialidad en poco tiempo. Aprendió más pronto que las demás el verdadero potencial de su mente y advirtió las vergüenzas del universo bajo su velo de estrellas. Sabía que su imaginación podía crear milagros. Con un sencillo gesto, giraría los engranajes de la realidad.

        Ella despertó a los nueve años al mundo de la magia, tanto que se quedó dormida en el mundo real. Un día, no sabía cuál, debió imaginar que cada pokémon guardaba un pequeño jardín lleno de secretos debajo de su cráneo.

        Un hermoso jardín de los recuerdos.

        (Su corazón latía)

        Aunque todos los teoremas estaban creados bajo el inconsciente colectivo, la ley de simpatía y la ley de contacto, cada uno era único. Eran complejas redes de significados que se hacían más profundas conforme avanzaban los años. Pero por más orgullo que sintiera esa niña que era, su maestra no paraba de recordarle que existían otros teoremas más eficientes que los suyos.

        Después de todo, los mejores teoremas eran un privilegio de quienes gastaban años enteros de su vida entre galaxias llenas de libros, polvo y estupefacientes. Solo una minoría de aprendizas podían crear teoremas tan perfectos.

        Por desgracia, Adara era una de ellas.

        (Su corazón latía)

        Una y otra vez vio ese extraño gesto de Adara de tocarse el cabello cuando estaba nerviosa.

        Pensó que era algo insignificante hasta que vio como ese cabello trató de comerse a Camila, por falta de una frase más adecuada que decir.

        Quizás...

        (Su corazón latía)

        ¿Cuál era la condición para activar un hechizo así? ¿Cualquier cosa que tocaba su pelo era transportada a una dimensión de bolsillo? ¿Qué pasaría si no hubiera sacado a esa niña a tiempo? ¿Su alma desaparecería en el vacío? ¿Se convertiría en algo inanimado porque el cabello de Adara estaba diseñado para guardar objetos inanimados?

        Quizás ni siquiera Adara lo sabía.

        ¿O lo sabía?

        ¿Qué pasaba el accidente con Camila no fue un accidente?

        Entonces lo entendió

        ¿Cómo pudo haber estado tan ciega?

        Ese sentimiento que sus niñas eran incapaces de definir cuando estaban cerca de Camila. Que ninguna podía definir. Una repulsión que alejaba a las demás. Su inconsciente siempre supo lo que su consciente ignoraba.

        Adara también sabía que Camila era la hechicera a la que estaba buscando.

        Eleanor se aferró el pecho con sus lianas.

        Veía al destino seguir el hilo frente a sus propias narices. Un hilo donde no estaba ella. Iban a arrebatarle la oportunidad que ganó con una vida de sufrimiento. Había subestimado a esa hechicera por segunda vez en el día. Debía haber sabido que el veneno en el té no funcionaría. Si seguía dando palos de ciego por miedo a mancharse la conciencia más de lo necesario, acabaría lamentándolo.

        No solo estaba aterrada por sí misma, sino de sí misma.

        Quería dejar de pensar.

        No quería reconocer que no se tomaba a esa chica en serio por qué no estaba dispuesta a hacerle daño. No quería lastimar a nadie, ni siquiera lo que necesitaba el teorema.

        Iba a desperdiciar su única oportunidad para limpiar su dolor. Un dolor que haría que Arceus le condenase a infierno.

        (Su corazón la...)

        Eleanor soltó un grito ahogado.

        Aspiró el limpiador de pino a través de sus amplias fauces mientras derramaba montones de amarga saliva por el suelo. Una de sus lianas azotó su pecho. Su cráneo iba a romperse. Mordió una de sus lianas, como si pudiese encontrar una medicina que pudiera salvarla.

        Había perdido. Arceus se dio cuenta de que era egoísta, de que no quería sacrificar a nadie, de que no tendría en el valor.

        Eleanor cayó. Ríos amargos de su propia baba corrían entre las hendiduras de los azulejos baratos.

        Entre las manchas borrosas que cubrían el mundo que estaba a punto de abandonar, miró un destello dorado. Una luz que impregnaba las paredes, iluminando a los santos que decoraban su oficina y miraban con satisfacción el castigo del señor. Podría objetar que no había ventanas que dieran al sol, pero pronto las ventanas no serían más que una ínfima parte de la masa incognoscible formada por todos los conceptos que aprendió alguna vez en su vida.

        Un ser apareció entre esa luz, pero era como si siempre hubiera estado en el éter, esperando a abrir esa abertura que lo materializara en la vida real. Una rueda plateada giraba a causa del primer motor inmóvil. Un ojo que no parpadeaba la miraba con serenidad. Sentía una inmensa paz que abarcaba todo su ser.

        Lo que veía era un verdadero ángel venido desde los cielos plateados.

        ―Eleanor.... ―dijo una voz que venía desde todos los mundos posibles.

        ― ¿Vienes a guiarme a mi nuevo hogar? ¿A mí ultimo hogar? ¡Por favor, no me dejen ahí abajo! ¡Dame otra oportunidad! ¡Sé que mi útero mató a mis hijos, pero les he dado una mejor vida a muchas más de las que podría haber parido nunca! ¡Sé que he profanado los templos sagrados de muchas pokémon! ¡No tenía elección! ¡Por favor!

        ―Silencio. Tendrás otra oportunidad en este mundo o no la tendrás―sentenció el ángel sin alzar la voz―. Esta misión divina todavía no ha terminado, Eleanor.

        ―¡Pero voy a morir! ¡Mi corazón no ha aguantado más! ¡Me ha fallado!

        ―Eso es blasfemia, Eleanor―dijo el ángel sin ningún rastro de ira en su voz, sino alegría. No... regocijo―. No tienes ninguna voluntad sobre tu hora de transcender. Arceus es dueña de tu carne, de tus entrañas, de tus órganos marchitos y de la sangre de clorofila corriendo por tus venas ¡Todavía no es tu hora, Eleanor! ¡Regocíjate, Eleanor, regocíjate! ¡Aun tienes una oportunidad! ¡El señor me ha mandado para reanimar tu corazón! ¡Regocíjate!

        A las ordenes de la celestial criatura, la luz dorada brilló más fuerte que nunca, iluminando su vientre y entrando a través de sus células vegetales como si fuera un enorme trueno. Sintió sus interiores sacudiéndose, expandiéndose hasta el punto de casi estallar. La saliva era espuma que manchaba las paredes. Su cuerpo era un espantapájaros sacudiéndose de un lado a otro por el capricho del viento, de lo más profundo del reino de los cielos. Sintió su corazón brincando dentro de su pecho, golpeándose contra los duros y carnosos rincones de su caja torácica. Volvió a la vida después de un terrible espasmo.

        Apoyó su cuerpo sobre su bastón para alzarse. Escuchó a la madera crujir, pero sus huesos no sintieron el mínimo arrepentimiento. Los calambres que azotaban sus moléculas desaparecieron tras unos cuantos espasmos.

        El ángel miraba con paciencia y ternura a esa criatura de Arceus, como si fuera una madre viendo a su bebé dar sus primeros pasos. Y no solo estaba viva, respirando, esperanzada de que tenía un poco más de futuro, sino que también sentía un regocijo dentro de ese corazón que todavía no iba a rendirse. Pero si un padre salvaba a su querida hija de sus heridas más fatales, su responsabilidad también era castigarla por sus errores más condenables.

        Sintió que unas manos creadas por puro espíritu le obligaban a alzar la mirada. Ese único ojo atravesaba lo que había más allá de su alma. Aunque temía ver algo prohibido detrás de esa esclerótica, no podía ni bajar los parpados.

        Oh Arceus...

        Si ese temblor en su corazón era causado por la presencia de un ángel, ¿cómo sería estar ante la visión del señor?

        ―Oh, hija mía, veo que has tomado el rumbo equivocado. Sabías que tus tibios, patéticos planes, no iban a bastar para cambiar el destino. Arceus también lo sabía. Solo era tu penoso intento de resolver las cosas de un modo cobarde, sin tener que mancharte las lianas pese a que ya le habías prometido al señor que estabas dispuesta a sacrificar lo que sea. Un somnífero engañoso es de una piedad que no merece ningún enemigo del señor.

        ―Ella no es mala... solo esta...

        ―Sabemos que no es mala, pero tampoco es malo el conejo que encuentra el cazador hambriento en el bosque, y, aun así, su naturaleza es ser cazado para alimentar al hijo de Dios. Ir en contra de las leyes del creador es la naturaleza de las hechiceras. Si no quisiera condenarla, el señor no hubiera hecho que nazca con sus heréticos poderes, pero sabe que a veces es necesario colgar una manzana podrida de un árbol para que luzcan las más hermosas. Tú también eres de naturaleza herética, pero Arceus, en su benevolencia, te ha dado una única oportunidad de ganarte la salvación.

        » Lo único que te pide a cambio no es tu vida entera o un peregrinaje donde encontrarías la muerte por tus huesos cansados, sino ejecutar con dignidad unos cuantos sacrificios por tus propias lianas.

        » ¿Acaso te has preguntado por qué Arceus permite el mal en el mundo, Eleanor? ¿Crees que es por La Caída? ¿Acaso pretendes que el señor se mueva por un sentimiento tan mortal y miserable como lo es la venganza?

        Eleanor no respondió.

        ―Es normal que la fe no siempre esté de tu lado, hija mía, no desesperes. Ante la perspectiva de los seres finitos, algunos males podrán ser injustos o quedarse sin consecuencia, pero el bien siempre se impone. Aunque la justicia tarde años, siglos o milenios. Pese a que el castigo a los malvados no sea en esta vida. Quien lea La Divina Comedia será testigo de horrores grotescos. Sin embargo, si llega a la última página, un final feliz aliviará la angustia de su corazón. Tus niñas sufrirán, pero, su sufrimiento será el recipiente que Arceus llenará de gozo. Lo que estabas a punto de abandonar será el mayor acto de piedad que habrás hecho en tu vida.

        ―Todas las niñas que has cuidado han sufrido cuando abandonaron tu seno, pero, esta vez, no será así. Es tu oportunidad para convertirlas en las estrellas más hermosas del firmamento. Cuando acabe tu tiempo, ya no tendrás dolor ni preocupaciones y ellas estarán esperándote en el otro lado. Pero eso nunca pasará sino estás dispuesta a ser la justicia del señor―sintió un resquemor en sus retinas cuando el ángel volvió a brillar, pero no le importaba―. ¡Regocíjate, Eleanor, regocíjate! ¡Serás la espada del señor! ¡La vid venenosa que infeste todo el mal que ha corrompido al mundo! ¡Y alcanzarás la felicidad! ¡Esa felicidad terrenal que tanto ansías, antes de marchar al más allá! ¡A tus niñas les darás la vida eterna! ¡Ya no hay necesidad que sufran más! ¡Regocíjate!

        El ángel desapareció como si el sol se desvaneciera del cielo. Sintió que la luz dentro de su cuerpo estaba retorciéndose, dando sus últimos estertores después de que lo divino se haya ido del plano terrenal. Sus desgastadas rodillas crujieron y escuchó a su bastón astillándose. Sus ojos cansados parpadearon. Al dar un paso tembloroso, vio que sus queridos santos estaban mirándole. Los cuellos de las estatuas giraban hacia donde fuera. Oía el crujido de la porcelana al moverse de manera antinatural. Latias con su manto, Mew sufriendo por sus heridas y Arceus en su trono.

        Todos estaban juzgándole.

        Antes creyó estar convencida de que sus sentimientos de negación ante el señor desaparecieron. Esos ojos decían que todavía no, que no estaba dispuesta al sacrificio, que tal vez nunca lo estaría. Tendría que esperar a que el teorema diera sus frutos para quitarse la culpa.

        Un poco de voluntad escapó a través de su corazón. Unos engranajes giraron en las profundidades del paraíso, tan gastados que rechinaban en sus oídos. La mirada de Latias confesaba los secretos que escondía esa oficina, como la entrada al infierno que guardaba detrás suya, por si su súbdita estaba olvidándolo.

        Las lianas asfixiaron su enorme bastón. Unas pocas plantas crecieron entre los azulejos e invadieron los cuerpos de los santos de rosas brillantes. Dio un respiro en un intento de contener la luz del ángel quemándose en su pecho y comenzó a empujar a la estatua de la dragona mientras los dioses miraban impasibles. Todos los días pedía ayuda a Elisa o Erisbeth, pero esa vez no, tenía que ver lo que había detrás de Latias con sus propios ojos.

        En varios resuellos, acabó con la poca vitalidad que dejo el ángel detrás suyo. Su corazón latía mientras la luz angelical exhalaba sus últimos suspiros, incapaz de existir dentro del cuerpo de una patética mortal.

        Cuando la puerta del sótano de Las Doce Puertas al Paraíso se reveló, sentía que iba a vomitar. Pero no salió nada de su boca, salvo unas gotas de saliva que se evaporaron.

        Sintió un pinchazo en el pecho cuando volvió a erguirse. Respiró. Había miles de agujas ardiendo en su corazón. Tosió. Por un segundo pensó que acababa de desperdiciar su última oportunidad, de que su corazón iba a detenerse, esa vez sin aviso, y se pudriría en su oficina.

        ¿Qué pasaría con sus niñas entonces? ¿Elisa y Erisbeth tratarán de seguir el ritual en vano?

        Su corazón volvió a la normalidad. La entrada al sótano mostraba sus fauces. Al bajar a ciegas, los escalones de acero oxidado sonaron ante su presencia. Cuando llegó al fondo, pulsó un interruptor. Un chasquido sonó en sus oídos y las penumbras no desaparecieron. Pensó que el viejo queroseno del techo ya había dado su último suspiro, pero la habitación se iluminó sin aviso.

        Sintió una serenidad que no esperaba volver a sentir en ese mundo, por lo menos en esa realidad. Admiraba la prueba de que los ángeles existían. De que era una espada del señor. De que debía regocijarse.

        Admiraba el teorema.

        Un gigantesco circulo estaba pintado en el suelo con una pintura blanca y aceitosa. Doce más pequeños se encontraban en su interior. Enfrente de cada uno, colocó una vasija de cobre, y en el centro del círculo, había una gran cama de lujo con un dosel que escondía esas sabanas de seda blanca que absorberían su sufrimiento. Al tocarlas, sintió que un fuego más antiguo que ella llenaba su ser.

        Volvió a sentirse viva.

        V

        Su alma era un tanque repleto de agujeros.

        Chorros de voluntad escapaban desde el núcleo de su ser, derramándose a través del suelo. Si tuviera corazón en ese incierto estado de mortalidad, estaría a punto de estallar. A pesar de las gruesas gotas de sudor, mostraba una gran sonrisa que deformaba las pieles de su rostro. Las esculturas que bloqueaban todas las salidas de ese apartamento estaban derritiéndose como si fueran estatuas de cera dentro de un volcán.

        Soltó una carcajada indigna de un ángel.

        Las grandes cantidades de magia que emanaban del edificio eran peligrosas.

        Un escuadrón de limpiadoras (hechiceras responsables que acababan con hechiceras irresponsables como ella) estaría poniéndola contra la pared si no fuera por las redes de seguridad que tejió para preparar ese día tan especial.

        Si tenía que ser sincero, no sabía cuánto duraría. Ese olor a pegamento caliente avisaba de que los símbolos estaban desgastándose. Se preguntaba si las figuras del orfanato también estarían actuando raro por los grandes flujos de magia que corrían por su porcelana.

        Si usabas mucho un catalizador en un teorema, acabarías con efectos impredecibles. Lo que estaba creando no solo era un teorema sino una mezcla de teoremas que quemaban los engranajes del universo. Una red tensa que vibraba ante el más mínimo toque. Si cualquier nodo se desataba, todo acabaría.

        Se preguntaba si la magia del Círculo de la Limpieza la mataría antes de esas fugas de voluntad que nadie podría sellar.

        Esas estatuas religiosas en el orfanato y en la habitación en la que se encontraba el desconocido ser, no solo servían para vigilar a través de sus ojos, sino para distribuir la energía mágica en varios puntos que sean más difíciles de encontrar por quienes eran sensibles a la voluntad. Al mismo tiempo creaba una interferencia, una especie de ruido blanco que evitaba ese picor en la nuca que sentías cuando notabas la magia de otra hechicera o una futura aprendiz. Aunque algunas hechiceras profesionales podían atravesar ese ruido, Adara no era una de esas, al menos no en ese momento.

        Le aliviaba. El juego sería muy aburrido si no.

        Era por eso mismo que necesitó salvar la vida de Eleanor. Sería injusto para las cinco que todo terminara en un corazón reventado.

        Una estatua de Mew atada de todas sus extremidades bloqueaba la entrada del apartamento hasta que cayó ante el empuje de un único dedo. Pequeños ladrillos rosados, azules, blancos, marrones, plateados y dorados cayeron por el suelo, mezclándose entre mares de miles de materiales distintos.

        Sin mirar atrás, escuchó el frote de la falda contra el marco de la puerta. Notó un ligero olor a alcohol. Sintió ese cosquilleo en la nuca entre todo el ruido blanco y sonrió.

        Los juegos eran más divertidos con amigas.

        ...

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        Editado por última vez por DoctorSpring; 23/02/2025, 15:37:54.

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